El pequeño sueño de Robert Un hombre común tiene fantasías comunes, pero logra reflejarse en una historia extraordinaria. Las fantasías de un hombre común, paradójicamente por ser él alguien excesivamente común y único a la vez, son el motor de Miss, opera prima de Robert Bonomo. Un juego entre lo ridículo y lo real, espejo de un gran personaje que desde su candidez lúcida y decidida es capaz de transformar su historia en un reflejo humano y un hecho estético. De padre chino y madre japonesa, Robert Law (Robert Law Makita) tiene a sus 30 años algunas obsesiones que maneja con calma oriental, reflejo de sus fantasías y necesidades básicas insatisfechas pero trascendentales. Idea películas con él mismo y una o más mujeres como protagonistas, alimenta su incierta relación con Laura (Malena Villa), busca enamorarla, besarla si es posible, y quiere batir algún récord mundial de ésos que lleva a todos lados en su libro de cabecera, que cuenta de cebollas con el tamaño de una cabeza humana y gente que camina largo en puntas de pie. También ridículo y real. Esa historia leve se sostiene por la enorme coherencia que Bonomo logra entre el personaje de su filme y esta película hecha a su medida, para que el protagonista se luzca en un tono, encuadres, edición y música que puestos al servicio de su pequeña gran causa nos transportan a una historia sencilla y emotiva, nos hace partícipes de una personalidad, un mundo que este personaje inocente, apenas con un par de ideas fijas, lleva con gracia absoluta, impermeable a los mandatos contemporáneos. (Como Forrest Gump, su historia es su personalidad, aquí no hay hitos, ni historias, y ese reduccionismo lo engrandece más). Robert es extra de publicidades, cuida la casa de una ex miss Argentina, vive con un celular sin crédito, se sabe limitado para hablar, y lee ese libro con historias de gente común que hace cosas extraordinarias. Va de un sueño a otro, hasta que conoce a Laura, una modelo atípica, naturalmente bella. “El amor es lindo pero también da miedo”, se dice él. Y todo ocurre sin dramatizar, con Robert juntando sus rodillas al sentarse, vistiendo chomba de botones prendidos adentro del pantalón. El quiere hacer su propia película, una comedia de amor verdadero. Siempre protagonista, con un sutil llamado a mirar lo extraordinario en lo común, el brillo de un hombre gris.
La redención del hot dog Un exceso dedicar semejante logro técnico en la animación para una comedia con sutileza nula. El cine de animación para adultos ya es un metalenguaje, la parodia de otros cines también. Y ni hablar de la crítica social enrarecida bajo velos varios. La fiesta de las salchichas, filme que dirigen Conrad Vernon y Greg Tiernan con participación en guión y voz de Seth Rogen (asociado con su amigo Evan Goldberg), exprime ese reino todavía fértil del metalenguaje. ¿Será un exceso dedicar semejante logro técnico, voces y creatividad indudable para divertir con sutileza nula, para disfrazar una comedia banal de idea subversiva, de una teoría de la manipulación puesta en un contexto orgásmico, el supermercado? Quizá, algunas risas en la sala son contagiosas, otras dan vergüenza ajena. La trama es sencilla, y bien simbólica. Los productos de supermercado, comestibles y otros, adoran a los compradores. Podría decirse que es una inversión del mundo real. Para ellos son dioses que los transportan al más allá cuando los suben al carrito. Tampoco es casual que Frank y Brenda, la salchicha y el pan de panchos, sean los protagonistas. Todos creen en el más allá, y cantan loas a sus dioses, hasta que consiguen información. Hay sabios en el supermercado que conocen el origen del mito, el mismo que Frank quiere desenmascarar. El germen de la revolución está sembrado entonces, contra los dioses, contra las falsas creencias, contra la manipulación. Cierto es que hace rato que el dios mercado es tan enceguecedor como los otros dioses, los teológicos, los que supuestamente cuestiona esta película. ¿Cambia algo esta “denuncia” convertida en cine de animación? ¿Si los protagonistas fuesen humanos, en lugar de salchichas y productos de supermercado, qué dirían de este guión? No es casualidad que la historia transcurra entre góndolas, sitio pornográfico y enajenante de la cultura capitalista. Tampoco lo es que sus personajes sean una salchicha y un pan de pancho, íconos de la comida chatarra, objeto fálico uno, representativos de una sexualidad endiosada también, iconografía explícita para una película que parodia las pulsiones básicas de esta humanidad, que cambia orgía por política. Es indiscutible la calidad técnica de la animación, incluso se pueden celebrar varios de los chistes ocurrentes, lisérgicos, de la película. Aunque otros sean más propios del humor estadounidense, como los lavash, los bagels, las duchas femeninas, y las salchichas revolucionarias. El sexo, la comida y los dioses fluyen de esa sociedad oculta de repositores, con personajes bien logrados, como el taco mexicano lesbiana que lleva la voz de Salma Hayek. ¿Alcanza? ¿Todo para decirnos que el más allá, la tierra prometida, es un invento, que también se vende en el supermercado?
