La princesa que quería vivir
Si se trata de un biopic circunscripto a los tres últimos años de la vida de Lady Di, Diana, de Oliver Hirschbiegel, es algo así como la ilustración prolija de una lectura veloz en Wikipedia sobre la vida de la princesa (del pueblo). Esto no es La caída, del mismo director, filme un poco más complejo acerca del final de Hitler y su imperio delirante; en Diana no hay ningún dato revelador, ni siquiera una hipótesis sobre su muerte.
Para aquellos que no tienen cierta debilidad por la vida de la realeza británica, probablemente será una novedad el romance que la princesa tuvo en la clandestinidad con un cirujano pakistaní llamado Hasnat Khan. Esta historia de amor es el centro de la película. El otro amante (egipcio), más conocido, es Dodi Fayed, que murió con la representante real de los cockney en un accidente automovilístico en París el 31 de agosto de 1997. El modo como Hirschbiegel imagina el anuncio de la macabra noticia es uno de los pocos logros del filme (otra escena simpática es cuando la princesa descubre el jazz).
El lugar común no se conjura jamás. Desde el enamoramiento a la primera noche de sexo con Hasnat, de la princesa descubriendo su sensibilidad social hasta su apogeo como dama de las causas nobles de la humanidad, pasando por alguna salida nocturna y una comida en casa, todo resulta de menú cotidiano de las costumbres. No hay otra forma de normalizar e igualar a los miembros de la corona que apelando al kitsch.
Extraña seducción global cosechan las películas sobre la monarquía inglesa o sus más férreos representantes en el parlamento: ya vimos la vida de una reina, de un rey tartamudo, de una estadista neoliberal convertida en santa y ahora de una joven princesa que quería vivir.
Es hora de filmar la vida de un villano de la corona. ¿Quién podría filmar el biopic de Carlos de Gales? El toque sarcástico de Shakespeare será inevitable, y no estaría mal que el gran Terence Davies contara esa historia.