GOLPEANDO A LAS PUERTAS DEL CLERO En primera plana aborda uno de los temas más polémicos de los últimos tiempos: la pedofilia y los abusos en la Iglesia Católica. Con elegancia y una potente puesta en escena Tom Mc Carthy narra el proceso de una investigación de abusos en Boston. Tom Mc Carthy, director y uno de los guionistas de En primera plana asume uno de los primeros problemas de la reflexión teológica y filosófica: el conocimiento versus la fe. Esta cuestión atraviesa la historia del pensamiento desde los orígenes de ambas ciencias, ha motivado Concilios, Encíclicas, todo tipo de publicaciones hasta tener en esta película una interesante propuesta cinematográfica. Uno de los grandes fuertes de Mc Carthy es la puesta en escena. La decisión del realizador de entregar su guión a potentes actores como Michael Keaton, Mark Ruffalo, Rachel Mc Adams, John Slattery, Stanley Tucci, Liev Schreiber, Brian d’Arcy James para que representen la parte de “conocimiento” del binomio planteado anteriormente es uno de los aciertos. El grupo de periodistas del Boston Globe se mueve en el edificio donde funciona la redacción de Spotlight, ese reducto de periodismo de investigación de donde saldrá el escandaloso informe de los casi cien curas pedófilos revelados en su artículo. Los espacios interiores (así como el vestuario de los personajes) parecen amalgamados con la austera estética del diario, ambientes con pocos colores, sobrios, sin mayores protagonistas que los antiguos monitores de tubo y los indispensables teléfonos de línea en cada escritorio. La parte trascendente del binomio presenta algunos problemas: ¿cómo mostrar la fe que aparece quebrantada por la acción delictiva de estos curas que abusaron sistemáticamente de los niños y niñas de esa ciudad (y no sólo de esa ciudad y no sólo niños y niñas)? Las pocas escenas en exteriores que representan la búsqueda de testimonios, la salida a la luz de los delitos que fueron tapados, camuflados, negados por la Iglesia y la justicia. Sacha Pfeiffer (Rachel Mc Adams) entrevista a una de las víctimas en las afueras de la ciudad, se encuentran en un bar pero ante la incomodidad que surge de la violencia de lo que le relata el testigo, deciden salir. Se sientan en una plaza para continuar el diálogo y detrás de ellos se ve una iglesia. Ladrillos, puertas cerradas, una cruz. Ese símbolo salvador acá está aniquilado, aquí la Iglesia no salva y está demostrado en la puesta en escena. En otra oportunidad, Sacha acompaña a su abuela a una Misa, plano de ellas sentadas escuchando el sermón, contraplano del cura que dice (equivocado, como la mayoría de las homilías por la deficiente formación del clero) “conocimiento es una cosa fe es otra”. San Anselmo de Canterbury entre el 1077 y 1078 escribió el Proslogion, en el final de su primer capítulo reconoce las dificultades para encontrar la imagen de Dios en él. El ser del hombre, según Anselmo, está deteriorado por la acción de los vicios, por el pecado, en categorías contemporáneas por el límite humano, por esa corrupción, esa humildad, con la que fuimos creados. El capítulo termina con el famoso círculo anselmiano que surge del deseo de comprender la verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que el corazón de Anselmo cree y ama: “creo para llegar a comprender, creo, en efecto, porque si no creyere, no llegaría a comprender”. Los casos de abuso motivaron que Benedicto XVI pidiera disculpas públicas y quitase a los curas la eximición del juicio penal por delitos como este. En primera plana no ahonda en lo que representó para la Iglesia la exposición pública de estos casos pero retrata con certeza lo que provoca un delito como el abuso cometido por un cura en un niño y los manejos internos que corresponden más a una multinacional que a una institución salvadora. La investigación del grupo de periodistas de Spotlight es un ejemplo del problema que planteaba Anselmo, son tristes, condenables y devastadoras las categorías contemporáneas que adquieren esos vicios y corroboran la vigencia de que cuando un hombre no sale de sí hacia el otro con amor, sólo se encamina a la destrucción. La narración pone la fe en el ejercicio del periodismo. La otra fe en la polaridad “conocimiento” y “fe”, no está profundizada y eso quizá sea el punto débil de la película, porque encaminados en la comprensión de la realidad humana y de la trascendencia, esa fe, esa fidelidad puede enfrentar reformas y poner luz sobre la oscuridad. Y esto es en definitiva lo que movió a esos periodistas: el deseo de verdad que sus corazones creen y aman.
