Un terso drama
Alejandro Awada interpreta a un alcóholico en recuperación, que viaja al sur para pescar tiburones y reencontrarse con su hija.
Como se viene publicando y publicando: en Días de pesca, Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, a las road movies agridulces y emotivas, a las películas con actores profesionales mezclados con lugareños -tiernos, nobles, ingenuos: antihéroes queribles- que hacen de sí mismos. Y sin embargo, si la comparamos con Historias mínimas , ícono del cine alla Sorín, Días... es, en muchos aspectos, muy distinta.
Esta historia protagonizada por Alejandro Awada -en el papel de Marco, porteño de clase media pudiente, alcohólico en recuperación que viaja a Puerto Deseado para pescar tiburones y reencontrarse con su hija- rehusa, casi, de la narración verbal. No decimos que carezca de diálogos. Ni, mucho menos, que en Historias... Sorín subestimara los silencios. Al contrario: los usaba con intensidad. Pero en Días... los convierte en esencia, en vacío elíptico, en supresión gramatical para que el espectador reconstruya.
Reconstruir: es lo que también intenta Marco. Reconstruir, en lo posible, su vida. Pero sobre todo la relación con su hija (Victoria Almeida). Durante la secuencia del reencuentro entre ambos, en apariencia natural, sentimos o intuimos el abandono de él, su temporada en el infierno, la amargura y el rencor de ella. La charla es trivial, la que podría tener casi cualquier padre con su hija -que además acaba de ser madre-, aunque se va agrietando a partir de ínfimas incomodidades, de gestos, de posturas corporales. El trabajo de Awada y Almeida es minimalista: magnífico.
Otro cambio notorio en Sorín es que dejó de lado el humor irónico, en especial el de su mirada -tan aguda como paternalista, tan porteña como empática- sobre los personajes lugareños. De hecho, el foco de Días... no está puesto en ellos. Acá la Patagonia no es un territorio a explorar sino un lugar ajeno y al mismo tiempo balsámico. El protagonista está tan extraviado como Bill Murray en Perdidos en Tokio . Pero intenta integrarse a ese universo distinto que lo alivia: la mayor parte del tiempo con la dolorida sonrisa del paciente que recibe visitas. El desamparado es él, no el mundo que lo rodea, cuyas reglas son naturales, no solidarias exageradamente.
La fotografía, de Julián Apezteguia, tiene, sí, la belleza melancólica (y profesional) de otros filmes de Sorín. La música, de Nicolás Sorín, también es bella y melancólica. Sorín padre la utiliza, por momentos, de un modo demasiado ostensible, lo que genera un cierto efecto edulcorado, levemente contradictorio con el tono general austero .
Sorín dijo que filma cuentos, no novelas. Que por eso sus filmes no suelen superar la hora y media. En esta analogía literaria, Días... se alinea con el estilo Chejov: un breve y terso drama humano.