Un experimento estereotipado La historia de la ruptura de una pareja gay es más un ejercicio fragmentario que una trama cerrada. La apuesta estética, el ritmo, la intención de espejar en una fugaz relación de pareja todo un submundo y su endeblez de vínculos, convierten a La noche del lobo más en un ejercicio experimental y fragmentario que en una trama cerrada. Quizá sea esa la intención de Diego Schipani, el director, que juega con traer a la superficie los códigos, los clichés y cierto reviente de la noche gay porteña. Se ampara para ello en un dato mínimo, la ruptura de una pareja. Una mañana, Pablo (Nahuel Mutti) echa de su casa a Ulises (Tom Middleton), su compañero más joven, que ingresa inmediatamente en un estado de desesperación por la ruptura. Vemos personajes afectados. En pose permanente. Una venganza escatológica, algunos toques de un humor, y el derrape inevitable hacia una noche de descontrol, matizada con citas a los franceses Jean Genet y Marcel Proust. El contraste con semejantes monstruos, autores, suena pretencioso. También hay un exceso de cosificación (que suma mala prensa y existe desde siempre en las relaciones humanas) con primeros planos que poco aportan, y es que la película está apuntada a una comunidad, a un público, que le resta amplitud de perspectivas. Como también le resta ritmo esa sucesión de flashbacks que funcionan a manera de resumen de la curiosa relación que construyeron los protagonistas y que ya se quebró. Más allá de algunos aciertos, actores y escenas logradas, este paseo por la noche gay, sus personajes marginales, discotecas, levantes y códigos parece muy poco a esta altura del partido. Apenas asoma la idea del chico lindo que choca en todos lados y esa persecución a manera de juego que animan los protagonistas, la posibilidad del reencuentro, su necesidad extrema de seguir buscándose.
Capataces del todo y la nada Una historia simple, que cobra vida propia sobre dos capataces de estancia que se enfrentan en la Patagonia. Tierra yerma la patagonia de Emiliano Torres. Nevada, árida, expulsiva e imantada a la vez. Escenario magno para su opera prima de contrastes, El invierno. Paradojas, de la pequeñez y la inmensidad, de la fortaleza y la debilidad. Ambiente insondable que recrea esa figura histórica, política, sin tiempo, la del capataz. Y ese cruce, guerra casi, del recambio generacional que crea enemigos donde no hay, ceguera de estos personajes que sin embargo lo ven todo en ese amplio mundo que el director enfocó para mostrar su soledad. Una historia dura, como tiene que ser, sin sensiblería vana ni nostalgias estridentes, un drama sobre la naturaleza también. Puesto en ese paisaje testigo y actor a la vez, y en esos personajes que transmiten la impotencia del origen de la propiedad privada, la enajenación del trabajo, el impacto en la familia, para invertir los términos de aquel viejo estudio de Engels, que aquí aplica a la perfección, simplificado en los roles de un puñado de trabajadores y sus amos. La Argentina feudal y burguesa a la vez, ha dado un puñado de filmes que no es necesario enumerar. Aquí todo ocurre en una estancia sureña, mundo de obrajeros, trabajadores golondrina que en el verano llegan para esquilar ovejas. Allí Evans (Alejandro Sieveking), un viejo encargado, capataz de varios inviernos solitarios es reemplazado por Jara (Cristian Salguero), un correntino joven, inocente y culpable de esa guerra que comienza a trascenderlos a ambos, en una competencia naturalizada por un trabajo que los espeja una batalla ciega enmarcada en ese cuadro amplio, majestuoso de la patagonia, y en esas actuaciones frías, maquinales, profundas también, que vuelven todo poderoso e impotente a la vez. Es cierto, a veces se puede adivinar por dónde sigue la trama, pero ocurre porque conocemos esa historia que se repite, se acelera, se enajena todavía más. Entonces aparece la libertad creativa, para mostrar un mundo en una historia simple, que cobra vida propia, un designio que director, guionista y protagonistas interpretan casi maquinalmente, naturalmente. Guiados por la historia universal, sumergidos en la soledad del invierno.