LA GRACIA CARA Un concepto del pastor y teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, de su obra El precio de la gracia, sirve de título para esta nota sobre Omisión (2013), película del realizador argentino Marcelo Páez Cubells. La asociación se justifica por analogía: Bonhoeffer ejerció como pastor y teólogo, pertenecía a la iglesia confesante alemana, su pensamiento y acciones han sido importantes para la teología contemporánea, su vida de coherencia y seguimiento lo llevó al encarcelamiento en 1943 y a morir ejecutado en 1945 por oponerse activamente a Hitler. Su importancia histórica le valió Agente de gracia (Bonhoeffer: Agent of Grace 2000) un film de Eric Till coproducido por Canadá, Alemania y Estados Unidos, inspirado en su biografía, que merecería ser visto para dialogar con Omisión. En Omisión el padre Murray (Gonzalo Heredia) aparece como si estuviera preso de sus decisiones. Él consagró su vida a Cristo con el sacerdocio pero la manera en la que vive su entrega tiene características que coinciden con una mirada casi luterana de la gracia, es decir un punto de vista en donde el hombre por sí mismo no puede hacer nada para divinizarse. En una escena situada en el nudo del relato, Murray persigue a un penitente que le ha confesado asesinatos, quiere entrar a una casa en la que presume que su penitente va a matar a alguien. Como si fuera prisionero de una cárcel, se agarra de los barrotes de la reja de una ventana y su cuerpo adopta esa gestualidad harto vista en el cine de ir y venir tomado de los barrotes, como si la fuerza ejercida sobre ellos fuera a abrirlos para poder pasar y liberarse. Ese plano medio muestra su sensación para con el ministerio (sacerdocio) que debe ejercer y aquí tiene lugar la relación con el otro pastor alemán. Murray cae en lo que el otro pastor llama la gracia barata. La gracia es el don que Dios hace de sí mismo y el efecto de ese don en el hombre. Es una relación, un encuentro, una ruptura de espacios estancos en los que lo divino y humano permanecerían incomunicados. Ese compartimento estanco está representado en Omisión por el confesionario. Allí acude el penitente para que el sacerdote oficie de médico no de juez, médico en el sentido de que ayude a sanar ese vínculo dialogal que se ha roto, para que lo guíe hacia la ruptura del compromiso con la situación del mal, haciendo que se descentre de sí mismo y se libere de lo que lo esclaviza. Todo esto no lo cumple Murray, ya que él está ensimismado, olvida que los pecados no se le confiesan a él como hombre (sino a toda la comunidad-iglesia a Dios) y ejerce como juez. Murray se mueve en la lógica de la gracia barata ya que olvida que el seguimiento sin Jesucristo la elección personal de un camino, se vuelve algo ideal, quizá martirial, pero un camino que carece de promesa. La llamada al seguimiento debería crear una existencia nueva (gracia cara), si es encaminada al martirio que sea haciendo honor a lo que la palabra misma significa: testigo. Que la muerte sea la del hombre viejo, dando paso al hombre nuevo, pero no una instancia que clausure el ser y no lo catapulte a una eternidad en esplendor.
PREPARADO PARA LA LUZ La reconstrucción es una de las mejores películas estrenadas en el año, habla de un director argentino que entiende qué debe hacer con los elementos específicos del cine para conmover al espectador y hacer con grandeza su trabajo. Eduardo (Diego Peretti) recorre el pasillo de su casa hasta llegar a un cuarto cerrado. Arriba de la puerta está la llave que abre ese espacio físico (y más allá de lo físico) donde tiene que entrar para buscar un bolso para acudir al llamado de un amigo. La potencia condensada en los pasos, en la mirada, en los gestos del actor, hacen que ese ingreso conmocione a quien lo mira. La puesta en escena destaca un pañuelo femenino prolijamente colgado entre los trastos viejos. Eduardo parece más abatido de lo que lo hemos visto hasta aquí. Necesita apoyarse sobre los objetos, es como si algo lo sepultara más, como si el peso más grande que pueda afrontar un hombre se duplicara o triplicara en intensidad. Esta brillante y emotiva escena condensa la descripción del personaje que Juan Taratuto, director de La reconstrucción, comenzó a narrar desde el inicio de la historia. Su película parece estructurarse en tres escenas núcleo que aúnan la carga emocional primero de Eduardo, luego de Eduardo, Andrea (Claudia Fontán) y Mario (Alfredo Casero) y finalmente de Eduardo, Andrea y sus hijas. Taratuto lleva a su protagonista por un camino con desnivel, que sube hasta el límite humano donde la angustia no tiene más lugar y obliga a crear una salida. Las decisiones del director-autor y de su colaborador autoral (Peretti quien ya nos tiene acostumbrados a textos impecables con Los simuladores) son exactas. La construcción del off mediante sonidos, objetos que pasan de un campo a otro, miradas, hace que La reconstrucción sea hasta aquí el estreno del año. Pero volvamos a esas escenas núcleo. La segunda. A ella llegamos conociendo más a Eduardo, valorando su gesto de ayuda para con su amigo Mario, pese a ese mundo interno que lo mantiene anulado, casi tapado por la mugre (la de su cuerpo, la de su ropa, la de algunas de sus actitudes poco fraternas), quizás a salvo, de la (otra) muerte. Si nos parecía que Taratuto no podía