Mi enfermedad ¿Qué constituye a una adicción? Bueno, en primer lugar se puede hablar de una enfermedad patológica, una discapacidad involuntaria en la que un sujeto incursiona de forma frecuente, progresiva y sin control en el uso de alguna sustancia o en una determinada actividad que, en principio, puede producir satisfacción pero que rápidamente deriva en una dependencia y, finalmente, en una enfermedad que persiste a lo largo del tiempo generando cambios físicos, emocionales y sociales. ¿Y que constituye una adicción al sexo? Como todas las adicciones, el uso abusivo provoca trastornos de todo tipo (en este caso, el comportamiento sexual y la necesidad imperiosa de conseguir placer, por ejemplo), y se pueden reconocer en síntomas tales como la masturbación compulsiva, sexo promiscuo e indiscriminado, disfunción social, aislamiento. Gracias por compartir gira alrededor de varios personajes que luchan a diario para mantener controlada su enfermedad y gravita, especialmente, sobre Adam (Mark Ruffalo), quien luego de cinco años de sobriedad conoce a una hermosa mujer (Gwyneth Paltrow) que le brinda la posibilidad de volver a sentirse enamorado, pero también la de caer en viejos y nocivos hábitos nuevamente. Varias ideas interesantes se desarrollan a lo largo de la película, entre ellas, aquella que queda sugerida sutilmente cuando Neil (Josh Gad) debe llegar a un lugar y, al no poder viajar en subte, se sube a un taxi desesperado para evitar estar sujeto a las tentaciones y los estímulos de la calle. Una vez dentro del taxi debe luchar contra las imágenes de una pequeña pantalla en el respaldo del asiento del conductor que muestra una sensual clase de gimnasia aeróbica. Es que la adicción al sexo pareciera responder a un signo de los tiempos, donde el sexo se ha convertido en mercancía de intercambio y aquellos más débiles de voluntad son los más fáciles de someter. A la vez, y al contrario de otro tipo de adicciones, los estímulos negativos que recibe el adicto al sexo provienen de todos lados, de la publicidad, de la televisión, de las revistas, etcétera, lo que habla, claramente, de una adicción creada por la sociedad de consumo, una enfermedad impuesta por el sistema. Pero también dan vueltas varias ideas y conceptos que valen la pena ser rescatados, nociones sobre la amistad, el verdadero valor de una relación sentimental entre dos personas, el peso de la institución familiar y lo difícil de asumir el rol designado, las presiones sociales y las expectativas depositadas en uno mismo y en los demás, etcétera. Gracias por compartir es una historia pequeña, austera, que fácilmente podría haber tomado una dirección hacia algo grotesco pero que, sin embargo, resiste y se mantiene humilde, sincera, filtrando una crítica honesta hacia una sociedad cada vez más cruel y superficial. Pequeña y agradable sorpresa.
El beso de la mujer araña En la mitología del Japón antiguo, en el período Edo más específicamente (también conocido como periodo Tokugawa, que va de principios del siglo XVII a fines del siglo XIX), existía una criatura conocida como Jor?gumo que, según algunos relatos, es una araña que puede cambiar su apariencia en la de una mujer seductora. Según la leyenda, cuando una araña posee 400 años de antigüedad, gana poderes mágicos. En muchas de estas historias, Jor?gumo cambia su apariencia en una hermosa mujer para pedir a un samurai de casarse con ella, o toma la forma de una mujer joven con un bebé. El mito de la mujer araña se repite en diversas culturas a lo largo de la historia y siempre se la asocia con cierta idea de seducción, de misterio, y el símbolo funciona porque encierra también la idea de “voracidad sexual” de la mujer (nunca mejor aclarado, en referencia a las telarañas). Este concepto, ligeramente misógino, se pone de manifiesto, de manera indirecta (o no tanto), en Enemy, la última película de Dennis Villeneuve (Prisoners, Incendies), corporizándose en las fantasías y pesadillas paranoicas de Adam (Jake Gyllenhaal), un atribulado profesor de historia cuya soledad se va tornando cada vez más insoportable hasta que descubre en una insípida y anodina película su doble exacto. Un doble que le permite la posibilidad de vivir otra vida, una especie de forma de escape. Pero este doble (Anthony, también interpretado por Gyllenhaal), que está casado con una joven y bella mujer que espera un hijo suyo, también ansía, secreta y oscuramente, evadirse de su propia realidad, recurriendo a extraños lugares de prácticas sexuales voyeuristas. Es así que el encuentro con Adam los pone a ambos frente al dilema de intercambiar sus vidas, con sus respectivos problemas y consecuencias. Basada libremente en la novela El Hombre Duplicado (2002) de José Saramago, Enemy, de Villeneuve, consigue dar con un relato sofisticado, cargado de simbolismos y, sin ser pretenciosa, ser una película austera y sanamente ambiciosa a la vez. Una