Imágenes paganas
Cuando las religiones y mitologías hablan de dioses se refieren a Zeus, Ra, Alá o al Dios judeocristiano, tan peculiar y absoluto que, para nombrarlo, no puede hacerse otra cosa que convertir el sustantivo común en nombre propio y trasladarlo a las mayúsculas. En cambio, cuando en su película Josué Méndez habla de dioses, se refiere solamente a una familia de nuevos ricos peruanos y a su entorno. Mientras los dioses clásicos exhiben raros atributos como por ejemplo tener cabeza de halcón y cuerpo de hombre, o presentan la paradoja de ser uno y trino al mismo tiempo, estas deidades cinematográficas son más bien vulgares: un empresario con plata entrado en años que se quedó sin pelo, en pareja con una chica mucho menor de pechos operados, y dos hijos adolescentes bien parecidos y bien desganados. Gente rica que tiene tristeza.
Los poderes y actividades de los dioses religiosos son innumerables y producen asombro: convierten a los hombres en sal, mandan diluvios universales o aseguran vida eterna después de la muerte. Sus historias se cuentan en ricas tradiciones orales, fabulosos relatos heroicos o grandes clásicos de la literatura universal. En tanto, las criaturas de Méndez compran cosas, alternan en sociedad, mantienen las apariencias y adormecen su aburrimiento con pequeños vicios y perversiones. Dioses pretende ser una película de retrato social, pero se queda solamente en la superficie, en la descripción de arquetipos simples y prejuiciosos. El discurso es directo, casi de unitario de Canal 13, y el tratamiento estético es bien básico. Se muestra gente linda y chata, los decorados son blancos, sobrios y minimalistas y la cámara está quieta, como simple testigo de lo poco que pasa. Casi nunca hay lugar para segundas lecturas, todo está muy masticado para que el espectador diga “¡Qué barbaridad! ¡Qué gente de porquería esta!”. Quizás todas estas son características de gran parte de la clase social aludida, pero resultan remanidas, para conocerlas no hace falta ir al cine, basta con ojear dos minutos la revista Caras en cualquier sala de espera de consultorio.
Sin embargo, hay una línea argumental arriesgada que de haberse profundizado podría haber dado como resultado otra película (tal vez, pienso, una La Ciénaga peruana). Es la historia de los deseos incestuosos del hermano varón hacia su hermana. Y dentro de esta historia está la escena más interesante de Dioses. En un momento los hermanos bailan en una discoteca al ritmo de algo que intuimos como música electrónica, pero en la banda de sonido escuchamos una canción folklórica desgarradora. El chico se acerca a su hermana, intenta conseguir contacto físico (bah, restregarse un poco), amaga, pero no se anima. Estos son los únicos minutos en que Méndez no se decide decir, sino a mostrar. Sin necesidad de palabras, entendemos claramente las contradicciones del personaje, vemos el divorcio entre sus movimientos socialmente permitidos y la música interior que marca pulsiones prohibidas. Hubiera estado bueno ver más escenas como ésta, pero por desgracia no se repiten.
Las religiones y las mitologías se refieren a los dioses como seres muy especiales, con características singulares por las que merecen ser distinguidos y resaltados entre los mortales. Los protagonistas de una experiencia cinematográfica también deberían ser un poco dioses, deberían brillar en la pantalla porque, vueltos celuloide, sus personalidades e historias, aunque sean sencillas, fueron mostradas con un lenguaje único e irrepetible. Lamentablemente, este milagro secular no alcanzó a Méndez.