conmocionarnos más que con aquella entrada al cuarto en la casa de Eduardo, nos equivocamos. Todos los elementos del cine al servicio de la sensibilidad del director hacen que duplique esa emoción antes experimentada. Como si estuviésemos en un melodrama de Douglas Sirk la banda sonora combustiona con las interpretaciones de Peretti y Fontán para declarar nuestro colapso. El plano general forzado de manera que contiene a los personajes y a su entorno pero que nos permite el detalle de su rostro, de su gestualidad sumado al off que invade el campo provocando un impacto en la vida de los protagonistas tan fuerte e intenso como el miedo más humano. Todo administrado por Taratuto con ondas expansivas cuyo epicentro no deja de irradiarnos. La reconstrucción es la historia de la búsqueda de la identidad de Eduardo, una construcción desmoronada por la muerte. Es el camino de un hombre que ha fracasado, que se ha topado con el límite humano, que ha sido “bloqueado” por ese sin sentido. Este recorrido nos lleva a la última de esas escenas. Previo a este punto, un cambio radical en la puesta en escena: hay más luz (desde la fotografía y desde todos los aspectos fílmicos). Hay un cuerpo que se baña y otro que acaricia, gestos de solidaridad, de cuidado por el otro y por sí mismo. La llegada a esa hermosa escena será de la manera que Eduardo arribó a todos los puntos de su itinerario: con su camioneta. Este dato concreto habla de otro acierto: el uso correcto del símbolo. Serán varios los intentos de apuntalar a ese ser, pero el interesado deberá consentir ese nuevo destino, deberá estar preparado para la luz. Así llega el protagonista a esta última escena núcleo donde con un gesto humano se encuentra física y metafísicamente consigo mismo y con los otros.
EL JUEGO DE LAS MÁSCARAS Parker soprende por su trabajo con los personajes. Es más que una más de Statham. Taylor Hackford, director de Reto al destino, nos dice que tiene un estilo propio para narrar sus historias y eso se vuelve el aspecto más valorable de su nueva película. Parker comienza con una secuencia atractiva. Una feria/parque de diversiones donde los colores, gritos, apuestas, emociones, disfraces, forman un juego gigante que invita a apostar por lo que no es. Taylor Hackford, director de la película, nos sitúa en lo que será todo el correr de su narración: una tómbola de personajes que se mueven en esa apuesta entre lo que son y lo que no. Recordemos que Hackford no es la primera vez que se muestra atrapado por esta dinámica de roles, ya en Reto al destino (An Officer and a Gentleman) el uniforme de Zack Mayo (Richard Gere) definía la identidad del protagonista, quien terminaba contrayendo matrimonio revestido con sus ropas oficiales para consolidarse ante su amada como oficial y caballero, resolviendo de manera perfecta la tensión entre esos dos polos que lo gobernaban en la vida. Ahí se terminaba de configurar el personaje en una unidad coherente, sin dualismos reduccionistas. En Parker vuelve a perfilarse esta dualidad de los personajes desde su vestuario. Parker (Jason Statham) y su banda de asaltantes se infiltran en una kermese disfrazados para asaltar la recaudación del fin de semana. Parker llega a la feria como si fuera un sacerdote, muy parecido a Richard Chamberlain en El pájaro canta hasta morir (The Thorn Birds); ingresa sin dificultades, gana un peluche en un puesto de puntería para una niña y llega a la oficina donde recaudan el dinero. A todo esto, los demás miembros de la banda, mezclados en el desfile de payasos y entre la gente, se preparan para asistir el golpe y robar el botín. Mientras el grupo reduce a los que trabajan en el interior del despacho y cargan sus bolsas con el dinero, Parker desliza unas líneas dignas de atención: dice que no mata, que no roba a los que no tienen. Todo esto declamado como si el disfraz elegido para perpetrar el asalto lo hubiese dotado de principios de justica y equidad. El juego ya empezó. En el transcurso del relato Parker encontrará a Leslie Rodgers (Jennifer Lopez), una socia que también se viste para jugar a ser otra en la vida. Ella es una agente inmobiliaria que quiere tener eso que muestra a los millonarios compradores de mansiones de Miami. Desea ser la mujer de uno de esos señores que disponen de las personas como de los billetes. Lleva trajes de “señora” para que no vean que en realidad es una mujer separada, llena de deudas y que vive en una casa normal junto a su madre. Una cosa es jugar el rol, otra es confundir el juego con la vida y dejar de ser auténtico. El logro de la película es hablar de esta doble dimensión fenomenológica de las personas. Que desde su definición juega con lo que se percibe de la persona y con su subsistente último. En las tragedias griegas el prosopon era la máscara que usaban los actores para representar los distintos personajes. De ahí el aspecto percibible de la palabra persona. La tradición latina utilizaba otro término que refería a la sustancia personal de cada uno. Así llegó a nosotros la categoría de persona, uniendo dos tradiciones y refiriendo a dos modos distintos de decir lo mismo. Parker, Leslie, Zack Mayo nos hablan de esas caretas en cuanto personajes pero todos confirman que siempre hay un sustrato último de las personas que nos hace abandonar el juego y vivir la alteridad auténticamente.
