Dinos, y códigos entre padres e hijos
“¿Quién te va a creer que un dinosaurio adopte a tres chicos?”, preguntó mi hija de siete años cuando le conté el argumento de la película. Podría haber esbozado la leyenda de Rómulo y Remo, pero la asimétrica comparación me detuvo allí. El caso es que Dinosaurios es, obviamente, una película de dinosaurios. Pero también es, o al menos lo intenta, un fresco sobre las reglas y códigos entre padres e hijos. Digamos que plantea una cierta necesidad de romper algunas rigideces culturales, ruptura que choca con el conservador desarrollo del filme desde el punto de vista cinematográfico, donde la historia transcurre sin riesgos.
Su argumento llano, por más que los hechos se desencadenen por accidente, que tres chicos viajen a través del tiempo 65 millones de años al pasado, es de una simpleza casi contraproducente. Ernie, un niño aventurero y desobediente, su hermana Julia, que lo vigila y sigue para acusarlo con su mamá -la esquemática Sue-, y su mejor amigo Max llegan al taller del Dr. Santiago, el papá de Max, un científico cuyos inventos nunca funcionan. Viven en Terra Dino, un pueblo antiguamente habitado por dinosaurios, donde todo hace referencia a ellos. Y por azar, una expresión del azar más burdo, ponen en marcha una máquina del tiempo que los deja cara a cara con a una tirannosaurius rex llamada Tyra y su divertido hijo Dodger (el personaje más logrado).
Allí tendrán que luchar contra los Sarcos, los feroces sarcosuchus que ya avizoran el peligro de extinción, y también deberán pelear para volver al presente. Para ello tendrán la ayuda de Sue y el Dr. Santiago, que desarman sus estereotipados personajes con el correr de la historia. El, un científico fracasado y panzón pero ultrarrelajado en la relación con su hijo, ella una madre sobreprotectora, de cuerpo tallado, enarbolando los éxitos que obtiene haciendo cumplir sus castigos a los chicos.
Si van al cine verán una de dinosaurios, bien animada, con voces de famosos que se pierden en el doblaje y un tímido mensaje sobre el costo de desobedecer reglas u obedecerlas ciegamente. A la calificación no le hagan caso, los chicos tienen aquí la última palabra.