Algunos directores tienen una sonoridad particular en su nombre y apellido. Seguramente uno los pronuncia mal, pero aun así tienen una musicalidad que se queda impregnada a fuerza de intentarlo. Alex Proyas es uno de ellos. Suena a un inglés que vivió en Chipre, o algo así. Y se queda en la memoria de los cinéfilos porque filmó un par de títulos independientes con muchísima personalidad, al punto de convertirse en filmes de culto, tales los casos de “El Cuervo” (1994), brillante western disfrazado de rock and roll y maquillaje de arlequín;, o “Ciudad en tinieblas” (1998). Las dos eran historias de venganza, pero en el último caso la venganza estaba en el contexto visual imaginado como una denuncia al claustro ideológico impartido desde el sistema capitalista, y en este sentido un homenaje velado a Kafka. Luego vendría el costado comercial con “Yo, robot” (2005), donde Alex se aburguesaba un poco, pero no dejaba escapar la rebeldía conceptual abordando el tema de la inteligencia artificial reclamando derechos humanos en un marco futurista, con pinceladas de policial negro. Con estos antecedentes, por qué no entusiasmarse con algo nuevo de él.
“Dioses de Egipto” es la propuesta. A priori se adivina mucho sol, desierto y oro. Mucha luz para un director que suele manejarse (y muy bien) en atmósferas oscuras.
Es increíble que la falta de ideas haga que hoy, en el siglo XXI, los dioses griegos y escandinavos le den de comer a tanta gente en el cine y la TV. No era de extrañar que llegasen a la tierra de las pirámides tarde o temprano. Es más, la mitología egipcia ofrece un campo prácticamente virgen, y aquí incluimos toda la historia del cine porque en comparación se hizo muy poco. Un arma de doble filo si se quiere, pues el abordaje partiría desde cero y hay que probar el mercado porque cuando se hizo a gran escala el fracaso fue gigante. Sino pregúntenles a los responsables de “Cleopatra” (1963) con Elizabeth Taylor, incluyendo huellas de autos en el set, plantas que no existían en Egipto o personajes que desubicados en la historia.
Por otro lado cuando en 1999 se estrenó “La Momia”, de Stephen Sommers, estábamos frente a un guión que trocaba solemnidad y terror por vértigo y aventura a lo Indiana Jones. Ciertamente lograba entretener (salvando las distancias), pero demostraba que Egipto no es nada fácil de abordar y los nombres de dioses usados en aquella saga no pasaban la barrera de una instalación del villano con relativo desarrollo.
En comparación con los efectos especiales que se ven hoy, la enorme capacidad creativa de los vestuaristas en el mundo, los grandes actores que pueden meterse en la piel de cualquier personaje, y los equipos de guionistas que a veces con mucha dedicación e investigación logran meter los libretos en la historia, “Dioses de Egipto” es burda y displicente. Esto no quiere decir que no se logre contar el cuento. De hecho estamos frente a una aventura (sólo eso porque para más no le da) en la cual un ladrón, también narrador, llamado Bek (otro espantoso trabajo de Brenton Thwaites, peor que el príncipe de “Maléfica”, estrenada hace dos años) se vuelve co-equiper de Horus (Nikolaj Coster-Waldau), Dios del viento, cuyos ojos son arrebatados por Set in terpretado por Gerard Butler, calcando hasta la forma de caminar de su Leónidas en “300” (2006). Esto sucede cuando Horus estaba por ser coronado por el padre de ambos (Bryan Brown). En medio del tole tole alguien mata a Zaya, la novia de Bek (espantoso trabajo de Courtney Eaton, el segundo después de “Mad Max: furia en el camino”, de 2015, pero George Miller estuvo bien y decidió que casi no hable). Para tener chances de revivirla (atenti que cuando arranca todo nos dicen que los Dioses tienen muchos poderes pero al del amor no hay con qué darle), Bek decide afanarle a Set uno de los ojos de Horus para chantajearlo y de paso que vuelva a pelear con su hermano y recupere el trono. Aparecerá el abuelo Ra (Geoffrey Rush, que vio luz y literalmente subió) quien presta algo de ayuda, pero es más neutral que Suiza. Además sabe que entre los dos hermanos se dirimen el amor de Hathor, perdón que insista pero, espantoso trabajo de Elodie Yung, pues el personaje se supone es la diosa del amor, de la alegría, la danza y la música, pero créame que no toca ni el timbre. La maldición de Tutankamön sobrevino al elenco.
Como se ve, hay elementos narrativos como para hacer crecer los conflictos, los personajes y las sub tramas, pero casi nada de ello es aprovechado (sólo en lo formal) por Alex Proyas, a quién al menos se agradece el gesto de no haber solemnizado la cuestión teniendo en cuenta el guión que llegó a sus manos.
Toda la riqueza de la mitolgía queda demasiado tamizada con muy poco en la superficie como para enriquecer la posibilidad de una secuela superadora. Mucho de la banda de sonido sobra y aturde, los efectos se notan (estamos malacostumbrados es cierto), la fotografía está descontextualizada entre exteriores versus lo filmado por croma, y se nota demasiado retocada en la post- producción (el color también).
Pese a éste estreno, la confianza en el realizador está intacta, simpre y cuando dirija algo que él tenga realmente ganas de hacer. Son escasos los valores rescatables de la película. La intención de la dirección de arte (no todo el resultado) y algunos diseños como los de las serpientes que atacan al dúo de héroes. Eso.
Sí, es poco