Si el lugar común "una vida de película" puede aplicarse a una figura sin caer en el ridículo ni en la exageración, la de Diana, con su apasionante, cambiante y finalmente trágica existencia, es una de ellas. Su muerte en París, en agosto de 1997, con apenas 36 años, terminó de convertir en mito a una mujer que desde siempre ocupó los primeros planos de la agenda mediática, despertó odios y pasiones, y cambió las reglas de juego y la imagen de la realeza británica.
El cine no podía dejar pasar la oportunidad de acercarse a una personalidad como la de la princesa de Gales, heroína y mártir, sufrida esposa, amante y madre, estrella y víctima de la TV y de los tabloides amarillistas, filántropa y estadista. ¿Cuántas personalidades en el mundo estuvieron tanto tiempo y tantas veces como protagonistas en ámbitos tan diversos y disímiles? Para este desafío nada sencillo se contrató al guionista Stephen Jeffreys ( El libertino ) y al director alemán Oliver Hirschbiegel ( La caída ), pero el resultado está lejos de los antecedentes de ambos; Diana -la película- sólo en muy pocos pasajes logra retratar y transmitir las múltiples facetas, contradicciones, atractivos y dimensiones de semejante personaje.
El film arranca cerca del final, y luego va y viene en el tiempo para reconstruir sobre todo los dos últimos años de Diana, en especial la relación apasionada (y "prohibida") con el cirujano paquistaní Hasnat Khan (Naveen Andrews). En efecto, bastante antes de su promocionado romance con el multimillonario y playboy Dodi Al-Fayed (Cas Anvar) y después de su separación de hecho (y posterior divorcio) del príncipe Carlos, ella vivió el que para muchos fue el gran amor de su vida.
La película regala algunos momentos de humor, de intensidad o simplemente curiosos (las distintas maneras en que ella o sus visitantes salían y entraban a escondidas desde y hacia el palacio de Kensington, sus encuentros nocturnos en los parques públicos), pero en buena parte de sus casi dos horas es una biopic demasiado chata y convencional, que parece haber sido concebida con el manual del subgénero de biografías cinematográficas.
Diana (más allá de los esfuerzos de la siempre digna Naomi Watts) resulta en varios pasajes demasiado obvia, incluso cuando se quiere mostrar los aspectos más cuestionables (sus contactos directos y manejos manipulatorios con los paparazzi que ella misma denunciaba públicamente) o los más laudatorios (la inteligencia e ingenio que exponía en sus campañas políticas y humanitarias) de su personalidad, Hirschbiegel apela muchas veces al trazo grueso que subraya una y otra vez de manera torpe todo aquello que ya había sido expuesto en palabras e imágenes.
Esa limitación en su relación con el espectador resulta el mayor pecado de un film impecable desde lo formal, pero en definitiva poco convincente en su retrato psicológico y social.