Fantasmas de la esclavitud El terror y el suspenso son primos hermanos, pero aquí están muy distanciados. El estanciero Güiraldes (Lito Cruz) descarga desde el minuto cero sangrantes latigazos sobre la espalda de uno de sus súbditos negros. Era otra Argentina, tiempos prerrevolucionarios. Aún no llegaba la Asamblea del año XIII que sin gran éxito inmediato pondría fin a esta práctica bárbara, que los terratenientes del mundo entero se esmerarían luego en derogar. Y ya sabemos, Los inocentes es una película de terror, pero el hecho de llevar al cine la esclavitud como tema plantea, en los papeles, un ejercicio valiente. Un Django sin cadenas con brujas y espíritus, y sin Tarantino. Siendo muy generosos podríamos ver en la opera prima de Mauricio Brunetti una especie de deformación del género a manera de denuncia política. Simbolismo no demasiado evidente que se derrumba mientras avanza la película, una novela rural, una maldición, una venganza de otra esclava negra pero en la Argentina. ¿Será que la esclavitud sólo puede redimirse en el cine? El terror y el suspenso son primos hermanos, pero aquí están tan distanciados como la familia que anima esta película de un tiempo bisagra, de esclavos y esclavas humillados, asesinados, por un patrón de estancia trastornado. Transcurren 15 años desde que Rodrigo (Ludovico Di Santo), el hijo de Güiraldes, regresa a esa casa paterna que lo expulsó de niño. Llega con Bianca (Sabrina Garciarena) su bella esposa. “Ya no hay esclavos, sólo quedan sirvientes libres”. Pero están sus recuerdos, también una maldición, que opera como venganza, un maleficio del pasado reciente que vuelve y se explica en flashbacks demasiado explícitos, con una gratuita sobredosis de brutalidad. Así como falta suspenso y sobra previsibilidad, es curioso el escaso impacto que esos 15 años en los que transcurre la historia tienen sobre el personaje de Lito Cruz, que sigue repitiéndose en su rol de malo, pero que aún así está muy por encima de un elenco desparejo. Lo mismo pasa con una hamaca, objeto simbólico que sobrevive todos esos años a la intemperie para volver a mecer sus fantasmas. La complicidad de la iglesia, la oposición campo ciudad, la esclavitud y la excusa de un cine de terror traspolados en estos fantasmas de granja, dan para un reflexión mayor sobre culpas e inocencias. Y para otro cine, claro.