UNA PELÍCULA DE ACCIÓN Diario de un seductor es una película para un personaje, ambientada en los años ´50 en Puerto Rico, roza los problemas sociales y económicos de la colonia norteamericana, para centrarse un periodista que llegará a trabajar en el diario local. Diario de un seductor (The Rum Diary) cuenta el tránsito de Paul Kemp (Johnny Depp) de vivir una existencia tediosa a otra donde configura su identidad como periodista, escritor, amante. Lo interesante es la manera en que la puesta en escena da cuenta de este cambio del personaje a lo largo de la totalidad del metraje. El movimiento está indicado desde todo lo que componen los primeros (y todos) los planos de la película. La banda sonora nos acaricia los oídos (no solo aquí sino toda la película) colaborando con ese movimiento, desde la primera escena, con Dean Martin interpretando Volare (Nel Blu Di Pinto Di Blue), mientras un avión celeste planea sobre un cielo pintado del mismo color. El vaivén del aeroplano es el mismo que Paul Kemp asumirá con su cuerpo, un tanto por tanto ron que bebe, otro por el mar que rodea a Puerto Rico, otro por su poco compromiso con su vida, con sus proyectos, con sus deseos, hasta que se produzca aquel cambio. Paul se traslada dentro de la isla en el auto de Sala, su colega del San Juan Star, un Fiat 600, que tienen que empujar para que arranque. El impulso para que Paul deje de ser un novelista que no logra hacer que lo lean, un periodista que no consigue su primera plana, un hombre sin una mujer a quien amar, lo recibe de su interior. Toda esa movilización externa se encausa para llamarle la atención a Paul sobre su indefinición en la vida. Paul se ve tentado por una oferta tanto económica como laboral que lo podría sacar del precario cuarto donde convive con Sala y Moberg (Giovanni Ribisi). Pese a la prosperidad que acaricia su ambición no se despierta. Esa propuesta sirve de espejo para que Paul comience a encontrarse y actúe. El vestido rojo de Chenault (Amber Heard), que Paul le elige para el carnaval (descontrol, festejo, exceso, previo al tiempo de “guarda” cuaresmal), hace de detonador. Nunca antes se ha visto un color tan fuerte. Toda la puesta en escena se compone con colores claros. Los puntos más álgidos se los lleva el color celeste: el mar con un tono perfecto, el avión, el auto de Sala, pero siempre dentro de una armonía clara. El rojo del vestido irrumpe con fuerza. Chenault da vueltas sobre sí misma probándose varios vestidos, le pide a su invitado que de su opinión, Paul la mira sentado en un sillón, quieto, intentando frenar el trompo, agarrándose aunque sea de los vaporosos géneros de las prendas, pero Chenault baila, nada desnuda, bucea, es una mujer de acción y hasta que Paul no salga de su quietismo no van a encontrarse. Hay un primer intento, fallido, ella lleva el vestido negro; una segunda oportunidad donde las cosas se complican, con el dichoso rojo; llamativamente es cuando ella elige el blanco cuando se suscita el cambio. Es que ese color le dará a Paul la claridad para encontrar su lugar, el ímpetu para intentar salvar al diario de los intereses que desean destruirlo, la inspiración para escribir y la seguridad para seguir su camino, aquel que encontró allí, en una isla sostenida por el vaivén de un mar calmo y cristalino.
