El cine argentino de los 80 no quiere morir
Al minuto de comenzada Diez menos ya escuchamos palabras como “matina”, “boliche”, “funca”, entre otras que pertenecen a ese mundo tan impostado como es el costumbrismo televisivo. Incluso para una tira diaria circa 1997 díalogos de esta clase serían demodé. Lo que complementa este tono vetusto es Diego Perez, un personaje nacido, criado y hasta jubilado de la TV. Su personaje es Quique, un bonachón que colabora con el cura del barrio, le hace el desayuno a la “jabru” cuando el que se levanta de madrugada para ir a trabajar es él, y hasta hace pasar como suya una macana de un compañero laboral, lo que le provoca el despido. A partir de ese hecho todo se torna barranca abajo para Quique, que se harta de las desgracias y decide así dejar de respetar los diez mandamientos con un monologo en un plano semi-cenital igual de triste.
Con el planteamiento del disparador del conflicto surgen todas las recurrencias hediondas que pertenecen a un mundo peor, aquel en donde había que reír cuando un tipo se mordía los labios como contraplano de un culo que atravesaba el cuadro o cuando un personaje se caía y sonaba un “boing” extraído de algún dibujo animado. Estos dos casos aparecen más de una vez, como si de alguna forma existiera un efecto de inducción en repetir los gags. La película tampoco evita caer en la tentación de chistes rascistas, como se ve en la escena en que Quique pretende robarse un frasco de cerezas (imperdible el flashforward que desencadena esta acción) y el dueño de un supermercado chino intenta, con suma dificutad para hablar castellano, que pague por eso que tiene escondido. La mini historia termina en una parodia patetica de la patada de la grulla de Karate Kid, que incluye el termismo argento de “Vo’ chino jugá de visitante acá, eh”. En este sentido hay un gran problema formal, si pensamos en términos de guionismo, porque todas las escenas están pensadas para un sketch televisivo del tipo: “entra Diego Pérez y pasa algo, con resultados estremecedores al ver a los interpretes esforzarse por sobreactuar cada palabra, acción y remate”. Resulta inexplicable el abandono conceptual sobre la ruptura de los mandamientos, que es la promesa que el protagonista le hace a Dios luego de la serie de desastres que lo abaten. Más allá del intento del robo en el supermercado, el guión se olvida completamente de este camino trazado y hace deambular al personaje en una serie de enredos fatídicos para cualquiera que haya superado algún nivel mínimo de lectocomprensión. El espacio geográfico del Conurbano bonaerense lo advertimos por el notorio chivo de la pizzería (regenteada por Roly Serrano) con un plano detalle que se detiene la suficiente cantidad de segundos para que todos puedan anotar los tres números de teléfono del delivery.
Sacando esta apostilla, toda la película transcurre en una burbuja de ucronía porque es imposible saber si la historia acontece en un pasado cercano, en la actualidad o en un futuro en el cual ya no hay computadoras ni teléfonos celulares (la oficina del jefe de Quique solo tiene un escritorio y un teléfono a disco).
El final nos ofrece el deus ex machina más espectacular de la historia del cine argentino, una resolución que ni al Brad Pitt de 12 años de esclavitud se le hubiese ocurrido; aquí no aparece el actor estadounidense pero sí un Atilio Pozzobon que nos deja enseñanzas de vida y le resuelve todos los problemas al buenazo de Quique, segundos antes de reencontrar el amor gracias a una joven que solo había aparecido en los primeros minutos. Total naturalidad la del guionista Osvaldo Cascella (imperdonable que no lo hayamos escrachado hasta acá) al proponer solo cuatro personajes femeninos de los cuales tres son amas de casa mantenidas (una de ellas, como si fuera poco, padeciente de una violencia de género que se presenta en un tono humoristico sofovichiano). La otra mujer del elenco trabaja… de catequista. Para coronar esta tragedia es necesario mencionar que la productora es María Ester Rozas, poseedora de un IMDB atroz y de una casa de alquiler de equipos de filmación, por lo que una triangulación entre sus dos tareas y el INCAA sería muy sencillo de trazar.
La cantidad de estrenos argentinos que van al cine Gaumont supera casi siempre el número de salas -tres- que tiene el complejo, y la consecuencia de ello es que todos esos films terminan compartiendo las funciones con dos o hasta tres más por día. El negocio de estos productores/abogados/empresarios es simplemente estrenar para cobrar un subsidio, no interesa la calidad del producto ni mucho menos la cantidad de espectadores, a quienes estos sujetos además toman por estúpidos. Diez menos no debería existir pero existe, debería haber sido calificada como “sin interés” por el INCAA pero le dieron un crédito. Mientras tanto seguimos en la larga espera de erradicar a los “gestores” de créditos, un mal que nació antes que el propio Instituto de Cine.