Los caminos de Gelsomina La directora esquiva el tono dramático en esta historia sobre una familia de apicultores. Todas las maravillas del mundo parecen tener, tarde o temprano, un destino parecido. Turístico al menos, de Disneylandia en versión patética en cualquier dimensión o punto cardinal de este planeta global. En Traslasierra, Córdoba, hay (y sirva como ejemplo) un balneario que se llama Las maravillas, con aguas cristalinas y lugareños vendiendo pastelitos a turistas de ocasión, que hunden sus patas en esos torrentes termales y tarifados del río Panaholma. Las maravillas, la película de la italiana Alice Rohrwacher que ella misma presentó en nuestro festival de Mar del Plata en 2014, tiene mucho de esa historia común, de ese cruce de culturas que huele a invasión. Su drama ocurre en un pueblo etrusco, en la región de Umbría. Allí Wolfgang, su mujer y sus cuatro hijas viven de lo que producen en una granja aislada. Son apicultores, naturistas, y en el horizonte de este padre de familia no parece haber otro camino. El primer acierto de la directora es esquivar el tono dramático; el segundo, elegir como protagonista a Gelsomina, la hija mayor de esta familia estricta, que en el despertar de la adolescencia sufre el camino que su padre eligió para ellos. Con ironía, ciertos toques de comedia y hasta una suerte de realismo mágico (innecesario) la historia avanza hacia ese cruce de culturas en un escenario paradisíaco en el que los lugareños descubren los agroquímicos, y en el que además se desarrolla un concurso televisivo conducido por la gran Mónica Bellucci, un ciclo para elegir a la familia que mejor represente los valores y tradiciones del lugar. Una parodia disruptiva. Un sacudón para el mundo de Gelsomina al que se suma Martin, preadolescente alemán que llega por un programa de reinserción con el que la familia espera ganar algunos pesos. Todas atracciones para que Gelso se sienta tan atraída y confundida como el famoso personajes de Giulietta Masina en La Strada. ¿Quiere se granjera, seguir sacándole aguijones de abeja a su padre, trabajando como una esclava? ¿Qué la seduce de ese mundo frívolo que acabó con la calma familiar? ¿Hay escapatoria? Sobre un tema transitado, universal también, Rohrwacher basa su trama en la sólida construcción de esa relación padre hija, amor y conflicto como naturaleza. Teje una mirada ácida sobre ese contexto que es cruce de culturas, aunque lo diluya a veces con simbolismos altisonantes puestos en un camello, un silbido. Mirada personal al fin sobre la posibilidad, sobre la libertad de padres e hijos para elegir si participar o no de tal o cual mundo. Más allá de las maravillas.
Hit y homenaje emotivo Una “biopic” de costura impecable en la que brilla Natalia Oreiro, actuando y cantando los hits de Gilda. Memoria popular y emotiva. En ese territorio opera Gilda, no me arrepiento de este amor. Lorena Muñoz, su directora, lo sabe. Y lo capitaliza. Contaba de antemano con un personaje, un mito querible que ahora se acrecentará, y con Natalia Oreiro, que asume ese papel haciendo que brillen las dos, ella y su personaje. Por eso el rol en apariencia medido, casi aséptico de directora y guionista, es también una marca autoral. Podemos pensarlas afuera, pero su entretejido, sus elecciones, ofician de mapa de recorrido para inocular emociones en ese territorio amplio que es la biografía de Miriam Alejandra Bianchi, conocida como Gilda, a 20 años de su muerte. Contagiosa desde el ritmo, empática desde su lucha, Gilda... es el canto a una estética popular sin maquillaje. Un cine llano, de estructura clásica, que reivindica esa posibilidad. Que si juega con el cliché, está bien que lo haga. El personaje permite disimular la falta de matices con el que fue reconstruido, y subestimar alguna historia íntima que todos querríamos ver, como su relación extra musical con el Toti Giménez. Ofrece más respuestas que preguntas la película de Gilda, una historia masticada largamente en el guión. Y sale indemne de esta fórmula con un cuento redondo, acompasado por esa banda de sonido universal, cancionero inevitable y pegadizo que, puesto en la voz de Gilda-Oreiro gana pasajes de dulzura y belleza general. Pero hay espacio para un drama familiar. El de una mujer joven y hermosa que quiere cambiar de vida más allá de los prejuicios, de la antipatía de su marido, de las crisis que puede provocar su lucha. La película se ocupa sólo de sus años de cantante, con algunos flashbacks dosificados en la trama, para contar el amor por su padre (Melingo) el tipo que le hacía cantar Solo dios sabe, de los Beach Boys, incluso antes que Charly y Pedro la grabaran para Tango 4. Simbólico. El amor por su padre es el amor por la música. Y un signo trágico quizá. Al contrario, los dos únicos personajes grises de esa trama familiar son su marido y su madre, interpretados por Lautaro Delgado y Susana Pampín de manera magistral.Y afuera, claro, está el oscuro mundo de los negocios y la cumbia. Todo contrasta con Gilda, vestida de pureza, lista para ser canonizada. Más allá de las marcas de autor, fagocitadas por el imán Gilda-Oreiro, estamos frente a un filme con con pretensiones de atracción global. Pero con vida propia. El Paisaje de Franco Simone puede volver, los hits de Gilda también, en su voz o en la de Oreiro, conjunción fecunda de dos mujeres, mímesis si se quiere, sin resignar un ápice de personalidad. Y el síndrome de la canción pegada a la salida del cine, con una historia en la retina, la que escribió Gilda, y un poco Oreiro, que nos contó Lorena Muñoz. Mundo popular y honesto, memoria emotiva de un amor inmenso, aunque no sea eterno.
