Por un puñado de dólares
Por esas cuestiones raras, rarísimas, de la globalización y la pandemia, se estrena localmente Django: En el nombre del hijo (2019) de Aldo Salvini, tercera entrega de una saga que toma como inspiración clásicos americanos del cine de venganza y carcelarios para aggiornarlos a un Perú atravesado por la corrupción policial y gubernamental y las drogas.
Django (Giovanni Ciccia) está tras las rejas, y se lo presenta como una mezcla regional de Sylvester Stallone, Charles Bronson y Franco Nero. Dentro de la cárcel se mueve como pez por el agua, liderando silenciosamente y haciendo notar su poder y fuerza cuando lo provocan.
Cuando se entera que su hijo (Brando Gallesi) se mueve entre criminales de medio pelo, siendo uno más de un grupo de adolescentes que roban por monedas y asesinan a quien se niegue a entregar, decide que es hora de salir, como sea, para protegerlo, ya que es el único familiar que le queda con vida. Pero no será tarea fácil, por lo que tendrá que unirse a los “villanos” de turno, aparentar su alianza con ellos y así ver si puede, de una manera u otra, rescatar al joven.
El principal inconveniente de una propuesta como esta, radica en su intento de emular productos foráneos y copiar estereotipos y estructuras añejas del cine, de un género que en el último tiempo se multiplicó más en televisión, con las narco novelas latinoamericanas y propuestas locales como El Marginal, que encuentran en la exacerbación de rasgos ideológicos sobre la delincuencia una manera de canalizar falsas ideas sobre aquello que está bien y mal en la sociedad.
Apostando a una opulencia visual para los exteriores, tomas aéreas, extensos travellings callejeros, en el encierro de las escenas más dialogadas, y en las que se intentan explicar las vueltas por las que Django y su familia han pasado, se demuestra la debilidad de una cinematografía que no está preparada para enfrentar la historia con una producción a la altura de las circunstancias.
El guion, apunta a frases grandilocuentes, que en la boca de personajes marginales e hiperbolizados, no hacen otra cosa que resentir aún más la extensa trama de la película. “Matar a alguien no es un juego”, “no se pierde a un hijo solo con la muerte”, palabras de manual de autoayuda que resuenan en cada escena y que en vez de generar empatía alejan aún más a los espectadores.
Se habla del personaje central como “la leyenda”, se sugiere que es un tipo con “códigos”, pero en el devenir de la progresión dramática poco y nada se ve de ese “héroe”, ladrón, hombre de palabra, que las circunstancias de la vida lo han llevado a un lugar que supuestamente no merecería estar y que en el fondo es el más bueno de todos.
Malos malísimos, policías corruptísimos, mujeres que se dedican a prostituir jóvenes, drogas, vicios, violencia de género, todo exagerado para que ese personaje central sea santificado y elevado a la categoría de mártir por su familia y por su pueblo. Una película que llega huérfana de sus predecesoras pero que aun así puede entenderse el objetivo al que apunta, espectadores educados visualmente por la televisión que necesitan una prolongación de sus series preferidas en la pantalla grande.