película cuyo contexto o escenario es tan o más importante que sus personajes. En este caso, la ciudad, siempre omnipresente, en constante construcción y brumoso e imparable avance, virando su morfología rápidamente hacia la arquitectura contemporánea (metal, vidrio, materiales plásticos: edificaciones despersonalizadas), puede generar en el individuo algún tipo de reacción claramente relacionada a la angustia. Dice Michel Houllebecq al respecto: “la arquitectura contemporánea, que alcanza su nivel máximo en la constitución de lugares tan funcionales que se vuelven invisibles, es transparente. Puesto que debe permitir la circulación rápida de individuos y mercancías, tiende a reducir el espacio a su dimensión puramente geométrica, (…) dando lugar a sentimientos de alienación” (El mundo como supermercado, Interventions, 1998). De esta manera, la ciudad, que se despliega y crece en ciernes sobre Adam y Anthony, no es otra cosa más que una enorme telaraña que se ha hecho tan grande que ni ellos mismos pueden vislumbrar su comienzo o su fin. Tal es así, que es probable que hayan estado dentro de esta trampa desde el momento mismo de su nacimiento. Y todos los presagios que se irán sucediendo (la madre que confunde de manera deliberada la identidad de los dobles, la amante de la cual nunca se tendrá en claro qué siente, la futura madre, temerosa y demandante, las persistentes alucinaciones) no harán más que reafirmar lo que los personajes siempre temieron: que jamás estuvieron ni estarán fuera de esa monstruosa telaraña.
La mugre y la furia El Brujo camina algo contrariado, abrumado por los recientes acontecimientos de su vida, y se detiene frente a un caballo que yace en estado de putrefacción en plena calle de tierra. Lo mira a los ojos y puede ver en esos ojos animales en descomposición algún tipo de mal augurio. Los caminos que él y Nadia han tomado van en diferentes direcciones y están a punto de entrar en una inevitable colisión. Es que en este espacio inhóspito (el segundo cordón urbano de la provincia de Buenos Aires, en zona sur), los sujetos que por allí deambulan parecen librados a su propia suerte. Y, sin la posibilidad de poder reconciliar esas diferencias que los separan, las criaturas del universo de José Celestino Campusano siempre parecen estar resignadas a entregarse a destinos trágicos, violentos. Atacar al cine de Campusano por el lado de lo poco creíble de los diálogos, o de la poca preparación de sus actores (Campusano suele utilizar actores no-profesionales, locales), es quedarse corto o no entender que esa misma falencia constituye una parte central en su obra. Casi como un tratado antropológico o sociológico en una obra que, película a película, ha ido conformando un corpus visceral, indomable y poco complaciente. Pero, no por eso, menos urgente, atendible y admirable. En el límite entre lo rural y lo urbano es por donde se mueven El Brujo y El Indio, dos veteranos de las huestes del metal que intentarán plasmar, de una vez y para siempre, ese anhelo de realización musical en un proyecto que combine heavy trash y tango llamado Fango. Ese límite geográfico también demarca la diferencia entre lo salvaje y lo civilizado, entre lo racional y lo pulsional, entre lo exótico y lo cotidiano; donde lo que se respira a diario es tensión, como si de una olla a presión se tratara. Porque Fango no es otra cosa más que un western, con sus antihéroes solitarios (atípicos, por supuesto), errantes, en busca de una paz que no hallarán en un espacio donde la ausencia de instituciones de cualquier tipo da lugar a rivalidades, encumbramientos y el despertar de lo reprimido. El Brujo debe lidiar con el secuestro de su mujer, tejiendo alianzas con seres de una moral por demás cuestionables, y Nadia, la secuestradora, debe lidiar con sus propios demonios y códigos, aferrándose a su propia idea de justicia. Y ambos, intentando hacer las cosas bien, no harán más que chocar, en un ineludible enfrentamiento final. Las imperfecciones del cine de Campusano (todas esas objeciones que los críticos bienpensantes insisten en remarcar: la no-profesionalidad de sus actores, sus diálogos rimbombantes, sus encuadres desprolijos) son, justamente, todo lo contrario: son una marca de estilo, decisiones estéticas que definen su forma de ver el mundo: perentoria y, por sobre todas las cosas, personal. Porque Campusano entiende que no hay otra manera de contar estas historias si no es embarrándose, metiéndose a fondo y comprometiéndose. Por ende, su lógica de trabajo es coherente y es, al mismo tiempo, una toma de posición política, dándole voz y cuerpo a los marginales, a los descastados, a los desplazados del sistema. Exigiéndole al espectador que no se acomode en la butaca sino, más bien, que esté listo para sumarse a ese mundo sucio e indómito. Un mundo que puede escupirle en la cara a su interlocutor, o bien brindarle una áspera caricia.
