La princesa que quería vivir
El alemán del apellido difícil –Oliver Hirschbiegel– había hecho hasta el momento una película mala (El experimento), una irrelevante (La caída), y una rara (Invasión). A la lista se le agrega ahora Diana: la princesa del pueblo, la película buena. Diana es la Princesa Diana, una mujer de treinta y cinco años que por momentos parece una quinceañera. Ahí está parte de la gracia de la película: Diana tiene un romance secreto con un cirujano paquistaní residente en Londres, y para huir del protocolo (no demasiado rígido por lo que se ve), hace entrar al novio acurrucado en el asiento trasero de su auto; o se pone una peluca morocha de pelo lacio y sale a romper la noche a un boliche, o a ver un grupo de jazz, del que tiene que abandonar en la mitad porque el amante médico recibe una llamada de urgencia (el hombre es muy serio y se debe ante todo a su profesión). Nada molesta demasiado a la Princesa, excepto que el médico no se decide todavía a llevar hasta el fondo la relación. Hirschbiegel filma secuencias de una tremenda elegancia y fluidez. No está filmando una historia política, ni una historia amarillista, sino una historia de amor, que tiene la consistencia de un sentimiento adolescente: volátil e inaugural. Diana: la princesa del pueblo no es una película que pretenda interrogarse sobre la naturaleza del poder, ni está en modo alguno interesada en develar los entretelones sórdidos del mundo de la realeza: el director hace una película romántica, y en cierto modo un melodrama, donde las diferencias de origen amenazan conspirar contra la unión pública de los amantes. Hay algo conmovedor de verdad en Diana: la princesa del pueblo: el momento en el que la protagonista advierte que el tiempo se le escapa. Puesto que a lo largo de la película vemos como se ilumina cada plano con la sonrisa increíble (es decir, creíble) de Naomi Watts, no puede dejar de shockear el modo en el que su semblante se va nublando, como si el sueño revelara de pronto su carácter ficticio, esencialmente ilusorio, y solo le quedara el vacío de un decorado, el palacio demasiado grande como para que una niña sin amor juegue en él. Hirschbiegel se dedica entonces a la otra faceta de esa chica abandonada: la que se endurece, soborna a los paparazzi para que le “roben” fotos comprometedoras con un magnate para dar así una imagen degradada de sí misma, objeto de la vanidad y el dinero de los hombres poderosos, y espera que su amado reaccione. Diana tiene dos caras, como la película. Una graciosa y ligera, que fluye con la tensión subterránea del jazz –te voy a explicar de qué se trata esta música, dice el novio–, con el baile y las escapadas a deshoras delante de los guardias, que por supuesto ya saben de sobra de qué se trata. Y otra, no menos calculada pero tal vez más escurridiza, en la que Diana se desliza tambaleando hacia el infortunio. Por supuesto, lo que está al final del camino es la muerte, pero la película es lo suficientemente noble como para que la Princesa abandonada siga respirando con autoridad y tenga siempre una voz propia, incluso en esos tramos en los que el desamor aparenta haberla envilecido y transformado en una víctima de su propio despecho. A través de Watts, el director no nos deja olvidar nunca que esa chica es la misma: la mujer más linda del mundo es también, huelga decirlo, una actriz extraordinaria, capaz de las maniobras más exquisitas para dotar a Diana de un carácter singular, o sea, cinematográficamente verosímil. ¿Es el Oscar lo que de verdad espera al final del camino? Los responsables de Diana: la princesa del pueblo tienen la astucia suficiente como para haber barajado esa posibilidad. La obstinación de Watts, mientras tanto, la puja feroz entre el deseo, el pudor y la venganza de su Diana, trabaja en soledad, solo para nosotros.