UN HOMBRE VALIENTE La suerte en tus manos, la nueva película de Daniel Burman se posiciona como la mejor de toda la filmografía del director argentino. En esta oportunidad, el realizador ofrece una nueva lectura de todos los temas que ya son marcas propias de su cine. Uriel (Jorge Drexler) expone sus dudas al Dr. Weiss (Luis Brandoni) acerca de la vasectomía a la que desea someterse. La presentación de nuestro protagonista es en un plano medio, corto, se ve una pequeña referencia del Dr. Weiss, todo el resto lo ocupa el cuerpo de Uriel, o su abundante discurso, lleno de elucubraciones, confesiones, reafirmaciones existenciales. Lo notorio de esta introducción es el montaje, el paso de plano a plano es mediante corte sobre el eje. Este tipo de enlace es llamativo, al principio puede resultar poco armónico, en las antípodas de una concepción clásica de cine, pero cobra importancia y atino al final de La suerte en tus manos. En ese despliegue verbal Uriel se oculta, encubre su temor a formar una nueva familia (ya tiene dos hijos), a encontrar una relación que lo descubra. Toda la película está atravesada por la tensión que Daniel Burman, director y co-guionista, arma entre los pares opuestos verdad-fin de la vida y azar-mentira. En hebreo, emet, verdad, conlleva un aspecto dinámico, una acción de sustento, de protección para que algo no se quiebre, no se caiga. Para pensar el fin de la vida, aquello a lo que tiende todo lo que existe o acontece, tenemos que realizar una prolepsis hasta Grecia, donde lo pensaron todo, allí este concepto aparece relacionado a alguna cosa que nos sea propia. A un bienestar, acompañado necesariamente del placer. Esa especie de actividad apropiatoria nos lleva directamente a los personajes de La suerte en tus manos: tanto Uriel como Gloria (Valeria Bertuccelli) tienen algo que “se guardan”, en realidad los personajes que los rodean también, Germán (Gabriel Schultz), amigo de Uriel, una novia; el Dr. Weiss, jugar al poker. Susan (Norma Aleandro), madre de Gloria, el canto. Uriel le oculta a Gloria su verdadero trabajo, se esconde con capucha, lentes, en las mesas de poker. Cuando Gloria descubre que Uriel no es productor de eventos artísticos, Sara, la hija de Uriel, le pregunta, para defender al padre, si no hay algo que se guarda porque todos nos guardamos algo. Esa condición de ocultar algo está relacionada, en Uriel, con lo que él puede manipular. Son interesantes los planos dentro del casino, casi planos detalle, cuando Uriel toca las fichas, el sonido también intensifica esta acción ya que escuchamos de manera nítida el sonido de las fichas que van y vienen de las manos de Uriel. Todo aquello que Uriel puede dominar es lo que lo fragmenta, así como aquel corte sobre el eje, cada jugada, cada apuesta por crearse un ser que no es lo divide, lo lleva a la tristeza. Dentro de este plano del ocultamiento-manipulación entramos en la otra parte del par: azar-mentira. Siguiendo con el esquema griego, el azar es considerado como aquello que no sucede la mayoría de las veces. Si bien Uriel juega al poker, y así como dispone sus cartas sobre la mesa, controla la posibilidad de una paternidad futura con la intervención, pero a esta fuerza que Uriel ejerce sobre el azar (tanto en la partida como en encontrar o descubrir a la mujer de su vida) se le suma otra que podríamos llamar la del agape. Nuevamente La suerte en tus manos se vuelve a estructurar entre los pares antes mencionados pero la soga de la que ambos pares se sostienen es esta nueva fuerza que se le empieza a develar a Uriel y a Gloria como los protagonistas principales de esta lucha. Esta soga a la que llamamos agape es la reunión, la familia, en ella todo es verdad, unidad. Fuera del agape (amor en griego) está eso que está por atrapar a Uriel: el azar, la división, la soledad. Por eso, quizás en uno de los planos más bellos de todo el cine de Burman seis personas caminan, al anochecer, en plano general hacia el horizonte, en paz, amistad, religados por ese amor que hará que los pares se relajen, que no haya tanta tensión y los personajes puedan caminar hacia la misma dirección, hacia un mismo fin con la firme convicción de que la realidad no es una cosa manipulable y que lo que está en sus manos es la elección que podemos hacer, la apuesta por algo, por alguien. Todo esto sostenido por el coraje de Uriel, que pudo comprender que un hombre valiente puede sentir temor pero eso sí se puede dominar y avanzar junto a su nueva familia, eso sí es lo que está en sus manos.