Terrorista del gusto Jay Sherman, para aquellos que no lo conozcan, era el protagonista de una serie animada que transmitía HBO hace unos cuantos años ya. Una serie producida por los creadores de Los Simpsons y cuyo eje giraba alrededor de la vida y la actividad laboral de este muchacho. La serie se llamaba, justamente, El Crítico. Y versaba sobre un crítico de cine malhumorado, cínico, mala leche, divorciado y con una hija adolescente, una hermana más joven y sus padres adoptivos. Cada capítulo contaba con una versión paródica de alguna película clásica o de estreno reciente. Jay Sherman era un tipo especial, con un carácter complicado (cuando no jodido), difícil de complacer y con constantes roces con personalidades de la industria cinematográfica. De la serie se desprendía la idea de que muchos de los reparos y críticas que Jay Sherman le hacía a las películas derivaban, en realidad, de sus complicaciones personales, de sus inseguridades y manías casi patológicas. La ópera prima de Hernán Guerschuny (redactor y editor de la revista especializada Haciendo Cine) se hace eco de las características de la serie norteamericana para construir a su personaje, Víctor Tellez (Rafael Spregelburd, cada vez más consolidado como actor de cine), un crítico vernáculo que lucha contra su soledad acumulando bártulos y porquerías varias en su departamento diminuto, discutiendo a diario con una sobrina amante de las películas de género (Tellez solamente gusta del cine de autor y, especialmente, de la nouvelle vague –incluso sus pensamientos, en un acertado recurso, son en francés-), lidiando con una ex novia, yendo a funciones privadas de prensa, a la redacción del diario para el que escribe y no mucho más. Y toda esa vida gris y escéptica se pondrá patas para arriba cuando conozca a Sofía (Dolores Fonzi), una joven algo alocada y afrancesada (Amelié style), cleptómana y con un acento bastante curioso. Tellez, que odia los clichés del cine de género, se verá sumergido cada vez más en todos y cada uno de los lugares comunes de la comedia romántica (en una puesta en abismo bastante interesante, muy influenciada por Charlie Kauffmann). Ahora, a diferencia de la serie animada, El Crítico no termina de funcionar en esta cruza de géneros. La película intenta ser ácida y punzante en su primera mitad para luego convertirse en una comedia romántica hecha y derecha, sin terminar de jugársela a fondo por el género. No funciona porque no termina de cuajar la química entre la pareja protagonista, porque la atención se diluye en subtramas poco atractivas (el director acosador y acomplejado; la sobrina que, en un primer momento, parecía ser un interés romántico y luego deviene en personaje dramático), porque muchos remates no tienen el timing necesarios para ser lo suficientemente graciosos. Y, finalmente, porque el chiste de la primera parte de la película es un chiste para entendidos, o para conocedores del ambiente de la crítica cinematográfica local, y esto es algo imperdonable dentro una comedia de género que, por lo general, suelen ser lo más inclusivas posibles. Habiendo dicho todo esto, la película no es necesariamente mala, porque los personajes están construidos de forma sólida (al menos Fonzi y Spregelburd) y por separado funcionan bien; algunos secundarios son simpáticos (sobre todo los críticos que acompañan a Tellez post-privadas) y varias situaciones están planteadas de forma original. El balance al que llegamos es que, a veces, la suma de las partes no da un producto acabado, pero eso no impide el disfrute. Y, sabiendo que esta crítica no es del todo favorable, casi que podemos escuchar a Tellez detectando todos los mecanismos y lugares comunes de quien escribe. No siempre se puede salir ganando. Ni filmando ni escribiendo.
