Se puede medir el miedo en metros? ¿Se puede pensar que la posibilidad de protección o salvación tiene que ver con la distancia? Si algo dejó en claro la pandemia es que, por el contrario, la cercanía puede ser peligrosa, hasta letal. Y la novela de Samanta Schweblin, escrita mucho antes del COVID –y de conceptos como el de «distancia social»–, parece predecir la sensación de terror que aparece ante un mundo que no manejamos ni podemos controlar, ante una realidad indescifrable en la que los horrores son invisibles y pueden invadirnos sin que nos demos cuenta y cuando menos lo pensamos. Diez metros o cinco segundos de distancia no cambian nada.
DISTANCIA DE RESCATE se traslada al cine en una época en la que uno de sus ejes temáticos ha cobrado inusitada fuerza. Y no me refiero estrictamente al virus –ni la novela ni la película tratan específicamente sobre eso– sino a otros elementos que forman parte de un debate urgente y que tiene que ver con el cuidado del mundo en el que vivimos. El otro tema fuerte de la novela –la maternidad, el miedo a que algo terrible les pase a nuestros hijos o el anticipado temblor ante que la idea de que cambien de tal manera que se vuelvan irreconocibles– es eterno, inmodificable, esencial.
La película de Llosa, coescrita con la propia autora argentina, sigue bastante fielmente la estructura de la novela, su complejo entramado formal y temporal, hasta algunos de sus diálogos. Se trata de una historia contada desde la perspectiva de un narrador poco confiable (por motivos que se verán) para un oyente que puede no estar ahí en un lugar que no se sabe bien cuál es. Y esa historia incluye otras adentro, con nuevos puntos de vista que se acumulan a modo de cajas chinas. Todo es inquietante y no sabemos verdaderamente cuánto de lo que se dice, y de lo que vemos, es real.
A quién escuchamos narrar la historia es a Amanda y el que la interroga es David, un niño que parece tenerla secuestrada o bien estar acompañándola en algún hospital. Sus preguntas son secas, inquietantes. «Eso no es lo importante», le dice. O bien, «esto sí lo es». Y la historia que ella cuenta lo incluye a él, o al menos a una versión de David. Todo empieza cuando Amanda (la española María Valverde) viaja a un pueblo campestre quizás en Argentina –nunca se especifica– a pasar unas vacaciones con su pequeña hija, Nina. Su marido, dice, está trabajando y llegará en unos días. En el lugar conoce a Carola (Dolores Fonzi, personaje que se llama «Carla» en la novela), una mujer un poco más grande que ella, bella y seductora, que también tiene un hijo… el tal David.
Pero apenas la conoce, Carola le advierte a su nueva vecina respecto a su propio hijo. «Si te cuento, no vas a querer que David juegue con Nina», le dice. Y le agrega: «Era mi hijo, ahora ya no». ¿A qué se refiere? Es allí que entramos en otro flashback y pasará a ser Carola quien le cuente a Amanda su historia, mientras ambas están sentadas en un auto. Y es una trama de aristas fantásticas que involucra la misteriosa muerte de un caballo, una rara enfermedad del niño, una curandera local (Cristina Banegas, impecable) y algún «trabajito» que la señora le hace. Resumiendo: tras ese evento, Carola sentirá que su hijo ya no es más su hijo sino una criatura extraña, rara y hasta peligrosa.
Amanda la mira como cualquier persona normal miraría a alguien que le cuenta una historia así a poco de conocerla, pero a la vez parece innegable que el chico es decididamente «creepy«: desafiante, pendenciero, inquietante. Y como ya lo venimos escuchando en una extraña situación (en el futuro, a partir de los diálogos en off que tiene con ella) no dudamos de su aparente peligrosidad. Amanda trata de no tomarse muy en serio, de todos modos, esa historia, pero igualmente teme por su pequeña hija.
Y es allí donde aparece el concepto que le da su título a la historia, esa distancia máxima que Amanda –y muchos padres y madres– tolera tener a su hija, un hilo invisible que la une a ella y que teme soltar. Tenerla siempre dentro del campo visual le da una sensación de aparente seguridad, de estar siempre a tiempo de salvar su vida ante una potencial desgracia. «Yo siempre pienso en el peor de los casos –analiza Amanda y escribe Schweblin en la novela–. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara».
A partir de esa combinación de elementos en apariencia muy distintos se desarrollará DISTANCIA DE RESCATE, una historia teñida de ese terror inabordable a que algo grave les pase a nuestros hijos, o a que se vuelvan irreconocibles, a que dejen de ser quienes eran y se transformen en otra cosa. A ese miedo ancestral –con o sin sus componentes fantásticos–, la historia le suma uno de un orden casi sociopolítico: el de un horror que puede aparecer en donde menos lo pensamos, en la propia naturaleza de las cosas afectadas por la mano del hombre.
Llosa, la realizadora peruana de LA TETA ASUSTADA (nombre que, convengamos, también podría servir para esta película) entiende muy bien esos temores y profundiza su versión en función del drama personal, de la relación entre las dos mujeres (hay una eje ligado a la atracción que Carola produce en Amanda que no está desarrollado en la novela) y en sus experiencias con la maternidad. Tengo la impresión que le cuesta un poco más, sin embargo, entrar en el otro terreno del film, el ligado a un horror más terrenal, físicamente comprobable, posiblemente un McGuffin pero también un misterio con características angustiantes. Si bien las pistas de lo que se irá develando están diseminadas con inteligencia y sutileza a lo largo del relato, a la hora de la tensión y el suspenso uno extraña algún o alguna cineasta con más vocación de cine de género para hacerse cargo de todo ese otro universo de miedos.
No, no son zombies ni criaturas extraterrestres las que atemorizan a las protagonistas, pero bien podrían serlo. Y por más metafórica que parezca ser la amenaza –en el fondo todos sabemos que en algún momento nuestros hijos mutarán hacia otra cosa, en algunos casos a algo no muy diferente a los zombies–, también es muy real, tan real como esa pileta a la que la niña se puede caer si su madre se va, se distrae o mira para otro lado tan solo unos segundos. Así y todo, acaso eso no sea suficiente para frenar lo inevitable. Este último año y medio dejó en claro que entre la realidad y algo muy parecido al Apocalipsis puede haber apenas metro y medio de distancia. Y ningún rescate posible.