Tirar y recoger
Juan Villegas, aquel memorable desocupado de la Patagonia que recibía como parte de pago de un trabajo un dogo argentino que alteraba el rumbo de su destino en el film El perro (2004), tenía 52 años y era ayudado por una hija, cuyo esposo -al igual que el protagonista- tampoco conseguía trabajo.
Ese film de Carlos Sorín dialogaba en términos cinematográficos con Historias Mínimas (2002), y del mismo modo que en el anterior la estructura del viaje operaba en dos sentidos: lo iniciático como un estadío de un cambio de vida, es decir el viaje interior y como trasfondo de un paisaje que se adaptaba a la perfección al derrotero de Juan en sus cruces azarosos con distintas situaciones que también la propia película adoptaba como parte de ese recorrido con una cámara que además de narrar se convertía por momentos en observador.
Ese método encontró en La ventana su mayor despliegue por tratarse de un viaje contenido en el interior y en los últimos momentos de vida de un escritor de 80 años conectado con lo que restaba de su propio viaje con la espera de la llegada de un hijo para partir sin el equipaje de la culpa y despojado de todo rencor.
Marco Tucci (Alejandro Awada) también tiene 52 años; ha viajado por diferentes provincias durante décadas como representante de una empresa y ahora transita por el final de su largo recorrido en Puerto Deseado. Su pasado es legible en su rostro, curtido y ajado aunque sutilmente triste por asignaturas pendientes que no hace falta hacer explícitas. El objetivo de su llegada se conecta estrechamente con un doble encuentro, el de la pesca deportiva de tiburones en su condición de neófito y por otro lado el más importante que se relaciona con su hija Ana (Victoria Almeida), quien tuvo un hijo y se asentó como maestra en el pueblo de Jaramillo.
Carlos Sorín tiene la capacidad de convertir historias pequeñas en odiseas y a sus personajes en protagonistas de ellas porque deben atravesar por una serie de peripecias que los excede. Que mejor odisea que la de apartarse de una adicción como el alcohol que para el caso particular de Marco lo separó completamente de sus afectos; lo cambió para mal en su carácter y en su conducta en la que la voluntad perdió la batalla. Esos afectos desechados por las circunstancias de un pasado que no regresa y del inexorable paso del tiempo en algún momento se intentan recuperar o simbólicamente hablando pescar y así recogerlos para atesorarlos y hacer menos sinuoso un viaje solitario, como la vida misma.
Días de pesca –producida por el propio Sorín con su productora Guacamole junto con Kramer & Sigman Films- por un lado marca el retorno de Carlos Sorín a otra de sus historias mínimas y temáticas afines a sus películas anteriores con la excepción de su anterior opus, El gato desaparece, film que habla entre otras cosas del cine y del lugar del espectador pero también del encierro de la mente en una ciudad vertiginosa.
Tal vez la necesidad de escapar de ese encierro es lo que motivó al director a encarar esta gran película, construida meticulosamente desde el punto de vista metafórico porque la pesca en primer lugar se relaciona con la espera pasiva; en segundo término con una lucha personal y un desafío que requiere un aprendizaje y la paciencia para vencer la propia inercia porque en definitiva el verdadero protagonista de esa relación es el pez o tiburón y no quien lo pesca.
La otra metáfora en Días de pesca no es otra que la del viaje más allá de los paisajes patagónicos del fondo y de la amplitud de ese espacio geográfico desolado que no alcanza para salir del propio encierro en el caso de Marco, dispuesto a lanzar la última línea de su caña al océano incierto de la vida quizás para recoger algún fruto o tal vez para comprender que muchas veces la pesca implica aceptar la devolución del vacío, de la soledad, pero también la chance de volver a intentar y lanzar otra vez en otro océano donde haya más suerte.