Maldito bosque Sin más novedades que las tecnológicas, sucumbe frente a la frescura del título original. El cine de terror está en crisis, quién lo duda. Y en el afán de recuperar algo de su público perdido es capaz de exprimir una marca, un formato, hasta aniquilarlo . Esta secuela de Proyecto Blair Witch, vaciada de la espontaneidad, de la curiosidad que provocó aquélla puesta original, se convierte entonces en una muestra certera de la ambigüedad, el desconcierto y las necesidades que impone un mercado falto de autenticidad y narrativas novedosas. ¿Es una nueva película o un relanzamiento de la anterior Blair Witch: La bruja de Blair? La excusa para volver a ese bosque maldito está puesta en James (James Allen McCune), el hermanito de Heather en la versión original. Ella desapareció allí mismo, hace 20 años (de la película pasaron 17), cuando buscaba acercarse a la leyenda de la bruja Blair. Cuando su historia documental se convirtió en puro terror, misterio y desaparición. Pero resulta que cerca de ese bosque vive una parejita de videastas muy interesados en Elly Kedward, la mujer sacrificada allí en 1785, dueña de esta leyenda. Y de este bosque. Son dos jovencitos inquietos, freaks, que suben videos a Youtube. En uno de ellos James creyó ver a su hermana, y ya sedujo a sus amigos para volver al bosque. Otra vez, somos testigos de esta incursión macabra a través de sus propias filmaciones, con equipos mucho más actuales, que incluyen pantallitas, un dron, cámaras portables y profesionales. ¿Pero fueron o no fueron a buscar a Heather? Como en muchas de las películas de terror ambientadas en un bosque, el bosque tapa el árbol, se lleva puesto cualquier argumento, y convierte troncos, ramitas o liquenes en tenebrosas armas mortales. Sin los efectos de sonidos abrumadores y molestos de este filme, daría para National Geographic. Forzada subjetividad la de estos jóvenes, que empujados por el director insisten con las found footage movies, la excusa de filmar todo y todo el tiempo aunque mueran de miedo para contar una historia. Recurso trillado a esta altura el de la camarita en mano como factor de terror; más que las leyendas de brujas en el bosque.
Chapa y pintura La saga de ciencia ficción se reinicia y aggiorna y, con algunos retoques, su esencia sigue intacta. Hacer y rehacer películas con historias de culto, protagonistas y universos conocidos tiene siempre grandes desafíos: convocar a un público nuevo y hablarle en “código” a los viejos fans es uno doble. Star Trek: Sin límites, la película, reboot (reinicio), dirigida por Justin Lin sale indemne de ese mandato. Pero nunca es suficiente, porque además, para ser obra, debe transmitir una vida interna propia sin dejar de ser fiel a ese clásico de la ciencia ficción que ya tiene 50 años. Son varias bitácoras. De allí que surjan decenas de preguntas, de ejercicios comparativos entre los guiones, los efectos especiales, los protagonistas, pese a que esta sea ya el tercer reboot de esta nueva era. ¿Cómo reemplazar a Leonard Nimoy y a William Shatner en los papeles del Señor Spock y el Capitán Kirk? ¿Cómo homenajearlos y darles vida en actores nuevos? ¿Cómo seguir presentando futuristas una cantidad de predicciones de aquella serie que luego se hicieron realidad? (hace rato que el cine sólo predice armagedones). Para estas viejas preguntas también hay reboot. Es cierto, de a poco, Chris Pine y Zachary Quinto, se asentaron en los roles principales. Ya es su tercera Star Trek. Con algunos retoques, su esencia intacta: Kirk (Pane) juega siempre en los límites de la ingenuidad y la ética inquebrantable, mientras que Spock (Quinto) se anima a romper cada vez más su férrea estructura lógica interna, su racionalismo vulcano, en este el primer filme tras la muerte de Nimoy, el Spock original, a