EL HOMBRE INTERIOR Una interesante mirada sobre una familia que sufre una pérdida en el Word Trade Center el 9/11. La película de Daldry consigue dialogar con un hecho tan demoledor como la muerte de un ser amado y ofrecer un espacio de autoconocimiento y esperanza. Los hechos que suceden luego la muerte de Thomas Schell (Tom Hanks) parecen responder al comportamiento que Oskar (Thomas Horn) presenta desde el principio de Tan fuerte y tan cerca (Extremely Loud & Incredibly Close): la inseguridad lo coarta, si bien es con Thomas, su padre, con quien disfruta, se anima a comunicarse, para con el resto del mundo muestra un gran impedimento relacional. La conducta previa de Oskar pareciera advertirnos que si aquel entorno que sólo podía ser abordado con la compañía de su padre y su abuela, durante y post deceso paterno la amenaza será cada vez mayor. Oskar se comunica con su hijo a través de las aventuras que le propone, las lecturas, conversaciones entre padre e hijo alimentan la curiosidad y los espacios geográficos por descubrir alientan a Thomas a localizar un “sexto distrito”. Su búsqueda es tan frenética como su proceder cotidiano. Aquí podríamos destacar que a Stephen Daldry, director de la película, los niños enajenados no le resultan indiferentes. En Billy Elliot, otra de sus realizaciones, ahonda, sin demasiada profundidad, en la pasión que lleva a un niño a salir de su pueblo y convertirse en un bailarín profesional. Muchos planos de Tan fuerte y tan cerca nos remiten a los pies de aquel otro protagonista. Resulta llamativo el detalle de los zapatos de Thomas, su andar al borde del espasmo, su rabia contra sí mismo, contra su madre, contra ese lugar que no puede encontrar. Líneas atrás, deslizábamos el problema de Stephen Daldry con lo sondable de otro de sus personajes. En esta película, toda la coraza psicológica y física (Thomas llega a auto-agredirse a escondidas) que sostiene el personaje resulta engañosa. Durante gran parte del relato estamos tentados a sentenciar que la empresa que monta Thomas en memoria de su padre es tan externa como el exagerado comportamiento con el que la afronta. Su devenir está al borde del egoísmo, se aleja de su madre y toma al inquilino mudo de su abuela como objeto contra-fóbico para enfrentar a las personas con las que debe dialogar para encontrar la cerradura que corresponde a una llave que encontró entre las cosas de su padre. Sus acciones se muestran casi caprichosas. Mientras el punto de vista se queda con Thomas no vemos la salida para todo el dolor que representa la pérdida. Lamentamos la decisión de abordar un tema como una muerte en los atentados del 11 de Septiembre de manera tan aparatosa, sin darle la posibilidad a un personaje de que ahonde en su tristeza y comprenda que su padre está con él, que no lo abandonó y que su desaparición es sólo una circunstancia de la vida limitada que tenemos todos. Es cuando el punto de vista cambia hacia quien ha llevado a Thomas en su interior: su madre (Sandra Bullock), cuando Tan fuerte y tan cerca se vuelve interesante y afirma que la búsqueda de Oskar es un camino de interioridad y no un desafío desmedido y externo. Esta decisión aporta ese sustrato reclamado, es aquí donde esa experiencia de muerte se vuelve familiar, intimidad de la madre y del hijo. Los síntomas parecen esfumarse con el afecto, con el diálogo verbal y gestual que otorga sentido, que vuelve auténticos y vitales a dos seres a quienes una situación límite los ha cambiado para siempre.
LA INVERSIÓN DEL HÉROE Poder sin límites, a simple vista, parece quedarse en explotar el recurso del metraje encontrado, pero el tratamiento que les da a los personajes es la que la vuelve una opción interesante. Andrew (Dane DeHaan) encuentra un medio para tomar distancia de la realidad familiar en la que vive: su padre, alcohólico, violento; su madre, enferma terminal soporta postrada agudos dolores que son aliviados por caros medicamentos que, debido a la situación económica familiar son difíciles de conseguir; él, es tímido, pena por pasar tiempo con su primo, quien se comporta como aquel amigo popular que fogonea al pobre con dificultades sociales para que consiga a una chica o simplemente socialice en una fiesta de secundaria. El amparo para Andrew será una cámara de video, él se volverá observador de esa realidad violenta, permitiéndose transitarla, poniendo su cuerpo de otra manera más segura: detrás del lente. El reflejo próximo que tiene del mundo al que no se puede integrar, lo vive de la mano Matt (Axel Russel), su primo. Matt es el joven popular, experimentado, presenta una característica que más adelante será decisiva para su destino: se la pasa citando frases de filósofos como Shopenhauer, Jung, Aristóteles. Este detalle, si bien al borde de la pedantería, ya que no aborda ninguna de las líneas que cita ni las desarrolla, marca un interés por las grandes preguntas, por evadir él también la mediocridad de los eventos a los que puede acceder un joven a los veinte años. Volvamos a Andrew y su decisión de registrar su vida como si la cámara fuera a protegerlo de los golpes de su padre, en una discusión entre ellos lo amenaza con que está grabando todo, pese a la advertencia, recibe golpes, empujones, gritos. Más tarde, también bajo su registro audiovisual, en una reunión a la que asiste con su primo, Andrew, Matt y Steve (un conocido de su primo) exploran un hueco en la tierra donde quedan expuestos a una especie de radiación que los volverá “poderosos”. Con este evento comienza el camino de quien podría representar, en un principio, al héroe de los tres destinatarios de ese poder sobrenatural. Los abusos que recibe por parte de su padre, la precaria salud de la madre, el apremio económico y la timidez que lo limita a la hora de relacionarse hacen al pathos del protagonista y los sucesos relacionados con eso llevan a esta primera identificación de la figura del héroe con Andrew. Quizás aquí se pone de manifiesto lo más interesante de Poder sin límites (Chronicle): en apariencia, el héroe debería ser Andrew, pero para ser tal debería llevar adelante algunas peripecias relacionadas con ese “premio” que