Una lección de ética ¿De qué hablan los hombres y mujeres que tienen el timón del mundo cuando se congregan a definir el destino de las mayorías? Aunque la pregunta no es exactamente sobre qué conversan, porque eso, a la larga, se vuelve público -siempre las circunstancias más generales, nunca los pormenores-, sino cómo o en qué términos se dan esos intercambios entre políticos, economistas y empresarios cuando están lejos de las cámaras y los micrófonos, los periodistas y las multitudes electorales. ¿Cómo fue el detrás de escena de los encuentros de los representantes de la Unión Europea y los dirigentes africanos, cuando se juntaron en Malta para definir las nuevas políticas que frenaran la inmigración y la llegada de refugiados a Europa? ¿Qué se dijeron el exministro de Economía griego, Yanis Varoufakis, y Christine Lagarde, la directora del FMI, cuando se reunieron para discutir las reformas económicas a las que debía someterse el país en crisis para lograr una quita de su deuda con la troika? La película Le Confessioni indaga en este imaginario. Pero, ¿qué pone en escena Roberto Andò? A un monje (Toni Servillo, conocido aquí por protagonizar la amada y odiada La gran belleza -2013-, de Paolo Sorrentino) que llega a Alemania como invitado a la cumbre del G8. Allí, en el cinco estrellas Grand Hotel Heiligendamm, entre el lujo del mejor champán, las habitaciones con vista al Báltico -y un grupo de individuos siempre dispuestos a burlar la seguridad para manifestarse en contra del Grupo de los Ocho líderes mundiales-, lo reciben los funcionarios junto al director del FMI, Daniel Roche (Daniel Auteuil). La cumbre tiene una particularidad: Roche, que además festeja su cumpleaños en este marco, y porque es un excéntrico, decidió incorporar a esta reunión súper exclusiva, tan pública como secreta, a personalidades del mundo de la cultura y la industria: un músico de pop-rock, fachero a lo Jon Bon Jovi; una escritora de best sellers de la literatura infantil, del estilo de J.K.Rowling; y el monje en cuestión, Roberto Salus, que publicó un libro con algunas de sus reflexiones como hombre que practica la fe, la espiritualidad, y sobre todo la piedad, según él mismo cuenta -personaje algo contaminado por la buena imagen que proyecta el papa Francisco en el mundo-. Roche, que leyó aquel texto, es un admirador de Salus, y lo elige para poner en marcha un plan, que es la razón por la cual fue invitado: quiere ser absuelto de sus pecados antes de morir. Porque Roche está a punto de morir. Ahí, en ese hotel, a mitad de la reunión, sin que nadie entienda cómo ni por qué. O si alguien lo asesinó. Le Confessioni (2016), con su narración ordenada, fluida, su porción de suspenso, su esmero en soltar información en gotas, su corrección y prolijidad en atar cabos y no regalarle nada al azar, tiene, sin embargo, una característica que la debilita y le resta puntos. Es un ejemplo de cómo el cine comete el pecado de querer explicar cómo funciona el mundo. De contarnos a los demás -que desde esa perspectiva parece ser que no estamos capacitados para comprenderlo por sí solos- cómo mueve sus fichas el sistema. Y para hacerlo usa a este monje, un ser que vive recluido y en silencio, un outsider que está más allá de todo afán delirante por la acumulación del poder y el dinero -y esto porque el director deja afuera de la discusión cualquier tipo de referencia a la institución eclesiástica-, un hombre que recoge los platos para lavarlos después de la cena, en un hotel en el que una habitación simple cuesta 300 euros por día. Le Confessioni es una película de ideas y el motor que empuja la trama es este monje, que está puesto en una escala superior. Salus representa lo único trascendente, la revelación que puede convencer a los que tienen al mundo en sus manos que deben cambiar el rumbo. Salus es una advertencia, es la enseñanza. Porque Roberto Andò parece afirmar con esta película que el cine puede ser portador de un mensaje que modifique al mundo y su lógica perversa. Y no está mal que así lo crea -algo parecido se da en Viva la Libertá-, pero esta vez cae en la trampa de evidenciarlo con un discurso muy literal, muy sin metáforas, muy carente de vuelo y eso vuelve una película interesante, con gran destreza técnica, en un panfleto ingenuo.
