Desarma y sangra
El último trabajo de Tarantino es como un mal alumno, tan personal como caprichoso en su afán por ser incorrecto, un más de lo mismo en el que se pueden encontrar algunos chispazos de genialidad, mucho ingenio y un ya clásico regodeo por la sangre, sobre todo en la última media hora.
Curiosamente, hay más de Sergio Leone en Bastardos sin Gloria (2009) que en este western demasiado conversado y recargado de marcas autorales como para parecerse a otra cosa que no sea una película de Tarantino, y que abunda en ejemplos de explotación que van de lo metafórico a lo literal (basta con ver el pequeño papel que se reserva el propio director). La única salida posible, otra vez, parece ser la venganza.
Lo cierto es que la película se deja ver con fascinación, más allá de que algunos la consideren una obra maestra y otros un lujoso salto al vacío. Tarantino se encarga de poner las cosas en su lugar. Ni tanto ni tan poco. Lo que queda es un vehículo perfecto para el lucimiento de los actores, en donde Waltz repite papel y vuelve a encandilar con lo suyo, y también se luce Samuel Jackson, que siempre crece cuando está a las ordenes de Quentin. Di Caprio y Foxx también cumplen y solo Kerry Washington parece tener un papel decorativo.
La violencia (por momentos estilizada, por momentos gratuita) también le deja lugar a pasajes más líricos como el de la leyenda de Brunilda y Sigfrido, que el Dr. Shultz (Waltz) le relata al protagonista, un esclavo que juega al amo.