No todo lo que reluce es oro
Dioses de Egipto abre con una panorámica de aquella Egipto plagada de mitología. Lo que se ve, en verdad, parece Miami: playas, una luz solar que calcina, artificialidad, una recreación grasa del brillo y el oropel que -nos han enseñado- sobraba en esos tiempos. Pero Dioses de Egipto, el último desastre filmado por Alex Proyas, tiene más de ese dorado que simula el oro: los dioses que protagonizan el relato emiten una luz exagerada en sus transformaciones, y cuando son heridos no sangran, si no que pierden una sustancia dorada que burbujea. Todo ese aspecto, que se reproduce también en la acumulación de escenas de acción que suponen el vértigo de un entretenimiento sólido, es un enchapado, una cubierta falsa que quiere representarse como tanque mainstream. Lejos está todo el film de serlo: es una producción que es más feliz cuando se acerca a la baratija de alguna galería comercial de mala muerte. Es una pena, por tanto, que Proyas y sus guionistas no hayan ido a fondo con este concepto Miami que hubiera provisto de un filtro para asimilar lo que se ve en la pantalla.
En algún momento el cine de Hollywood, atado a ciertas necesidades del gran espectáculo y los avances tecnológicos que permitían la reproducción de imágenes mucho más realistas, apeló al péplum (películas ambientadas en la antigüedad, en tiempos de imperios, reyes y guerreros, que escondían detrás un andamiaje shakespereano) como un subgénero que permitía la cuota necesaria de entretenimiento, aunque siempre escudada en una intención revisionista de aquellos hechos históricos. Gladiador fue en cierta medida la película que recuperó el subgénero en la modernidad, pero también lo clausuró: lo que vino luego, en verdad, fue un acercamiento revisionista con un carácter ilusorio. Y así tuvimos las Troya y las Furia de titanes. Claro está, los superhéroes demostraron que el público (masivo, adulto) ya no busca fidelidad historicista, sino que se permite la hipérbole de lo fantástico. Por eso hoy Ben-Hur sería innecesaria, y sí es posible Dioses de Egipto.
Pero la película de Proyas cae presa de otro movimiento del cine de entretenimiento actual, y que es la desacralización y la sátira de lo mitológico. Hace dos años lo comprobó con mejores armas Hércules, con Dwayne Johnson, que descubría -sobre la base del cine de aventuras y la reflexión del trabajo en grupo- la realidad aumentada que habita en los mitos. Dioses de Egipto no busca tanto eso, ni piensa la sátira, sino que cree en lo prosaico, en ser ligera y desprovista de solemnidad para abordar el asunto. Así lo demuestran un poco las actuaciones de Nikolaj Coster-Waldau y Gerard Butler (también la aparición deadpan de Geoffrey Rush) como esos dioses en conflicto. Pero Proyas, amén de un par de secuencias de acción bastante bien montadas, carece del timing necesario para hacer de esto algo divertido: por lo tanto Dioses de Egipto traduce lo pastichero, lo ridículo, incluso lo berreta, en un mecanismo aburrido y sin gracia.
En definitiva, para ser kitsch no alcanza con sumar baratijas varias, amontonarlas en pantalla y exacerbarlas, sino que se precisa de una consciente toma de posición estética de la que Dioses de Egipto carece. Y no la tiene, básicamente, porque en el fondo quiere jugar en la liga de los entretenimientos masivos. Ese no asumir la clase a la que pertenece es lo que termina matando las posibilidades de un film que podría haber provisto dos buenas horas de divertimento descerebrado.