La infancia, un mundo paralelo La película de Claudio Remedi es uno de los dos estrenos argentinos de la cartelera local esta semana. Los protagonistas son dos niños que intentan abrir una misteriosa caja. Claudio Remedi es un director con varios documentales en su haber, pero esta es su primera película de ficción. El cierre del yacimiento de hierro de Sierra Grande, fuente principal de la economía de la ciudad; la historia de los pueblos originarios durante la Conquista del Desierto o los piquetes de Cutral-Có, durante los años 90 son algunos de los temas que tocan trabajos como La historia invisible (2013), Agua de fuego (2001), Fantasmas en la Patagonia (1996), los documentales que filmó junto al grupo Boedo Films, con quienes trabaja desde hace más de dos décadas. La ilusión de Noemí es una película austera y modesta, que trata sobre la amistad entre dos chicos que viven en un barrio industrial de La Plata, cerca del puerto. Noemí (Martina Horak) es la hija de un obrero (Sergio Boris) que trabaja en un astillero y tiene algunos problemas de plata. Perdió a su madre hace muchos años, vive bajo la sombra de su ausencia y tiene una tía (María Inés Aldaburu) que pretende ocupar ese rol, incluso a costa de alejarla definitivamente de su padre, llevarla a San Juan y darle una educación católica porque, según entiende, el padre no puede enseñarle siquiera con qué “v” se escribe vaca. Sergio (Joaquín Remedi) es su compañero de escuela, su amigo, su compinche. Hijo de una madre separada (Licia Tizziani), que trabaja como empleada de limpieza en un hospital. Su papá no parece alguien muy dedicado a cumplir con su responsabilidad, y tampoco tiene un buen vínculo con su madre porque, además, no cumple con la cuota alimentaria. Sergio es, sin embargo, un chico sensible, aniñado, con el que Noemí comparte las aventuras cotidianas. A partir de una excursión al Museo de Ciencias Naturales que hacen con el colegio, empiezan a jugar a ser arqueólogos y montan una carpa en el jardín de la casa, donde descubren una caja de lata enterrada. La caja es un tesoro guardado allí por la mamá de la protagonista, que sólo conseguirán abrir al final de la película. La ilusión de Noemí es fundamentalmente un relato sencillo que transita la inocencia, la imaginación y la curiosidad de estos chicos, que aun miran de reojo los dramas de los más grandes. Que entienden todo lo que sucede a su alrededor, pero todavía no entraron de lleno al mundo de los dilemas de los adultos. Están en la frontera, dentro de una burbuja de fantasía, refugiados en el juego, en la infancia.
Humor de diván. En una de las escenas iniciales de Lolo, el hijo de mi novia (2015) hay un bebé que llora porque le quitaron la teta que lo alimentaba. Es un flasback, casi el único viaje hacia atrás en el tiempo que hay en toda la película. Es en este momento crucial del destete, algo así como el principio de los principios, donde se anticipa y explicita toda lo que está por venir.
Saoirse Ronan, nominada al oscar como mejor actriz por este protagónico, interpreta a una inmigrante irlandesa que llega a la ciudad norteamericana del título. Eilis -Saoirse Ronan- es una chica muy joven de clase trabajadora. Vive en un pueblito irlandés a mediados del siglo pasado. Trabaja en una suerte de ramos generales y su jefa es una señora mandona y abusiva que no tiene el más mínimo decoro en pisotear el orgullo de sus empleadas y el de los clientes que no superen el piso de sus prejuicios de clase. Su vida es más o menos parecida a la que llevan todas las chicas de su edad, con las expectativas puestas en conocer a algún muchachito y formar una familia. Eso es todo lo que hay en el futuro para Eilis y las mujercitas de su pueblo. Aunque su futuro no le preocupa tanto a ella como a su madre y a su hermana, Rose, que trabaja como contadora en una empresa y cree que su hermana menor merece conocer otras realidades, superar los límites geográficos y posicionarse económicamente. Con ese plan le compra un pasaje en barco a Estados Unidos, arregla la estadía en una pensión de señoritas y un trabajo en una empresa de cosméticos. Así es como Eilis cruza el Atlántico y llega a Brooklyn: una inmigrante irlandesa entre tantísimos en ese país durante 1950 en busca de oportunidades. Allí, en esa ciudad tan opuesta a las costumbres de su pueblo natal va a fabricar su futuro, aunque primero deberá poner a prueba sus propias decisiones. Brooklyn -2015- es un relato clásico, bien construído, aunque predecible, sobre la novela del irlandés Colmbrooklyn 1 Toibin, con dirección de John Crowley y guión de Nick Hornby, que se cierra sobre este personaje femenino, pero lo que subyace es una mirada sobre aquellos inmigrantes, la ciudad norteamericana que los cobijó a miles de kilómetros de la tierra y sobre la capacidad de forjarse una vida nueva lejos de su patria. Brooklyn -2015-, aunque competirá como mejor película en la próxima entrega de los premios Oscar (deberá ganarle a El Renacido, de Iñárritu; Mad Max: furia en el camino, de George Miller; Misión Rescate, de Ridley Scott; La gran apuesta, de Adam McKay; Puente de espías, de Steven Spielberg; En primera plana, de Tom McCarthy y La habitación, de Lenny Abrahamson) y mejor guión adaptado, es un pasatiempo de verano, mientras esperamos por las grandes películas. Ojalá no tarden mucho.