recibió, y sobre todo, a su utilización. Matt y Andrew forman el binomio que existe de manera eterna entre Eros – pathos, amor - muerte, héroe-antihéroe. Habíamos destacado la característica de apertura a la filosofía de Matt, es así que, en una oportunidad, siempre bajo el registro de Andrew, Matt desliza la palabra “hybris”, sin decir nada más al respecto. Esta voz del griego antiguo está relacionada con nuestro relato, particularmente con Andrew, ya que se relaciona tanto con lo ilimitado, desmesurado, así como con la mala utilización de aquel favor obtenido, con la rebeldía del personaje o de quien creíamos nuestro héroe. Todas las acepciones antes mencionadas están expuestas en Poder sin límites. La puesta en escena, al tratarse de una película de metraje encontrado, es bastante precaria. Las películas de metraje encontrado son, a grandes rasgos, aquellas en las que uno o más personajes están detrás de cámara, registrando lo ocurrido, o bien siendo grabados por otros dispositivos como cámaras de seguridad, de celulares, etc. Esta condición de “registro hogareño” suele otorgar algunas ventajas a los realizadores en cuanto al despliegue de efectos audiovisuales o la poca espectacularidad de secuencias de acción. Pero no es por pertenecer a esta categoría fílmica por lo que Poder sin límites se destaca, si no por el juego con los binomios antes destacados y por la manera sutil de definir a un personaje como Matt a quien su apertura trascendental lo llevará más allá de su limitada realidad espacial y temporal.
LA ENTREGA Alexander Payne, director de grandes películas como La elección (Election) y Entre copas (Sideways), nos entrega en Los descendientes (The Descendants) una nueva historia de personajes que deben salir adelante en sus vidas. Aquello que se entregaba en el tiempo parece haberse interrumpido. Esta cadena cuyos eslabones están afianzados por la herencia se ve debilitada al atravesar la época actual. Las condiciones de vida “modernas” encadenan a los hombres, esos mismos sujetos descendientes de la tierra que están por rifar, con otras fuerzas. Sin embargo, aquellos enlaces no los atan de manera definitiva, no tienen un sustento ancestral. Se ven cautivados por el dinero, la prosperidad económica; engarces temporales, sujetos a variables tan efímeras como aniquiladoras. Aquí tenemos los dos eslabones con los que Alexander Payne, director de Los descendientes (The Descendants), monta la cadena que constituye su película: tierra y tradición. Tierra Matt King (George Clooney) es un abogado especializado en bienes raíces, descendiente de una de las familias pioneras del pueblo hawaiano. La preservación de la tierra en Hawai no es una cuestión accesoria. Por el contrario, ese pueblo mantiene un cuidado y respeto por su tierra porque ella simboliza aquello de donde descienden. Los hawaianos se consideran descendientes de su tierra y por ello sostienen que la tierra no es propiedad de nadie. Matt King entra en conflicto con esta concepción desde su profesión: él administra la tierra, dispone sobre ese bien heredado. King vive en una época secularizada, su familia parece haberse independizado del legado progenitor: está por concretar la venta del último espacio virgen de la isla heredado de sus antepasados. Esa transacción significará la seguridad financiera de toda la familia interesada directamente en ello (parte representada por los primos de King) y la ruina de la familia directa de Matt (sus hijas Alexandra y Scottie). La grandeza de Payne consiste en atravesar este conflicto con planos donde los objetos y los personajes se muestran atravesados por esta tierra (humus). Cuando Matt visita las tierras en cuestión, junto a sus hijas y a un primo, el jeep blanco en el que viajan aparece completamente cubierto por la tierra que se ha ido levantando en el camino. Al llegar al inmenso predio, la familia baja del vehículo; vemos en detalle (si bien en un plano general) como sus pies casi descalzos (los pies descalzos de Matt y de otros personajes son una constante en toda la película) recorren la zona. El sonido en esta escena no tiene un papel menor. De forma delicada escuchamos el océano, visto en el primer tercio del plano, que humedece la tierra volviéndola hermosa y marrón. El protagonismo sonoro del océano dura muy poco, se funde con uno de los agradables ukeleles que escuchamos en toda la hermosa banda sonora. Esta secuencia es otro perfecto ejemplo de como Payne nos indica que Matt no tiene las ideas tan sólidas en cuanto a la venta. No podemos obviar otro plano donde lo humilde, en relación al humus, tiene una importancia fundamental. Matt sale de la reunión en donde ha comunicado a sus amigos que han desconectado a su esposa, quien se mantenía en coma, asistida artificialmente, tras un accidente acuático, y su muerte es inminente. El plano es general, la angulación de cámara entre picada y cenital, la luminosidad y los colores rutilantes de los paisajes hawaianos se oscurecen, Matt se desploma de rodillas sobre la tierra reconociendo esa humildad característica de la condición humana. Tradición Matt King será el encargado de lidiar con esa entrega. Las fotos de sus antepasados, su voz en off contando el legado familiar, la situación dividida de su familia (tanto sus primos luchando por los intereses de la tierra y sus hijas intentando reacomodarse luego del accidente de su madre), son elementos narrativos mediante los que Payne va a encaminar y reforzar aquella cadena amenazada. Matt es quien representa el vehículo para la entrega. Él comunica las noticias, él debe guiar a sus hijas más allá de la situación de su madre, él deberá entender la importancia de la tierra para un pueblo ligado a ella desde su origen, él necesitará perdonar para poder seguir junto a sus hijas. La redención está directamente ligada a la entrega de la tradición desde su etimología. En Los descendientes, Payne logra exponer este concepto en un maravilloso plano, otra vez entero, en donde Matt y sus hijas celebran un ritual funerario. Allí Matt, Alexandra y Scottie se unen finalmente junto a su madre mediante sus leis de flores hawaianos que expresan amor infinito.
