Diario de un seductor

Crítica de Maria Marta Sosa - Leer Cine

UNA PELÍCULA DE ACCIÓN

Diario de un seductor es una película para un personaje, ambientada en los años ´50 en Puerto Rico, roza los problemas sociales y económicos de la colonia norteamericana, para centrarse un periodista que llegará a trabajar en el diario local.

Diario de un seductor (The Rum Diary) cuenta el tránsito de Paul Kemp (Johnny Depp) de vivir una existencia tediosa a otra donde configura su identidad como periodista, escritor, amante. Lo interesante es la manera en que la puesta en escena da cuenta de este cambio del personaje a lo largo de la totalidad del metraje. El movimiento está indicado desde todo lo que componen los primeros (y todos) los planos de la película. La banda sonora nos acaricia los oídos (no solo aquí sino toda la película) colaborando con ese movimiento, desde la primera escena, con Dean Martin interpretando Volare (Nel Blu Di Pinto Di Blue), mientras un avión celeste planea sobre un cielo pintado del mismo color. El vaivén del aeroplano es el mismo que Paul Kemp asumirá con su cuerpo, un tanto por tanto ron que bebe, otro por el mar que rodea a Puerto Rico, otro por su poco compromiso con su vida, con sus proyectos, con sus deseos, hasta que se produzca aquel cambio. Paul se traslada dentro de la isla en el auto de Sala, su colega del San Juan Star, un Fiat 600, que tienen que empujar para que arranque. El impulso para que Paul deje de ser un novelista que no logra hacer que lo lean, un periodista que no consigue su primera plana, un hombre sin una mujer a quien amar, lo recibe de su interior. Toda esa movilización externa se encausa para llamarle la atención a Paul sobre su indefinición en la vida.
Paul se ve tentado por una oferta tanto económica como laboral que lo podría sacar del precario cuarto donde convive con Sala y Moberg (Giovanni Ribisi). Pese a la prosperidad que acaricia su ambición no se despierta. Esa propuesta sirve de espejo para que Paul comience a encontrarse y actúe.
El vestido rojo de Chenault (Amber Heard), que Paul le elige para el carnaval (descontrol, festejo, exceso, previo al tiempo de “guarda” cuaresmal), hace de detonador. Nunca antes se ha visto un color tan fuerte. Toda la puesta en escena se compone con colores claros. Los puntos más álgidos se los lleva el color celeste: el mar con un tono perfecto, el avión, el auto de Sala, pero siempre dentro de una armonía clara. El rojo del vestido irrumpe con fuerza. Chenault da vueltas sobre sí misma probándose varios vestidos, le pide a su invitado que de su opinión, Paul la mira sentado en un sillón, quieto, intentando frenar el trompo, agarrándose aunque sea de los vaporosos géneros de las prendas, pero Chenault baila, nada desnuda, bucea, es una mujer de acción y hasta que Paul no salga de su quietismo no van a encontrarse. Hay un primer intento, fallido, ella lleva el vestido negro; una segunda oportunidad donde las cosas se complican, con el dichoso rojo; llamativamente es cuando ella elige el blanco cuando se suscita el cambio. Es que ese color le dará a Paul la claridad para encontrar su lugar, el ímpetu para intentar salvar al diario de los intereses que desean destruirlo, la inspiración para escribir y la seguridad para seguir su camino, aquel que encontró allí, en una isla sostenida por el vaivén de un mar calmo y cristalino.