"Estoy vivo pero ya me asesinaron / Yo ahora vivo con los muertos, / con aquellos olvidados, que encima son los dueños del mundo y la verdad. / Los chorros y los locos, los drogados y borrachos, / ellos fabrican mi realidad / ellos poseen la formula de ser feliz...” Con estas palabras comienza el poema Diagnóstico de esperanza que en el 2009 escribió Camilo Blajaquis a quien hoy día se lo conoce por su nombre real César Gonzáles. Fue con su seudónimo que Gonzáles adquirió cierta relevancia por ser, tal vez, la letra que mejor expresa la situación, el sentimiento de los marginados, aquellos que fueron apartados hace ya muchos años y que hoy día siguen en una situación similar como excluidos de lo que les sucede al resto. Y es que este es un razonamiento lógico, este poeta, estudiante egresado de letras en la UBA pertenece a la Villa Carlos Gardel, ubicada atrás del Hospital Posadas en el barrio El Palomar del Conurbano Bonaerense; nunca salió de ahí (salvo circunstancias adversas de la vida), y no lo necesita, ahí está su pertenencia por más que se los haya llevado ahí como un modo de ocultarlos, taparlos detrás de un bloque de cemento. Es importante hablar de César Gonzáles, director de este film que titulo, no casualmente, de modo similar a aquel poema, Diagnóstico Esperanza. Hablamos de una ópera prima que sale de las entrañas, de un trabajo personal que lleva la firma grabada a fuego como todo lo que hace. Es un trabajo de ficción, no es estrictamente autobiográfico, y sin embargo habla de él y de los suyos. Diagnóstico Esperanza es una suerte de película coral, por llamarlo de algún modo, no hay un protagonista excluyente, o por lo menos no se siente, son varias historias que se cruzan, se muestran en paralelo y se suceden una tras otra; es un radiografía de situación más que de personajes puntuales. Los hay de todo tipo, en un acierto más que feliz, si bien el centro son los marginados, no son los únicos representados, también se muestra el otro costado, el vacío, el indiferente, el reaccionario, aquel que entró al sistema, que fue aceptado por él (en un acto recíproco), y no está dispuesto a abandonarlo... y tampoco parece muy feliz de que otros puedan “pertenecer”. Ya son varios los films que dibujan una radiografía sobre la situación en estos barrios, pero lo que hace particular a Diagnóstico Esperanza principalmente es su realización. No es un director, o un equipo, externo que recrea o se instala en el lugar, acá son ellos mismos no solo los que hablan y se muestran, sino los que escriben lo que dicen y los que manejan la cámara, y saben dónde poner la lente. Sí, talvez no estemos frente a una película de una estética subyugante o puramente cuidada, es más hasta algún descuidado podría emparentarlo con un telefilm; pero aún así hay mucho de lirismo, en el texto, en el mensaje, y también en las imágenes, que no son elegidas al azar. Diagnóstico Esperanza es un descenso a los infiernos, todo es terrible y nada parece mejorar; y sin embargo, su director se encarga de poner la esperanza en el lugar adecuado, en ellos mismos, son ellos los que se van a salvar, no todo está perdido mientras ellos mismos quieran surgir, de distintas maneras, como puedan. Pareciera una respuesta a esas frases de “irrecuperables” “tienen el gen de la maldad”; los “actores” son los propios vecinos y familiares de César, y si bien hay un guión, hablan por sí mismos luciendo puramente creíbles. Ficción política, sin dudarlo y sin arrepentirse, la visión es dura y descarnada, y a la vez tierna para quien la entienda. César Gonzáles trasladó su arte a la gran pantalla y la sensación es la de otro territorio ganado; recuperado por la igualdad, por la superación, por la inclusión.