quien la película despide cuando se anuncia la desaparición del embajador. Lo dijimos. Ellos y los tripulantes más famosos de la Enterprise, lucen aggiornados y afianzados, pero a la vez son reconocibles como sucesores de aquéllos otros. El inoportuno doctor McCoy, el eficiente Sulu, el oficial Checov (interpretado por Anton Yelchin, quien murió en junio a los 25 años) ya tienen vida propia, y Uhura (Zoe Saldana) la oficial novia de Spock, y Jayla (Sofía Boutella), que quizá sea el gran hallazgo de este filme, han ganado una dosis de erotismo que atraviesa razas, religiones y cualquier barrera extra-humana. Así es Yorktown, la ciudad de esta Federación pacifista, ejemplo exagerado de diversidad de toda clase. Claro, en el espacio y acá siempre hay peros. Y allí es donde flaquea Star Trek, en la venta de esta nueva misión, que sorprende a todos y que convive con los inverosímiles dramas internos de Kirk y Spock. Yorktown, la Enterprise, y estos viejos nuevos amigos piden bitácoras a su altura para seguir atravesando generaciones y mundos.
Comprometida historia personal Ariel Rotter trae esta trama de tintes autobiográficos, con grandes actuaciones de Erica Rivas y Marcelo Subiotto. Hay algo que se impone de inmediato en La luz incidente, tercera película de Ariel Rotter (El otro, Sólo por hoy). El compromiso del autor con la historia que cuenta está a la altura de la realización y las actuaciones, cuidadas con fecunda obsesión. No es una película fácil este filme de época, ambientado en los años ‘60, naturalmente en blanco y negro. Su atmósfera agobiante incomoda desde el principio, apenas da respiros en un bar de jazz. Y nos mete a todos en un duelo inconcluso, el de Luisa (Erica Rivas) que apenas puede llorar a su marido y a su hermano muertos mientras cuida a sus hijas en un mundo que se le revela difícil, adentro y afuera. Pero aparece un hombre, el personaje de Marcelo Subiotto, que la enfrenta todavía más con ese duelo que no puede hacer. Es un tipo decidido, empuja y empuja sin escuchar jamás, se siente con poder para seducirla y con la necesidad manifiesta de reconstruir esa familia que asume propia. Dos trabajos magistrales los de Subiotto y Rivas, cuyo personaje entra en un estado de indefensión y ansiedad apenas catalizado en el mandato familiar y cultural de la época. Y Subiotto es una locomotora, hasta para tocar la guitarra. Si hace falta lo decimos, no es una historia de amor tradicional la que cuenta Rotter, es un camino posible, difícil, en el que los sentimientos nunca fluyen claros, en el que la empatía y la identificación hay que pensarlas más que sentirlas. Eso que la necesidad, el dolor contenido, el agobio, y la insistencia del pretendiente arman un cuadro del que fluye una dosis de realismo alarmante. Es una historia personal la que cuenta Rotter, y por ello sus personajes están tan pulidos, por eso hay densidad en esos vínculos aunque sean nuevos. Se siente el impacto de la familia destrozada, la fortaleza enorme del personaje de Susana Pampín, la madre de Luisa, un dique de contención y calma para su hija perdida. Se vive esa fragilidad con parámetros de realidad. Tanto que queremos saber cómo sigue, qué pasó, qué vino en los años siguientes. El gran trabajo de iluminación y de encuadres tiene la doble virtud de acompañar la atmósfera de un filme austero, con unas pocas escenas que parecen desmembradas unas de otras pero que ayudan a componer esta historia original en el conjunto, tan poco convencional y tan verosímil dentro de su narrativa certera y sin golpes bajos, que de algún modo deja ser y hacer a sus protagonistas, que entendieron bien de qué iba la historia, el tiempo, y los límites de aquéllos años difíciles. Los fantasmas existen, a veces reviven, se vuelven reales con la luz, aunque sea en el cine.