Capital humano Sandra -Marion Cotillard- sufre de depresión. Después de una licencia laboral por su enfermedad se prepara para volver al trabajo, pero sus empleadores de la fábrica de paneles solares le informan que va a ser despedida. En su ausencia sus compañeros trabajaron horas extras y el gerente decidió que prescindir de sus servicios es ahorrar un gasto innecesario. Sandra, que como todo asalariado debe vender su fuerza de trabajo para vivir, necesita recuperar su trabajo y para eso depende de una votación -democrática en lo formal- de sus 16 compañeros, a los que la empresa les dará un bono extra como premio sólo si sigue vigente el recorte que le cuesta el puesto a la protagonista. El relato de Jean-Pierre y Luc Dardenne se inicia justo en este punto y la cámara persigue a Sandra mientras emprende camino hacia la casa de cada uno de sus compañeros de trabajo, con la intención de convencerlos de que voten a su favor, que no es ni más ni menos que pedirles que renuncien al premio de mil euros. Todos interpretan distinto sobre lo que significa votar a favor de Sandra. También todos saben que no votar a favor es votar en su contra, aunque casi ninguno de los personajes lo ponga en estos términos -"No voto en tu contra, sólo voto por mi bono", dice uno-. Dos días, una noche utiliza esta trampa de la lengua para dejarla en evidencia. Entonces pone no sólo a los personajes en un lugar incómodo, de interpelación ética -hasta dónde mis acciones tienen consecuencias en el otro-, también el espectador queda atrapado en este juego y debe tomar partido. En su última película, como en todas las demás, los Dardenne ponen lo político en el centro, revelan las relaciones económicas y de poder que esconden los vínculos, visibilizan la perversidad de un sistema que aquí coloca a los semejantes en una relación violenta de competencia, que nada tiene que ver con las voluntades de todos ellos, sino que aparece sujeta a intereses ajenos y al mandato de la maximización de los beneficios -"Ellos quieren pegarme y yo también", le explica Sandra a Manu, su pareja, quien la escolta firme durante el conflicto-. El análisis es marxista, la película así lo propone. Marshall Berman, en su lectura crítica sobre el pensamiento de Marx, dice que éste trabaja dentro de una tradición -la moderna-, en la que se hace presente un nuevo simbolismo: la desnudez del hombre "desguarnecido". "Marx piensa dentro de la tradición trágica. Para él las ropas son quitadas, los velos desagarrados, el proceso de despojamiento es violento y brutal, y sin embargo, de algún modo, el movimiento trágico de la historia moderna tiene una supuesta culminación en un final feliz", reflexiona Berman. Para pensar este imaginario lo ejemplifica a través de la figura literaria del rey Lear, quien mientras vaga sin rumbo, despojado de sus vestiduras reales, en la más absoluta miseria, reconoce, por primera vez, su relación con otro ser humano -Edgar, su bufón y fiel servidor-. Esta condición, explica Berman, resulta ser su primer paso hacia una plena humanidad. Pero la catástrofe que lo redime como ser humano es la misma que lo destruye políticamente, ya que sólo en este preciso momento Lear está capacitado para ser lo que es, un rey. Y amplía: "Shakespeare nos dice que la terrible realidad desnuda del hombre desguarnecido es el punto a partir del cual debe realizarse la guarnición, el único terreno sobre el que puede crecer una comunidad real". Sandra, la depresiva que asume que perder su trabajo es equiparable a perder la vida -"No existo, no soy nada", admite-, descubre en el trayecto una realidad antes oculta y que tal vez la obligue a salirse del lugar preasignado.