APUESTA POR EL MÉTODO El juego de la fortuna en apariencia “una película antideportiva” termina demostrando que va más allá de cualquier otra historia deportiva triunfalista para ofrecer una mirada completamente distinta: arriesgada, metafísica. El juego de la fortuna (Moneyball) en sus primeros minutos deja ver su estilo un tanto antideportivo. Cuando el cine se adentra en un universo deportivo esperamos un clima casi triunfalista, sensaciones cercanas a la lucha, cuerpos ágiles vibrando en entrenamientos, partidos, en síntesis: movimiento. Los planos generales, que regresarán muchas veces en la película, donde el estadio de los Oakland Athletics se ve vacío, en penumbras y en una de sus butacas, del lado izquierdo de la platea, sentado, mirando hacia el campo iluminado, Billy Beane (Brad Pitt) su manager general, nos indicarán una sensación de quietud, a primera vista desconcertante. También nos encontraremos con Billy, dentro del estadio, recorriendo los pasillos con una caminata que transmite un aplomo digno de un profesor que recorre su claustro universitario. Otras veces sólo serán sus ojos en primerísimo primer plano, o nuevamente su cuerpo en otros lugares del estadio, la oficina, el gimnasio. Esta enumeración de las maneras con las que Bennett Miller, director de El juego de la fortuna, nos habla de su protagonista, intenta describir el estilo del film, aparentemente casi antideportivo (como contrapuesto a ese movimiento mencionado). De todas maneras, esto es solo en un primer nivel, ya que a lo largo de la película, descubriremos que esa imagen contemplativa de Billy Beane es su manera de pararse frente al juego, a su pasado como jugador, a su presente como manager, padre y por supuesto hacia su futuro. El movimiento reclamado anteriormente no se dará aquí en un nivel estrictamente físico, como se vería en otra película “deportiva”, sino metafísico. Lo metafísico, es aquello que está más allá de la física y aparece en Moneyball como un método. Dicho método será aplicado por Peter Brand (Jonah Hill), economista y nueva mano derecha de Beane, para armar un equipo de béisbol ganador acorde al bajo presupuesto del club debido a sus constantes derrotas. Con estas reglas aplicables a las variantes del béisbol, Peter y Billy desarrollarán una ciencia acerca del juego, un conocimiento puro, universal, ya que luego se aplicará en otros equipos. Ese conocimiento transformará a los jugadores en objetos, en causas analizables, intercambiables, descartables. Este proceder es abstracto, alejado de lo sensorial, un manejo al que Billy está habituado. Ejemplos de este comportamiento son las actitudes del manager en cuanto al juego: él no ve los partidos, no se queda en la cancha durante los juegos. Otra muestra es la escena donde le “enseña” a despedir jugadores a Peter, donde confirma desde su discurso que no establece relaciones personales con sus jugadores. Si bien la abstracción en este conocimiento está relacionada con la precisión, en el camino de los Oakland esto se ve a modo de racha ganadora, mas no como un logro definitivo. Esta es, tal vez, la secuencia más “deportiva” de El juego de la fortuna, aquí sí hay cuerpos diestros, carreras por las bases, golpes ganadores, dudas tácticas, gritos de la hinchada, abrazos celebrantes. Esta racha, también fílmica, compensa la tensión que precede y prosigue en la película. Los planos generales abarrotados de gente ofrecen el contraste ideal para aquellos antes descriptos. En este contrapunto queda clara que la apuesta de Billy por ese método será fundamental para comprender su propia historia que ha trascurrido hasta ahora de la misma manera que aquellas fórmulas abstractas. Él ha sido un hombre que desafía permanentemente su vida, él mismo es un jugador, un deportista que más allá de los resultados, luchará por comprender su mundo de manera tan acabada que no haya espacio para asombrarse de que las cosas sean como son.