Período villa villa Una película que transcurre en una villa urbanizada, protagonizada por villeros y dirigida por un villero, César González, que fue pibe chorro, pasó cinco años preso y, pese a todo, logró rehacer su vida. Diagnóstico esperanza es una ficción que puede verse como documental: lo interesante es espiar la vida cotidiana en el barrio Carlos Gardel (cercano a Caseros, en el oeste del Gran Buenos Aires), con sus personajes autóctonos y su propia jerga (el subtitulado es un acierto que podrían imitar todas las películas argentinas). Están los pibes que cumplen con el “deber ser chorro” -gran definición de González-, la madre de infinitos hijos que se la pasa gritándoles y vendiendo droga para mantenerlos, el rasta vegetariano que trata de mantenerse alejado del contexto violento, el niño que sueña con ser cantante, el vendedor ambulante de medias que anhela, la ñata contra el vidrio, ropa deportiva de marca. Esta mirada antropológica permite sobreponerse a las desprolijidades técnicas y unas cuantas actuaciones flojas que le restan fuerza a la ficción. Es una historia de marginalidad, protagonizada por policías y delincuentes -y también un clasemediero cuya máxima aspiración es veranear en Pinamar-, que parece sacada de un noticiero o de algún programa seudoperiodístico. Pero que, a diferencia de lo que muestra la mayoría de los medios, permite llegar a la conclusión de que la tan mentada “inseguridad” es un fenómeno que responde a la desigualdad social y a la falta de oportunidades de un amplio sector de la población. Y que no parece solucionarse con más policía, cárcel y leyes duras, sino otras herramientas. Esta película es la prueba de que el arte -y de ahí la “esperanza” del título- puede ser una de ellas.
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González como Pasolini: Los rostros que no vemos como centro de la representación Diagnóstico Esperanza es una película que desde historias particulares de personajes diversos abre la puerta al cine en tanto pensamiento sobre el sujeto con sencillez y sin propósito moral. Aun cuando la película interpela al espectador medio desde los personajes y los modos de representación, lejos está de pretender detentar alguna verdad sobre los dolores sociales que organizan la trama. El relato cruza estas historias, propias o ajenas a la villa, que forman parte de lo cotidiano -siempre oculto- en la vida de sus habitantes. Lo cotidiano, por su propia característica, suele producirse como lo dado, lo posible, lo razonable. El delito, el consumo, la violencia familiar aquí no son anomalías de una sociedad virtuosa sino formas habituales de la producción de la vida de todos los individuos. El dolor es protagonista. Es un dolor profundo que surge a la vez de la propia condición existencial del hombre tanto como de las injustas condiciones sociales. Este gesto narrativo y el modo de representación de los personajes sin dudas relacionan Diagnóstico Esperanza con el cine de Pasolini. La capacidad de síntesis de González como realizador se despliega desde la primera secuencia de la película. Sin palabras nos enteramos que en el barrio alguien fue asesinado y que el pequeño Alan siente esa muerte con una profunda tristeza. Nadie debe hablar demasiado para explicar cuál es la condición de supervivencia de su familia. Su madre, violenta y protectora, no piensa moralmente el comercio de la droga sino que lo vive como una simple práctica comercial que habilita la manutención de su familia. También vemos a un joven que parece no existir mientras ofrece sus 3×10 en medias. A un cacerolero, empleado que pretende ser lo que no es, que se propone ser parte de un robo -y él sí siente la impronta moral del hecho-. Y a un par de federales que practican un conjunto de prácticas ilegales en las cuales lo único que importa es sostener el “código” entre los implicados. En la película la noción de delito adquiere una perspectiva interesante ¿Es acaso el delito un universal insoslayable o deviene en tanto existe un Estado presente e incorporado en la subjetividad de cada individuo? La existencia solo nominal del Estado en la villa y su ausencia concreta en la vida cotidiana –o la existencia del Estado solamente como represor- de algún modo producen un cuestionamiento práctico de esa misma noción de delito. Conceptos similares podrían relacionarse con la invisibilización a la que son sometidos los habitantes de la villa fuera de su lugar ¿Cómo ser el “otro” cuando para una gran parte de la sociedad civil el villero parece