La venganza será terrible
En su larga y gran película sobre la venganza, Quentin Tarantino pasa de sus historias de gangsters, de sus episodios japoneses y pde su fantasía revanchista contra los nazis para sumergirse en otro capítulo urticante de la historia: la esclavitud.
Lo hace, como siempre, con su espíritu de cine clase B y de novel pulp, incursionando en los (sub)géneros menos prestigiosos para reciclarlos (¿mejorarlos?) y, por supuesto, reivindicarlos con entusiasmo. Ya no es el cine blaxploitation -aunque algo de eso también hay-, ni las artes marciales asiáticas sino el viejo (y demodé) spaghetti western con múltiples homenajes (cameo de Franco Nero incluído).
La comparación con Lincoln -la película seria y políticamente correcta de Steven Spielberg que seguramente le arrebatará los principales premios Oscar- es inevitable. Los guardianes de la ética y la moral cuestionaron y cuestinarán a Tarantino por irresponsable, impune, snob y caprichoso, por meterse con el racismo desde un lugar poco serio (hay mucho de comedia -vean si no la escena del KKK- incluso en las explosiones sangrientas, casi gore, que propone).
No estaré entre los detractores: Django sin cadenas es absolutamente fiel, lúcida y coherente en su propuesta y, en el terreno sobre el que se asienta (de una radicalidad absoluta), funciona porque entretiene, divierte y, por supuesto, provoca (incluso la reflexión).
Menos compleja en su estructura que los primeros trabajos de Tarantino (aunque tiene unos cuantos saltos temporales y varias subtramas o historias previas se resuelven vía flashbacks), Django sin cadenas es, además de un western a-la-italiana, una road-movie a caballo, una buddie-movie con dos protagonistas opuestos entre sí que alcanzan una suerte de camaradería impensable) y, también, una historia de amor naif y casi telenovelesca.
El film arranca en la Texas de 1858 y pronto tendremos al cazarrecompensas alemán Dr. King Schultz (Christoph Waltz) y al esclavo Django (Jamie Foxx) unidos en una sociedad que mezcla negocios y venganza, a la que se le agrega otro objetivo más noble como rescatar a Broomhilda (Kerry Washington), esposa de Django.
Así, llegarán hasta Candyland, una plantación del Mississippi profundo dominada por el sádico Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) y manejada en lo cotidiano por un negro (Samuel L. Jackson) capaz de las peores crueldades. En este sentido, Tarantino ratifica su capacidad no sólo para la escritura de diálogos sino también para la construcción de atractivos personajes secundarios con vuelo propio y para la dirección de actores en un tono muchas veces alejado del naturalismo pero así y todo creíble y funcional.
Las marcas de estilo tarantinescas (como su brillante y anacrónica banda de sonido que incluye, sí, pasajes de rap o su apasionada cinefilia que se permite imitar los torpes zooms pero también apelar a su enorme virtuosismo e inventiva para la puesta en escena) vuelven a funcionar a la perfección como para que el disfrute -de quienes se sienten identificados con su sensibilidad, claro- sea completo.