MAISON D’ ÉLÉGANCE El Gran Hotel Budapest está compuesta por un relato dentro de otro, al mejor estilo de cajas chinas o las matrioskas, aquellas muñequitas rusas vacías por dentro que albergan otra muñequita y así sucesivamente; en tiempos diferentes y en capas que vamos desarmando de a poco, como si de una casa de muñecas se tratara. Frágil, delicada y siempre a punto de derrumbarse. Y nos evidencia que las historias perduran a través del tiempo, ya sea en un libro, un monumento, en las paredes de un antiguo hotel, o en la oralidad misma. Y que Wes Anderson pertenece a esa vieja tradición de story-tellers, que no importa qué o cómo o de quién se trate, donde lo primordial es (siempre) contar una (buena) historia. Gran Hotel Budapest es la historia de este monumento lujoso y escultural, un hotel ficticio alojado en un país imaginario que tuvo su gloria en los años treinta, en el período de entre guerras y que luego fue convirtiéndose en una ruina, aunque con algún destello de encanto que todavía conservaba. Un encanto burgués y aristocrático, decadente y elegante a la vez. En primera instancia nos cuenta la historia un escritor (Jude Law interpretando la versión joven de Tom Wilkinson) a quién le llegó este relato de manera casual y durante una cena, por medio del señor Moustafa (F. Murray Abraham), el dueño del hotel, que en su juventud solía trabajar de botones allí mismo (el joven Tony Revolori) y era el aprendiz predilecto de Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), un delicado y pícaro conserje, amante de las mujeres más ricas y ancianas de Europa. Monsieur Gustave era un individuo respetuoso y educado, amante de la poesía y de los buenos modales, un dandy en toda su expresión pero, como muchos personajes del universo andersoniano, es alguien que anhela pertenecer a una clase social o a un grupo para el que no fue destinado a formar parte (recordar al personaje de Owen Wilson en Los Excéntricos Tenembaums, o al de Jason Schwartzman en Rushmore). Monsieur Gustave y Zeta (Monsieur Mustafá de joven) se verán envueltos, a raíz del misterioso asesinato de una anciana (Madame D., amante de M. Gustave, interpretada por Tilda Swinton), en una serie de eventos desafortunados y disparatados. Casi como si de un cuento infantil de aventuras, pero para adultos, se tratara. Lo cual no quita que en este mundo ficticio, artificial e ingenuo, no exista la violencia, la malevolencia o la muerte. Pero estos elementos disruptivos están tratados con naturalidad, aceptados como parte constitutiva elemental del relato, sin restarle importancia pero sin devenir en algo que detenga el potente avance la historia, que todo se lleva puesto por delante. Incluido al espectador que, como en las mejores películas de Wes Anderson, se verá obligado a mirar varias veces la película para poder apreciar la totalidad del film. Con una puesta en escena obsesivamente impecable: desde el vestuario y la escenografía, quiméricos pero exquisitos, con detalles casi imperceptibles y una música que encaja a la perfección, este director, con una lucidez inigualable, nos introduce en un añorado pasado lejano que, más allá de las luces, las riquezas y el arte (y por qué no, el declive y el deterioro), también está teñido por la guerra que añade un elemento triste, melancólico. Esto es, un toque de luctuosa realidad que, a pesar de todo, no logrará opacar ni el brillo ni la aventura.