Candidatos pintados ¿Quiénes son los que están detrás de los grafittis y las pintadas políticas callejeras? ¿De quiénes son las voces que locutan publicidades desde las avionetas en el Conurbano? Cuerpo de letra pone en escena esas caras antes ocultas detrás de un trazo que anuncia "Massa 2015" en los paredones de la Panamericana o una voz que publicita desde las alturas las ofertas en los cortes de carne de un comercio. Pero eso es sólo una parte del asunto, porque el último largometraje de Julián D'Angiolillo no pone énfasis en narrar "las historias detrás" de aquello que conocemos, como estrategia de visibilización de lo invisible, sino que busca adentrarse en un mundo subterráneo, en una realidad velada. Porque si bien es cierto que la película sigue a un grupo de personajes -y a uno de ellos en particular-, el relato no se ocupa de esas subjetividades, sino del contexto en el que ellas se mueven. En plena oscuridad un grupo de muchachos bajan de una camioneta con tachos de pintura, cruzan la autopista esquivando autos, blanquean los muros con la propaganda política del candidato opuesto y acto seguido, brocha y linterna en mano escriben la leyenda indicada por el puntero al que responden. En Cuerpo de letra la imagen simula una distancia descriptiva y el espacio casi siempre es el público -un espacio de disputa, de enfrentamiento por "copar" la calle, por "ganar" los muros mejor "cotizados"-. El tiempo es el de la noche, esa nocturnidad que mejor propicia lo clandestino. La pintura es una de las disciplinas en las que incurre D'Angiolillo como artista plástico. Pintar, o más exactamente dibujar, ya sea a través de la técnica de la tinta sobre papel o la intervención de fotografías, es una actividad artística, sin fines prácticos. Pintar para los chicos del comando en cuestión tiene la finalidad concreta, última, de convencer al electorado de conseguir los votos, de instalar en el espacio público al candidato que les paga. Por eso es que pintar no es lo mismo que pintar, aunque en ambos casos se coloquen firmas de autor y se trate, después de todo, de distintas formas de trabajo, condición que los iguala. La película de D'Angolillo "pinta" o pone una lupa sobre las formas de funcionar de este submundo, en el que los pintores hacen lo que deben para ganarse el pan y a la hora de las urnas, en el cuarto oscuro, toman sus propias decisiones.
Un crimen ferpecto En la última de Woody Allen, el académico Abe Lucas (Joaquin Phoenix) se instala en Newport para dictar clases de filosofía en la universidad. Su facha y la fama de sus papers –nunca queda muy claro sobre qué tratan pero, a juzgar por los alumnos y profesores, tienen cierta originalidad– le alcanzan para agitar un poco el clima del campus. Abe no se engancha con la popularidad que sembró en su estadía, sólo va de la casa al trabajo y viceversa. Disfunción eréctil, bloqueo creativo, vida social nula y alcoholismo son algunos de sus dramas de todos los días. No encuentra estímulos en su vida. En un bar junto a Jill (Emma Stone), la alumna con quien pasa algunos ratos libres –por decirlo así, ya que de romance hay poco y nada–, escucha la conversación de los desconocidos de la mesa de al lado. Una mujer llora y cuenta cómo un tal Spangler, un juez corrupto, aparentemente, le quitará la tenencia de los hijos. Queda un poco perturbado con esta noticia y decide hacer algo que lo repare. Algo puede ocurrirle al juez. Esta circunstancia lo motiva y le devuelve una razón de existencia. ¿Es legítimo el asesinato si se comete con el fin de un bien mayor? Hay una frase, atribuida a la prosa de Dostoievski que reza así: “Si Dios no existe, todo está permitido”. En verdad, es una pregunta que le hacen a Aliosha, el seminarista de Los hermanos Karamazov: “¿Qué será de los hombres sin un Dios y sin vida inmortal? ¿Se permitirá todo? ¿Podrán hacer lo que quieran?”