Reina de corazones rotos
En el principio fue María Antonieta (Marie Antoinette, 2006, Sofía Coppola) y La Reina (The Queen, 2006, de Stephen Frears), luego vino El Discurso del Rey (The King’s Speech, 2010, Tom Hopper), y ahora tenemos a Princesa Diana (Diana, de Oliver Hirschbiegel), en el medio debe haber muchos ejemplos más (The Iron Lady de Phyllida Lloyd, por ejemplo) pero estas deben ser las más qualité y las más oscarizables de una lista de películas que últimamente se han dedicado a retratar con indulgencia y mucha –demasiada- corrección política a la monarquía.
Oliver Hirschbiegel ya había intentado abarcar la vida, o al menos un momento, de un personaje histórico célebre (o no tanto) en La Caída (Der Untergang, 2004), aquel biopic que reflejaba los últimos días de Adolf Hitler. Los usos y costumbres indican que los biopics sirven para mostrar la vida, con sus alzas y bajas, y el costado menos conocido, de personas harto populares o famosas. También sirven para aplacar el morbo y el deseo de la gentuza por saber más y más sobre figuras mediáticas cuyas virtudes son, cuanto menos, dudosas. En La Caída, Hirschbiegel se tomaba ciertas licencias, como mostrar a Hitler encerrado en su bunker, dubitativo, esperando la llegada de los aliados, como si fuera un pobre viejito que no sabe dónde está parado, decisión curiosa pero valiente, la de intentar no caer en el cliché de retratarlo como a un monstruo despiadado (que no quita las atrocidades que sí cometió) sino como a un ser humano con incertidumbres y cavilaciones, como cualquier otro. Ahora, esto mismo no ocurre en Princesa Diana, Hirschbiegel cae en todos y cada uno de los lugares comunes de un típico biopic.
Si bien la película cuenta los últimos tres años de Lady Di, a partir de la separación con el Príncipe Carlos, y la relación secreta que mantuvo con un ignoto cirujano pakistaní, nunca sale de la imagen que las masas y los medios se armaron de Diana. Aquella imagen que dice que la princesa era puro amor y solidaridad, una mujer misericordiosa que velaba por los pobres y necesitados del mundo, sufriente por el acoso de la prensa y los paparazzi, especialmente. Pero, en el film, todo está contado dentro del marco de un culebrón-a-la-mejicana, con sus dimes y diretes y sus idas y vueltas. Naomi Watts hace lo esperable en su interpretación de Diana: una mímesis correcta de los mohines, los movimientos y las miradas de la princesa, sin jamás salirse de la estampita. El pobre Naveen Andrews (para los memoriosos, Sayid, de Lost), quien interpreta al Dr. Hasnat Khan, interés amoroso de Diana, la tiene más difícil, su personaje es inverosímil (aunque esté basado en una persona real) y nunca da con el tono, es como si estuviera perdido. En definitiva, Princesa Diana no viene a revelar nada nuevo sobre el mundo de la monarquía y la farándula que rodeaba a Lady Di, ni siquiera se la juega a establecer una visión un poco más arriesgada, sino que transita por caminos conocidos, incluso tímidos y pacatos (sin embargo, no ostenta pudor a la hora de mostrar a niños africanos mutilados, pero sí cuando del accidente de Diana se trata), reafirmando aquello que ya todos sabíamos, o suponíamos: que la monarquía puede ser tan aburrida que ni vale la pena una película al respecto.