El Grito Hacia 1892 Evdard Munch escribió en su diario: “paseaba por un sendero con dos amigos -el sol se puso-, de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio -sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad-, mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.” Dos años antes, a su hermana le diagnosticaron un trastorno bipolar y fue internada en un hospital psiquiátrico. Y veinte años antes de eso, su madre y una hermana más pequeña morían de tuberculosis, a la vez que el trato con su padre empeoraba paulatinamente. A mediados de 1893 Munch exhibió por primera vez El Grito (Skrik), una pintura que mostraba a un hombrecito gritando, con un cielo rojizo de fondo y unos sujetos indefinidos detrás de él. Al día de hoy las conjeturas al respecto del motivo del grito siguen siendo eso mismo, puras especulaciones sin un sustento real, pero podemos intuir que la pintura responde al orden de la situación emocional de Munch. Pero también resulta curioso pensar que ese grito, al estar representado gráficamente, es un bramido mudo, sin sonido, por lo que se puede deducir que es una exclamación sin cuerpo, una queja ahogada, acallada, las ganas de pedir ayuda desesperadamente pero sin poder decirlo en voz alta, mirando fijamente al espectador. Gilderoy (Toby Jones) bien podría ser el sujeto retratado en el cuadro de Munch. Es un pequeño hombre gris, sin carácter, tímido, pero que lentamente se irá sumergiendo en sus propias fantasías y delirios reprimidos. Pero antes (siempre hay un antes) habrá un espacio, personajes y un conflicto. Y sonidos, que serán el detonante de ese grito mudo. Gilderoy, ingeniero de sonido de películas, es convocado al estudio Berberian Sound en Italia (donde toda la historia se desarrollará) por el productor Francesco Coraggio (Cosimo Fusco) para trabajar en la última película de Giancarlo Santini (Antonio Mancino), “El Vórtice Ecuestre”, película ficticia dentro de la película real cuya secuencia de créditos es recreada completamente en violentos rojos y negros al comienzo del film. Gilderoy, siendo muy hábil en su especialidad pero reservado hasta límites exasperantes, se deja manipular por el inescrupuloso productor y el libidinoso director, sumiéndose lentamente en una espiral opresiva y pesadillesca impulsada, mayormente, por las sugestivas imágenes violentas del film sobre el cual están trabajando y que, decisión nada casual, el espectador jamás verá. Vale aclarar aquí que la fantástica y desconcertante Berberian Sound Studio transcurre en los setentas y es un homenaje a las películas de terror italianas, al giallo más precisamente, y a sus directores, Mario Bava, Darío Argento, Lucio Fulci y tantos más. Pero el homenaje no recae tanto sobre el género o los nombres ilustres sino sobre una de las tantas características esenciales de este tipo de películas, esto es, sobre el doblaje en estudio (esto se debía, generalmente, porque muchos actores no eran necesariamente italianos, sino que provenían de todas partes de Europa) y la recreación completa de los sonidos (el tratamiento o la reconstrucción de sonidos en estudio se llama “foley”; en los años setentas, en Europa, era una técnica bastante común porque aún no estaba desarrollada o era muy costosa la tecnología necesaria para capturar sonido ambiente o directo). La película carece de música extradiegética, todo proviene del material que se está trabajando y perturbadoramente los audios se irán filtrando en la cabeza de Gilderoy, despertando sensaciones reprimidas y ocultas. Digamos que los gritos de las actrices, repetidos una y otra vez, casi como si se tratasen de una especie de mantra o de grito primario inquietante, encuentran la forma de llegar a la torturada mente de Gilderoy, llevándolo a un viaje enrarecido donde la ficción y la realidad se confunden, con ecos de Mullholland Drive e Imperio de David Lynch y de La Conversación de Francis Ford Coppola. Es que Gilderoy carga con sus propios demonios y traumas personales (mantiene una relación epistolar misteriosa, cuando no sospechosa, con su madre) y una vez sumergido en ese terreno de confusión y turbación se verá (y lo veremos) como el personaje de Munch, gritando, solo, y, paradójicamente, sin emitir sonido alguno.
El desprecio Los hermanos Coen suelen ser conocidos por ser algo menos que misántropos; tipos que disfrutan torturando o burlándose de sus criaturas, o de ponerlas en situaciones incómodas. Inside Llewyn Davis no es la excepción, pero se ha producido un pequeño cambio en su enfoque: ahora parecen querer seguir y abrazar a sus personajes, no importa si a continuación les van a dar una golpiza, humillarlos o abandonarlos, lo importante es que ahora quieren mirarlos de cerca y darles la oportunidad de brillar con luz propia (aunque sea solamente eso, la oportunidad). Llewyn Davis (Oscar Isaac) es un cantante folk que intenta hacerse un lugar en el Greenwich Village a principios de los sesenta, presentándose en los típicos bares de la escena neoyorquina, buscando desesperadamente la forma de sobrevivir sin tener que negociar su integridad artística, durmiendo en los sofás de amigos, mascullando y maldiciendo su suerte por lo bajo (y odiando/envidiando a otros músicos). En el cine de los Coen los personajes siempre parecen estar intentando esquivar más las inclemencias arbitrarias del guion antes que las eventualidades propias que se desprenden de la narración; por caso, ahí están esos embarazos no deseados que persiguen a Llewyn, la silenciosa (y escatológica) devolución que le hace su padre cuando Llewyn le canta una canción en el geriátrico, la dolorosa negativa que le da Bud Grossman (F. Murray Abraham) ante la posibilidad de conseguir un contrato discográfico, o la perdida de sus documentos personales por parte de su hermana, imposibilitándole tanto realizarse como músico profesional o como marino mercante. Puro capricho sádico de los Coen. Pero, por otro lado, cuando filman a Llewyn cantando y tocando la guitarra, el tiempo se detiene, el invierno interminable no es tan duro y le dan ese respiro que necesita, con ese brillo que él desesperadamente desea que tenga reconocimiento popular y que en realidad le es tan esquivo, casi tanto como ese gato que se queda sin hogar, que acompañará a Llewyn, que se perderá y que volverá a casa (ay, Ulises). Pero la crueldad, ese signo recurrente en los Coen, no llega a los niveles corrosivos de antaño, mostrando una nueva arista, optando por la empatía y acompañando al personaje en su fatigoso viaje en solitario, aunque no sin propinarle golpes y obstáculos (a veces innecesarios, sí), pero haciendo prevalecer su voz, ya gastada y cansada de luchar (vale resaltar ese viaje en auto a Chicago junto Rolad Turner y Johnny Five –John Goodman y Garrett Hedlund, respectivamente- figuras simbólicas del jazz, género que devendrá obsoleto, y del rock and roll, distante y sólo atento a sus propios designios). Finalmente, Inside Llewyn Davis es una hermosa pero dura postal y una oda en clave melancólica a todos aquellos miles (millares) de artistas que no logran llegar (¿quién sabe adónde?), que no consiguen el reconocimiento masivo y que luchan a diario contra las pequeñas, ordinarias e invisibles vicisitudes de la vida cotidiana.
Luchando por el metal Es inevitable la comparación de la remake de Robocop de José Padihla con la original de Paul Verhoeven: aquella supuraba y se regodeaba en la truculencia y la sordidez propias del director holandés (Total Recall, Basic Instinct, entre otras) logrando crear un clásico de culto instantáneo que se destaca aún hoy en día por su mordacidad y ferocidad. Pero, oh sorpresa, esta nueva versión brilla con luz propia gracias a la redirección de las críticas políticas implícitas del relato original. Padihla y su pulso narrativo, que apunta a lo social (recordar Ônibus 174 y Tropa de Elite, por ejemplo), logra que esta remake tan resistida salga bien parada gracias a pequeños (pero precisos) apuntes. Por supuesto que en los tiempos que corren ya no se le puede pedir a un mega-tanque-hollywoodense que haga uso y abuso, como sucedía en la original, de imágenes explícitas, casi gore (la famosa y aún escandalosa escena del asesinato del oficial Alex Murphy), sexuales (las prostitutas de lujo o la falta de sexualidad) o violentas (consumo de drogas sin juicios morales). Pero en su momento a Verhoeven le dieron luz verde para avanzar con un proyecto menor que no estaba destinado a convertirse en clásico. No es lo que sucede con esta remake, que necesita eliminar todos estos elementos para poder ampliar su alcance. Pero Padihla, astuto, logró imponerse y mantener algunos componentes (casi esenciales, diríamos) y resignificarlos, o actualizarlos, al menos. A lo largo del relato se verán algunos fragmentos de un falso programa político (que a su vez funcionan como separadores entre escenas y momentos clave) conducido por Pat Novak (Samuel L. Jackson), un rabioso presentador televisivo republicano que aboga por la derogación de la Ley Dreyfuss, que prohíbe el uso de robots, o drones, como les llaman, en territorio norteamericano, por su falta de humanidad y sensibilidad a la hora de resolver conflictos (no así en el extranjero, en medio oriente, por ejemplo, donde una operación militar estándar desemboca en masacre). Esto motivará que el CEO de Omnicorp (la empresa fabricante de drones), Raymond Sellars (un pasado de rosca y divertidísimo Michael Keaton), desarrolle una estrategia de marketing que revertirá la opinión pública en favor de sus productos, esto es, introduciendo a un humano dentro de uno de sus robots. Aquí la película dejará de lado, por un momento, las notas políticas para centrarse en la vieja discusión cartesiana: la dicotomía entre mente y cuerpo. ¿La mente gobierna al cuerpo o el cuerpo gobierna a la mente? ¿Puede un cuerpo subsistir sin mente? ¿O viceversa? La escena más aterradora y ejemplificadora de esto es aquella donde el Dr. Dennet Norton (Gary Oldman) le muestra lo que quedó de su cuerpo, luego de una terrible explosión, a Alex Murphy (Joel Kinnaman): una cara, una mano, dos pulmones y un poco de cerebro. En este punto, Murphy, el futuro Robocop, sólo es mente, recuerdos y emociones sin vehículo, entidad pura, no física. Pero, su propia entidad, mantenida con vida gracias a la tecnología, también es endeble a la manipulación de la ciencia; y