Radiografía social en clave kitsch
Con dosis de sátira, disfuncionalidad familiar y melodrama malsano, la película explora la intimidad de un grupo de millonarios limeños. El director da en el blanco cuando apunta sobre cierto “feísmo”, pero peca de rigidez conceptual.
De unos años a esta parte el cine latinoamericano se viene ocupando de radiografiar a los nuevos ricos del continente, surgidos de los procesos de concentración económica del último par de décadas. El cine mexicano es el que hasta ahora lo hizo con más continuidad, desde Batalla en el cielo (2005) hasta Daniel y Ana (2009), pasando por La zona (2007) y Parque Vía (2008). Pero también el cine chileno viene dando cuenta de las vidas privadas de los beneficiarios del pinochetismo (en La sagrada familia, 2004, y La nana, 2009), mientras que el aporte del cine argentino –siempre más interesado en el seguimiento de clases medias y bajas– debe buscarse por el lado de ese dúo de opuestos que son Una semana solos y Las viudas de los jueves. A este cuerpo de films el cine peruano suma ahora Dioses, de Josué Méndez, coproducida con aportes argentinos y el espaldarazo de buena cantidad de fundaciones, dedicadas al apoyo de cinematografías emergentes.
Presentada en prestigiosos festivales internacionales (como había sucedido ya con la ópera prima de Méndez, Días de Santiago, que seis años atrás ganó un premio en el Bafici), Dioses explora la intimidad de una familia de superricachones limeños, con mansión en una playa que parece una sucursal local de Marbella. “¿Es la nueva criada?”, pregunta con la peor intención Andrea (Maricielo Effio) a su papá, el industrial metalúrgico Agustín (Edgar Saba), cuando éste le presenta a su nueva y jovencísima pareja, la sobreproducida Elisa (Anahí de Cárdenas). Niña de los ojos de papá, chica malcriada, Andrea se sabe sexy y lo explota a fondo. Nadie se babea con ella tanto como Diego, su hermano menor (Sergio Gjurinovic), que la sigue a todas partes, no deja de mirarla y aprovecha sus borracheras para sobarla. Mientras tanto y con el objetivo de integrarse al círculo de damas playeras, Elisa se pone a estudiar sus temas favoritos de conversación: botánica local, hermenéutica bíblica y mitología griega.
Combinando dosis de sátira, disfuncionalidad familiar y melodrama malsano, Méndez da en el blanco cuando apunta sobre lo que podría llamarse “feísmo de nuevo rico”. No muy distantes de sus vecinos del Cono Sur, Agustín y sus pares se pavonean con vasos de whisky, mientras sus mujeres exhiben bronceados excesivos y sus amantes arrasan el shopping vecino. Un baile de disfraces, de motivos andaluces, los muestra en su condición de máscaras o autocaricaturas kitsch, con los hombres posando como Bardems del cuarto mundo y las señoras haciéndose las Penélope Cruz. El feísmo es, en ocasiones, sexual, como cuando Diego se frota contra su hermana. Esas escenas pueden producir malestar estomacal, pero éste se disipa cuando surgen las obviedades. “Deberían invadirnos esos gringos”, proclama una señora, sacando a relucir un cipayismo de manual. Y el kitsch es, a veces, no intencional, como el sueño en el que la trepadora Elisa se avergüenza, también del modo más obvio, de sus aindiadas mamá y abuela.
Sin embargo, la escena en la que Elisa va a visitar a sus mayores tiene un relax y espontaneidad que a otras les falta: encerrados en la cárcel de los conceptos prefijados, a los personajes no les sobra libertad de movimientos. A veces, la rigidez conceptual se transmite demasiado visiblemente a la puesta, como en una escena en la que los amigos de Andrea aparecen desparramados por el piso y sillones de la mansión, después de haber tomado demasiado pisco. Están tan prolijamente desmayados, que se tiene la sensación de que el asistente de dirección acaba de acomodarlos, uno por uno y miembro por miembro. Eso no quiere decir que en ocasiones Méndez no acierte más de un pleno, como la magnífica escena de apertura (un plano sobre Andrea bailoteando en una disco, tan fijo como la mirada de su hermano) y otra que es como su contratara, cuando Diego finalmente cobra coraje y se le va encima, en medio de una fiesta. Allí, la disociación entre la banda de sonido y lo que en términos técnicos se llama música diegética (bailan dance, pero se oye un huayno) produce un efecto de distorsión que le sienta como un guante.