. El razonamiento, propio de la moral conservadora, tiene su contrapunto en una afirmación de Lacan, que invierte la máxima y pone boca arriba el edificio ideológico: “Si no hay un Dios, entonces todo está prohibido”. Si se sigue en esta dirección, aunque más no sea para observar de cerca el comportamiento de un personaje, se puede ver un panorama más completo de las situaciones que pinta el director. Por ejemplo, Slavoj Žižek –otro rockstar de la academia, como Abe Lucas– entiende que Dios (o alguna idea elevada a esta categoría absoluta) es la razón por la cual todo puede ser permitido (el ejercicio de la violencia en contra de un enemigo que amenaza el orden). Su existencia permite justificar la transgresión, porque el encuentro con la causa sagrada trivializa los reparos respecto del asesinato y anestecia respecto del sufrimiento del otro. Claro, el filósofo esloveno piensa en los genocidios, los fascismos, fundamentalismos religiosos y otros tipos de violencia de masas, pero salvando estas distancias, Abe pone en marcha una estrategia parecida para justificar sus actos. Lo hace en nombre de una supuesta Justicia que acomoda las cosas en el orden social. Por lo menos eso es lo que alude el protagonista. Pero en verdad es un liberal ateísta (un hedonista, como los llama Žižek) en busca del crimen perfecto. Abe no es Iván Karamazov, ni Aliosha, y mucho menos Raskólnikov, porque hasta ese terreno no llega su buena conciencia. Se sabe que Woody Allen retrata con talento las inquietudes de su clase –no se le puede atribuir falta de coherencia, mucho menos en este caso–. Y no deja de ser un maestro de la narración, aunque Hombre irracional no tome un riesgo mayor y plantee muy por arriba algunos problemas éticos de larga data en la historia del pensamiento. Es una pena cómo resuelve del modo más “correcto” el destino de su personaje. Sin embargo, vale la pena ver cómo Allen acomoda las fichas para que tropiece con una linternita y en un gesto tan absurdo como irónico nos recuerde cuál es su arte. (“Somos simplemente parte de un todo mayor expuesto a distorsiones del destino”, en esto cree el ateísmo según Žižek).
Cuento de iniciación con moraleja Cuando John Green publicó esta novela batió records de ventas, pero su éxito en la industria editorial se extiendió al cine cuando en 2014 se estrenó Bajo la misma estrella, la adaptación de su último trabajo que superó expectativas de taquilla. La película es la transposición al cine de la tercera novela (homónima, por cierto, y ganadora del Premio Edgar, una distinción llamada así en honor a Poe y entregada por la Asociación de Escritores de Misterio de Estados Unidos) de John Green, un novelista norteamericano que es tan best seller como Stephanie Meyer o J.K. Rowling, sólo que no escribe dentro de los márgenes del género fantástico, como las autoras de las sagas Crepúsculo o Harry Potter, sino que su prosa se inscribe en un realismo, siempre dirigido específicamente al lector adolescente (lo que en el mercado editorial se conoce como Young Adults Fiction). El encargado de dirigirla fue Jake Scheier (antes dirigió Un amigo para Frank, su primer largo, que aquí no se estrenó en cines), pero se repiten los mismos guionistas de Bajo la misma estrella, Scott Neustadter y Michael H. Weber, pareja que además escribió 500 días sin ella (aquella comedia paródica y algo canchera de 2009). Quentin Jacobsen (Nat Woff) siempre estuvo enamorado de Margo Roth Spiegelman (Cara Delevingne). Quentin y Margo son dos adolescentes de Orlando que viven en la misma cuadra y fueron amigos inseparables en la infancia, aunque ya ni se saludan. Ahora él es el nerd que nunca falta a las clases y ella la diosa popular inalcanzable. Todo parece haber cambiado durante el curso de la escuela secundaria, pero una noche ella le pide que la ayude a vengarse de su novio infiel. La de Green es una novela de aprendizaje, modelo al que se ajusta la película. Así, Quentin –pero también sus amigos Radar, Ben y Lacey (Justice Smith, Austin Abrams y Halston Sage, respectivamente)– intentan entender un poco más sobre la propia identidad y algunos de los grandes temas de la vida como el amor y la amistad. Es cierto que la “enseñanza” que señala la película queda más que explicitada y por las dudas subrayada, para que a ningún espectador se le pase de largo, pero se entiende que es justamente eso lo que se busca. En ese sentido, no se le puede cuestionar la coherencia.