aquí entra en juego otro dilema filosófico: el libre albedrío (“the illusion of free will”). Murphy es un humano dentro de una máquina pero sus emociones no lo hacen tan efectivo como un dron, por lo que el Dr. Norton suprimirá lentamente cualquier atisbo de humanidad en pos de obtener un mejor rendimiento del robo-policía. Estos conflictos morales y filosóficos, sin embargo, encontrarán una solución ramplona y edificante (la familia, madre de todas las instituciones, será el lugar donde todas las dudas quedarán despejadas). Pero la crítica política prevalecerá, porque la empresa Omnicorp, a pesar de la muerte de su CEO en un polémico tiroteo, habrá instalado la idea o la necesidad de un héroe mitad hombre, mitad máquina en la sociedad. Es así que Padihla logra filtrar una resolución incómoda al deslizar la idea de que las corporaciones tienen más peso que el estado y que los medios forman la opinión popular. Y, sin llegar a la altura de la original (es probable que en unos pocos meses nos olvidemos de esta película), esta remake, que no deja de ser un blockbuster, al menos tiene una opinión política formada y eso, en el pobre panorama actual del maistream hollywoodense, es algo para agradecer y valorar.
¿Lobo está? Entre fines de los ochenta y principios de los noventa, la agencia de corredores de bolsa Stratton-Oakmond, dirigida por Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) y secundado por Donnie Azoff (Jonah Hill), facturó millones de dólares que amasaron inescrupulosamente usufructuando los recursos económicos de miles y miles de trabajadores norteamericanos. ¿Qué hacían con este dinero? Bueno, además de llenarse de obscenos lujos materiales, se atiborraban de drogas, prostitutas y realizaban verdaderos festines dionisíacos. Jordan Belfort, el protagonista de El Lobo De Wall Street (un DiCaprio jugado a fondo, como pocas veces puede verse en una estrella de semejante tamaño), es un híbrido, una mixtura, entre Henry Hill (Ray Liotta en Godfellas), Sam Rothstein (Robert DeNiro en Casino) y Jake LaMotta (Robert DeNiro en Raging Bull). Un híbrido desaforado, descontrolado y aún más salvaje, si esto es posible, que lo único que quiere es dejar de ser un don nadie, un desconocido, un pobre trabajador de la clase media. La fascinación por el poder, el sexo, las drogas y las cosas materiales son el motor que lo mantiene en movimiento. Pero también serán su perdición, como ya ocurriera con otros personajes del universo scorsesiano. Como en sus mejores películas y épocas, Scorsese -que acusa setenta y un años pero filma como si tuviera treinta- vuelve a contar un relato de ascenso y caída dentro de un mundo por demás ambiguo y moralmente dudoso. Todo narrado frenéticamente, al frente de un tren desbocado y desbordante de cocaína, mujeres rápidas y desenfrenos de todo tipo, con cortes abruptos, montaje nervioso y febril y un descaro que ya no suele verse en el Hollywood maistream. Una fiesta amoral y políticamente incorrecta. Y divertidísima, por supuesto, para que negarlo. Que se aproxima de tal forma a su objeto de estudio que pierde la distancia prudente para poder diferenciar lo bueno de lo malo. El espectador, a sabiendas de lo espurio, del daño que se está cometiendo en cada fiesta, orgía y celebración, no puede evitar querer ser partícipe de esos bacanales lujuriosos. He aquí el valor de la obra de Scorsese, la de presentar personajes difíciles de aceptar en la vida real, cuando no repulsivos (sus características principales suelen la egolatría, el egoísmo, el hedonismo, la violencia), pero sumamente atractivos en la ficción. Hay dos escenas puntuales que marcan lo difícil de digerir y procesar a un tipo como Belfort. En la primera, durante una de las tantas celebraciones en la oficina, Belfort le ofrece diez mil dólares a una secretaria para que se rape la cabeza delante de todo el staff, a la vez que hacen su entrada enanos, prostitutas y todo se vuelve, cuanto menos, caótico, lascivo y concupiscente. La secretaría se corta el pelo a sí misma de forma humillante y lastimosa, mientras a su alrededor todo se va al diablo, literalmente. La escena empieza con tono de comedia y rápidamente se va deformando hasta perder el sentido. La segunda escena que define a Belfort también transcurre dentro de la oficina, y en esta oportunidad, mientras hace el anuncio de su renuncia encara un discurso casi épico, una declaración de sus principios retorcidos. La escena llega a niveles emotivos que tocan una fibra sensible en el espectador y uno no sabe si emocionarse o enojarse con esta gente, si entenderlos o reprenderlos. Y es en este registro donde se mueven las tres horas de película, entre el desmadre (hay una escena antológica donde Belfort y Azoff ingieren unas pastillas vencidas que es digna del mejor humor slapstick y que recuerda a Pánico y Locura en La Vegas), la crítica política solapada (que la hay, aunque los detractores de la película no puedan o no quieran verla) y el humor más ácido, escatológico y lisérgico (no se puede no mencionar la breve, delirante e intoxicada participación de Matthew McConaughey). En definitiva, he aquí la verdadera nueva comedia política del siglo XXI.
