Más palabras que ideas
¿Qué comunica Tarantino en sus películas, cuáles son las ideas y valores que revela como artista? Es difícil precisarlo, ya que en las citas paródicas y los homenajes a las distintas variantes del cine clase B parecen agotarse sus ambiciones.
Sus declaraciones públicas no ayudan mucho: recientemente confesó que odia a John Ford porque “mataba indios sin rostro como a zombis” (desestimando su importancia como director), que comprende a quienes asisten a campos de tiro y coleccionan armas (“es una cultura en sí misma y la respeto” ha dicho, además de igualarlos con los coleccionistas de comics), que le gusta imaginarse como uno de los mejores artistas de su época, y cuando se le preguntó cuáles son las diez mejores películas que ha visto destacó sólo producciones estadounidenses (como puede apreciarse aquí).
Su pasión y su capacidad como realizador son indudables, como lo demuestran la afilada astucia narrativa de Perros de la calle (1992) y Jackie Brown/Triple traición (1997), o, sin ir tan lejos, el brillante comienzo de Bastardos sin gloria (2009). Pero ese diestro manejo de los resortes cinematográficos nunca está al servicio de algo más que historias fuertes o morbosas para chacotear entre amigos, como si no hubiera otra cosa más allá de su admiración por cierto cine y su valoración de subestimados remanentes culturales (estrechez conceptual que también se aprecia, de alguna manera, en los hermanos Coen).
Estas carencias se hacen particularmente manifiestas en su último largometraje, en torno a un esclavo negro que se convierte en compañero de aventuras de un inescrupuloso cazarecompensas, poco antes de la Guerra Civil en EEUU.
En principio, Django sin cadenas cubre sus casi tres horas de palabras, escatimando ideas originales en cuanto a puesta en escena. Todo el tramo en la casa del esclavista Calvin Candie (Leonardo Di Caprio), por ejemplo, bien podría representarse en un escenario teatral, en tanto los flashbacks son de una fealdad chirriante y las explosiones de violencia, más que sorprender, salpican.
Por más que algunos elementos recuerden al Django original (que Sergio Corbucci dirigió en 1966 y protagonizó Franco Nero, que aquí aparece fugazmente), sostener que está hecha sobre el molde de un spaghetti western es no tener idea de lo que es un western. Sumando algo así como bloques de distinta duración, Quentin Tarantino (1963, Knoxville, EEUU) se limita a reunir personajes-actores sobradores dialogando con malicia y suficiencia –con excepción de un Jamie Foxx adusto, pura presencia–, con atractivas canciones de fondo y surtidas escenas de tortura.
Al mismo tiempo, racismo, discriminación y venganza rondan con descuido la trama, en la que hay negros esclavizados pero también traidores, y donde hechos históricos e injusticias ciertas se banalizan y confunden.
Tarantino es como esos compañeros de escuela divertidos para arrojar tizas o burlarse de alguien (no importa mucho de quién), pero que, ante un asunto que exige algo de responsabilidad, dejan claramente en evidencia su inmadurez.