Barajar y dar de nuevo
Danny Collins (Al Pacino) es un ícono de la música en plena decadencia. Se tiñe las canas, se pone una faja en el abdomen y sale a los escenarios a cantar sus grandes éxitos, mientras unos fans bastante mayores (escena que deja claro que el músico en cuestión no produjo nada nuevo en años, ya que no renovó su público) bailan y cantan en una mueca tragicómica.
Como una suerte de Neil Diamond–por el estilo musical y algo de la excentricidad en su vestuario–, pero degradado, el personaje de la película de Fogelman vive todos los excesos que un rock star puede comprar. Autos carísimos, mansiones lujosas, cocaína. Pero todo eso no le alcanza.
Frank Grubman (Christopher Plommer), su manager y único amigo –la contracara de Collins: un alcoholico recuperado que sólo toma agua mineral– le regala un objeto que provoca un giro en su vida patética: la carta de admiración que John Lennon le escribió décadas atrás, después de escuchar sus primeras canciones. Es que Collins alguna vez tuvo buena mano para la poesía –toda una novedad hasta aquí, ya que lo único que le escuchamos cantar es la horrible “Oh, baby doll”, el máximo hit de su carrera. Así empieza la redención de Collins, que buscará reinventarse. Escaparse de la trampa del éxito comercial y revertir el fracaso de su vida afectiva.
Como una especie de Sandro o Cacho Castaña, con su carisma y su encanto magnéticos, el trabajo de Pacino le ofrece a Collins lo único digno de ver en Directo al corazón. Es una obviedad decir que ha logrado en su trayectoria mejores composiciones, pero Pacino es un grande del cine, aunque sus esfuerzos ya no estén puestos en los desafíos actorales y permanezca, en este sentido, en un lugar más cómodo.
La película, inspirada en la historia de Steve Tilston, un cantante de folk británico que recibió la famosa carta de puño y letra del histórico Beatle–en 1971, algunos años después de su muerte–, es un melodrama sin encanto. Dicho esto en todos los sentidos, al nivel de la trama y sobre todo plasmado en una imagen rudimentaria y monótona, una composición tosca y sucia de los planos, que dan la impresión de estar diseñados sin demasiada reflexión sobre lo que narran. Incluso las elecciones sobre los emplazamientos son extrañas, como si el director no supiera cómo o por qué poner allí su cámara.