Posiblemente no sea la mejor película para que un adolescente "zafe" de su examen de historia egipcia, aunque el sólo hecho de que Dioses de Egipto no sea la abominación cinematográfica que prometían los trailers, ya de por sí constituye una grata sorpresa. No alcanza, claro, pero al menos ayuda a pasar mejor los exagerados 127 minutos que dura el film.
Con algo de nostalgia, Alex Proyas imprime aquí un espíritu peplum, heredero de clásicos de aventuras en sandalias como la saga entera de Hércules, y algo de la psicodelia sci-fi intergalática de Barbarella y Flash Gordon. El pastiche implica tanto absurdo que, contra todo pronóstico, de a ratos entretiene. Los Dioses no se parecen mucho a lo que nos lo pintan los jeroglíficos que estudiamos en el colegio, sino más bien a piezas ornamentales pertenecientes al capó de un Rolls Royce. Se diferencian de los humanos en que son un tanto más grandes que éstos últimos, y a la vez en sus venas en lugar de sangre corre oro (cómo una rebelión humana no busca desangrarlos constantemente es uno de esos misterios que jamás serán resueltos).
El débil argumento implica una traición familiar (Seth, Dios del Caos, le quita el trono y los ojos a Horus, heredero natural del mismo) y un par de
intereses románticos que desaceleran merecidamente la vertiginosa aventura. Pese a los 140 millones de dólares invertidos en la producción de la película, los efectos especiales y diálogos asombran por su precariedad, y el diseño de vestuario/arte está más cerca de un sobreproducido bar mitzvah que de una épica de Hollywood. Pero no importa, o al menos no demasiado, porque ya nadie se toma en serio a Gerard Butler y aparentemente a Alex Proyas (otrora realizador de El Cuervo y Dark City) le molesta mucho su talento, y por eso se entrega a éste tipo de subproductos. Su pericia como director, sin embargo, impide que el film sea la monstruosidad que prometía, así que si quiere fracasar del todo, evidentemente deberá seguir intentándolo.