Cuando creíamos que en materia de justicia por mano propia ya habíamos visto todo, aparece esta película que, sin ser, ni por asomo, candidata a obra maestra de su género, al menos posee un par de elementos que vale la pena mencionar.
El primer elemento se llama Clyde Shelton, el personaje a cargo de Gerard Butler, un sujeto que consigue atrapar y repeler intermitentemente al espectador con su sinuoso accionar. El enfrentamiento entre Nick Rice, el abogado interpretado por Jamie Foxx, y Shelton se establece de tal manera que encaja dentro de los parámetros tradicionales del duelo héroe - villano, y fácil es advertir que, en este caso, Rice es el héroe, pero cuesta identificar a Shelton como el villano de turno. La película se preocupa por insertarlo dentro de la mecánica del thriller, de forma tal que el espectador no desee su derrota, empatizando de entrada con el desgarro que le produce la muerte de su familia, mientras que, conforme se sucede la trama, Shelton logra seducir definitivamente al espectador, gracias a su enigmático modo de aplicar las penas que él considera justas.
Cuando una película se encabalga en la ambigüedad de sus personajes, la asume como tal y se regodea en esa ambigüedad, el camino que elige puede determinar, como meta final, un discurso para nada facilista sobre el tema que plantea. Para ser más claros, cuando Welles construye a su famoso comisario Quinlan, en el clásico Touch of evil, no lo hace para decirnos “miren a este comisario corrupto, qué villano que es, cómo planta evidencias para incriminar a cualquiera”, sino que compone a su personaje de tal manera que sólo lo podemos ver como un hombre derrotado, con una particular visión de la justicia. No es que exista una huella de aquel film en éste, pero al describir a Shelton como un hombre que ha sufrido las muertes de su mujer y de su hija, con evidentes cicatrices de esta tragedia en su psiquis, que desemboca en un perfil de asesino frío e imparable, consigue elaborar un personaje mucho más rico que cualquier civil justiciero, figura típica de esta clase de relatos. Shelton no viene a exponer el planteo defensor de la justicia por mano propia o de la pena de muerte, porque su conducta dista totalmente de lo bidimensional, y escapa a las consideraciones más clásicas, e ideológicamente, más conservadoras.
Entre cualquier justiciero y Shelton hay diez años de diferencia, el período que pasa entre la tragedia de Shelton y la sentencia que éste comienza a aplicar. Diez años imposibles de ser reconstruidos por el guión (esta es la mayor falla, lo que la convierte en un film progresivamente inverosímil), que hacen de Shelton un sujeto cuyo comportamiento no logra encasillarse en la lógica del espectador medio, una conducta que vira de la empatía a la perfidia, especialmente cuando se ensaña con determinados personajes.
A un personaje tan rico se le opone, casi por lógica, un héroe de manual, un Jamie Foxx luchando a brazo partido por despertar el interés necesario, para que uno termine identificándose con su heroico accionar. Pese a esto, resulta muy difícil de digerir la forma en la que el guión decide hacer que Nick Rice tenga una última jugada hábil en su duelo con Shelton, porque su simpleza no le sirve para establecer un duelo equilibrado con semejante personaje. Tampoco ayuda la presentación de los conflictos familiares del abogado, por la sencilla razón de que, si se intentó establecer una conexión entre la intimidad familiar de uno y de otro, el peso superfluo de Rice no permite apreciar esa conexión, ni ayuda a generar más empatía que la que logra Shelton con pocos planos, y con la actuación mucho más convincente de Butler.
Naturalmente, todo atisbo de ambigüedad termina siendo pisoteado por un relato que rápidamente se encamina hacia el esquema genérico más tradicional, y los pocos méritos son embarrados por un desenlace mucho más rebuscado e ingenioso, que genuinamente original e inteligente. Pero en su desarrollo se nos presentó al menos una pizca de que, en materia de thrillers con civiles justicieros, no parece estar todo dicho.