El amor, ese invento mercantil En Tokio, Graciela Borges es Nina –aunque éste sea sólo un nombre inventado por su galán en cuestión–, una mujer triste con el corazón roto. Goodman (Luis Brandoni) es un músico, un pianista tierno y vulnerable a quien Nina conoce de manera casual en un jazz club, el día de su cumpleaños. Goodman y Nina –identidades falsas cuyos nombres aluden a Benny Goodman y Nina Simone, intérpretes tan singulares como paradigmáticos de esta música– son dos adultos de más de 60 que se gustan. Dos desconocidos que dejan de serlo. En la película dirigida por Maximiliano Gutiérrez el amor se manifiesta en una dimensión utópica –la promesa del destino compartido y otras afirmaciones por el estilo, más o menos ingenuas, que son las marcas propias del subgénero de la comedia romántica–. Aquí están todos sus elementos: el encuentro casual, el desencuentro, reencuentro, perpetuidad y happy ending. Pero como lo importante aquí, ya que sabemos cómo concluye todo, es el cómo se encastran las piezas, es allí donde Tokio se queda corta. Con cierto tono irónico y algunas formas vagas de autorreferencialidad –como cuando Nina dice: "Ahora es cuando me decís que somos el uno para el otro" y le explica a Goodman lo propio del lenguaje de cortejo–, la película sigue la mayoría de las convenciones del género. Se adapta perfectamente al tópico "amor en la tercera edad" que responde a un nicho del mercado –denominación deplorable, por cierto. ¿Por qué no hablar de vejez y dejarse de eufemismos?– y conserva intacto el mito del amor romántico, sin preocuparse por transgredir o reelaborarlo. Y eso no estaría mal sino fuera porque la evidente falta de espesor dramático o novedad en los giros la vuelve rudimentaria y poco entretenida. Sin embargo, Nina, de espaldas, desnuda y sentada en la cama de Goodman –antes la vimos dejar un hombro al descubierto, ponerse unos aros frente al espejo o quitarse el rouge hundida en la melancolía– es toda sensualidad y erotismo. Pero la fascinación por su figura no es exactamente con un personaje –porque la elementalidad del guión no parece terminar de dibujarlo y todo el mérito se lo lleva la actriz–, sino la de la película y el espectador por la señora Graciela Borges: icono del cine argentino, estrella máxima de nuestro sistema y único brillo de Tokio. A fin de cuentas, esta idea del amor como fuente de la felicidad, tan presente en la película –y en una cultura que coloca en el centro de la vida social a la institución matrimonial–, es una práctica común y naturalizada a la que la maquinaria ideológica del cine nos tiene acostumbrados. Ya ni siquiera vale decir algo al respecto toda vez que se redobla la apuesta y se refuerza el mandato, que no sirva más que para señalarlo.
Barajar y dar de nuevo Danny Collins (Al Pacino) es un ícono de la música en plena decadencia. Se tiñe las canas, se pone una faja en el abdomen y sale a los escenarios a cantar sus grandes éxitos, mientras unos fans bastante mayores (escena que deja claro que el músico en cuestión no produjo nada nuevo en años, ya que no renovó su público) bailan y cantan en una mueca tragicómica. Como una suerte de Neil Diamond–por el estilo musical y algo de la excentricidad en su vestuario–, pero degradado, el personaje de la película de Fogelman vive todos los excesos que un rock star puede comprar. Autos carísimos, mansiones lujosas, cocaína. Pero todo eso no le alcanza. Frank Grubman (Christopher Plommer), su manager y único amigo –la contracara de Collins: un alcoholico recuperado que sólo toma agua mineral– le regala un objeto que provoca un giro en su vida patética: la carta de admiración que John Lennon le escribió décadas atrás, después de escuchar sus primeras canciones. Es que Collins alguna vez tuvo buena mano para la poesía –toda una novedad hasta aquí, ya que lo único que le escuchamos cantar es la horrible “Oh, baby doll”, el máximo hit de su carrera. Así empieza la redención de Collins, que buscará reinventarse. Escaparse de la trampa del éxito comercial y revertir el fracaso de su vida afectiva. Como una especie de Sandro o Cacho Castaña, con su carisma y su encanto magnéticos, el trabajo de Pacino le ofrece a Collins lo único digno de ver en Directo al corazón. Es una obviedad decir que ha logrado en su trayectoria mejores composiciones, pero Pacino es un grande del cine, aunque sus esfuerzos ya no estén puestos en los desafíos actorales y permanezca, en este sentido, en un lugar más cómodo. La película, inspirada en la historia de Steve Tilston, un cantante de folk británico que recibió la famosa carta de puño y letra del histórico Beatle–en 1971, algunos años después de su muerte–, es un melodrama sin encanto. Dicho esto en todos los sentidos, al nivel de la trama y sobre todo plasmado en una imagen rudimentaria y monótona, una composición tosca y sucia de los planos, que dan la impresión de estar diseñados sin demasiada reflexión sobre lo que narran. Incluso las elecciones sobre los emplazamientos son extrañas, como si el director no supiera cómo o por qué poner allí su cámara.