Esto no es una crítica Después de darle muchas vueltas al asunto y no encontrar el lugar desde donde encarar esta nota, finalmente opté por usar la primera persona, cosa de la cual no soy partidario ni me genera fervor, pero no tuve más alternativa dado lo subjetiva de mi posición. Aclaro, para los que vayan a leer las siguientes líneas, que voy a contar algunos detalles puntuales, y otros no tanto, de la película en cuestión. Fui al cine un domingo a la tarde, acompañado por mi primo Luciano, nos ubicamos en la fila cinco, bastante al centro, buena posición, aire acondicionado, vaso gigante de gaseosa. Pasó una hora de película y los enanos, el hobbit y el mago, que venían de una larga travesía que había comenzado en otra película, estaban metidos dentro de una montaña, un bosque o algo así, y me quedé dormido profundamente. Me desperté sobresaltado una hora después y vi que los enanos, el hobbit y el mago seguían metidos y perdidos dentro de una montaña, un bosque, o algo así. Entonces le pregunté a mi primo qué es lo que me había perdido y me dijo que habían aparecido algunos elfos, unos orcos, y pocos bichos más. De repente, apareció el dragón en pantalla, hubo un duelo verbal, una disputa y la película terminó. Así, de golpe y porrazo, con la promesa de una continuación. Habiendo leído El Hobbit, aquel simpático librito de aventuras que Tolkien publicó en 1937, se me hace cuesta arriba toda esta nueva trilogía de Peter Jackson, aquel genio que con dos mangos creó magníficas películas, por caso Bad Taste o Braindead. O sea, para ser claros, el tipo convirtió una sencilla historia de aventuras, que bien se pudo haber adaptado en una sola película, en tres películas de tres horas de duración cada una. Como que es mucho, ¿no? Sucede que la solemnidad, lo protocolario y lo ceremonioso se han adueñado del espíritu de esta adaptación. La sumatoria de excesivas subtramas, personajes ignotos (¡que ni siquiera aparecían en el libro!) y las constantes referencias a la oscuridad que se avecina, hace que todo sea pesado, denso, impidiendo el goce, incluso calcando conceptualmente a la saga de El Señor de los Anillos, es decir, la idea del viaje como metáfora de maduración, de descubrimiento interno. Pero todo, lamentablemente, es como una fotocopia mal hecha, ya que los personajes están desdibujados, difusos, como la sombra/humo de ese proto-Saurón. Pero, es justo decirlo, vale rescatar al gran Martin Freeman, que en los pocos momentos que le son concedidos hace vibrar la pantalla; no pasa lo mismo con sir Ian McKellen que se lo ve algo deslucido, apagado, ni con ninguno de los trece enanos, que jamás logran conjurar una sonrisa o algo que pueda hacer que los recordemos una vez finalizada la película. A todo esto, tengo que hacerme cargo de que es poco serio (o poco ético, si así lo prefieren aquellos lectores más dramáticos y extremistas) hacer una crítica de El Hobbit habiéndome echado una regia siesta en la mitad de la película, pero eso no le resta importancia a mi opinión ni me disminuye como espectador, pero antes de empezar a escribir esta nota me pareció que era bueno que aclarara cuales fueron las condiciones en las que vi dicha película y que no la había visto entera y que no pienso volver a verla hasta que la den en cable. Momento en el cual me dispondré a verla en una cómoda posición para repetir la gran siesta a la cual Peter Jackson me indujo.