inexistente? ¿Cuál es el modo de incorporarse en esa sociedad que no solo lo rechaza y estigmatiza, sino que muchas veces no registra su existencia? González conoce la villa y por lo tanto no necesita “observar” el espacio ni reconstruir los lenguajes. De ese modo la película puede fluir a través de las pequeñas calles o en las casas sin tener que detenerse a dar cuenta de una situación problemática. Él camina con su cámara el espacio físico y social sin ningún tipo de impostación. Con esa certeza narrativa la mirada se despega de la “fascinación” del entorno villero para indagar en las personas. Es así que los rostros ganan un valor notable en la representación, son la clave para reafirmar esa “existencia” de los individuos que parece ser negada por gran parte de la sociedad. Representar la persona. Representar el sujeto sensible. Darle existencia a través de la identificación del espectador. El rostro y la persona como centro del cine político (que puede rastrearse en Pasolini y también en la notable P3ND3J05 de Raúl Perrone que circula por espacios geográficos, sociales y políticos muy cercanos a Diagnóstico Esperanza). La película estalla en una dialéctica entre la trama de los hechos –muy fina y precisa- y las imágenes o ciertas escenas situacionales que narran tanto como las historias de los personajes. Un solo plano, el del pequeño Alan haciendo “patito” en una gran charca del barrio, como muchos de nosotros hemos hecho frente al mar o un bello lago del sur argentino, resuelve lo que muchas películas, desde sus buenas intenciones, no son capaces de narrar. Y la mirada del otro. O la mirada de aquel que en los cines del centro necesariamente es el otro. “Yo te entiendo” le dice la víctima de un asalto a quien lo amenaza y asusta. “No me sicologies” contesta el ladrón. ¿Quién es el uno y quién es el otro? ¿Qué tan interpelado nos vemos los buenos burgueses urbanos que creemos comprender al pibe villero que viene a asaltarnos? La aparición de César González tuvo un fuerte impacto en el ámbito de la poesía. Hoy vuelve a demostrar su talento y su capacidad expresiva en su primer trabajo para el cine. Indudablemente nos encontramos ante una voz imprescindible para comprender aquellas cosas que no solemos mirar.
La ópera prima de César González es una fábula sobre los sectores menos visibles de nuestra sociedad. Diagnostico esperanza es una película que se clasifica dentro de lo ficcional, pero que por momentos revela un registro documental, no solo por el manejo de una cámara inquieta o desprolija, sino también por el uso de un dialecto propio de las clases más humildes, que incluso es subtitulado. El subtítulo es algo que generalmente se asocia con una lengua que, al ser desconocida, debe traducirse. En esta película, esa traducción cobra un significado especial porque puede ser entendida como un gesto o una declaración de principios: presuponer que una gran parte de los destinatarios no conocen o no tienen relación con ese lenguaje que se exhibe. Entonces, la lengua pasa a ser algo invisible, o desconocido, como el contexto de los protagonistas. La trama central de Diagnóstico esperanza es la de un robo frustrado, pero la película se detiene más en la caracterización de los personajes para trazar sus historias particulares y, principalmente, sus frustraciones. Sin embargo, en general, González consigue sortear el lugar común de mostrar a los protagonistas como víctimas, o de presentarlos de una manera que genere empatía. De hecho, sucede lo contrario: algunas escenas y diálogos persiguen una crudeza tal que son bastante difíciles de ver, y, además, reenvían a esa veracidad documental que recorre toda la película. En Diagnóstico esperanza todos están unidos por el deseo de consumo. Ni la extracción social, ni la ocupación de los personajes importan a la hora de mostrar cómo se sumergen en una carrera por tener; un par de zapatillas, un auto, unas buenas vacaciones, no importa qué, el objetivo es que sus bienes materiales los definan y hablen por ellos. El único personaje que escapa a esta dinámica es el chico que quiere ser cantante, que cuando su madre le dice que quiere comprarle zapatillas, le responde que prefiere un micrófono. No es casual que la película empiece y termine con él, primero deambulando solo por la villa y, al final, con un videoclip de una canción propia. El mensaje de esperanza no es tan complicado: tener deseos que transciendan lo material y tratar de concretarlos. Ahí es donde la ficción se cruza con la biografía del debutante director.