Antes de su estreno se dijeron muchas cosas sobre la última película de Tarantino. La principal, que se prestó a muchas confusiones, fue que se iba a tratar de un homenaje al Western. Los que conocían la admiración que siente Tarantino por Sergio Leone decían que en realidad iba a ser un homenaje al Spaghetti Western. No voy a extenderme sobre la definición de cada uno pero quiero comentar que las diferencias no sólo tienen que ver con las condiciones de producción. “Los Spaghetti Western se llamaban así porque se filmaban en Italia”, dirán algunos. Bueno, no; primero porque no solamente se filmaban en Italia y segundo porque las maneras de posicionarse que tenían los directores de cada género frente a las historias que se contaban eran totalmente opuestas. La diferencia fundamental reside en que mientras en el Western –cuyo director emblemático e indiscutido es John Ford- mostraba a personajes con una fuerte conciencia histórica, comprometidos con el devenir de su tiempo y con una marcada posición moral (independientemente de si uno como espectador estaba o no de acuerdo con ellos), los personajes del Spaghetti –que tiene como director casi excluyente al genial Sergio Leone- se preocupaban solamente por sus propios intereses. Estos personajes eran, en general, cazarrecompensas o bandidos. Además, el tono general era de una comedia paródica. Django, sin cadenas es un homenaje al Spaghetti Western básicamente porque los personajes persiguen sus propios intereses, más allá de que varios de ellos sean nobles.
A grandes rasgos, la historia es bastante sencilla y lineal. Un cazarrecompensas alemán, el doctor Schultz (Christoph Waltz, en un papel que lo confirma como uno de los grandes actores de la actualidad), necesita encontrar a tres fugitivos cuyas caras desconoce. Para ubicarlos compra a Django (Jamie Foxx), un esclavo que estuvo en la misma finca que ellos. Luego de que los encuentren, los maten y se lleven sus tres cuerpos, el doctor promete ayudar a Django para que encuentre a su mujer, que seguramente es esclava en algún lugar. Esta relación, que comienza siendo de conveniencia, rápidamente se transforma en una suerte de amistad.
Lo que moviliza este relato, como todos los que nos cuenta Tarantino (salvo quizás Kill Bill), es el motor de la palabra. El doctor Schultz es un hombre que sabe hablar. No tiene grandes atributos físicos, es de contextura pequeña y a uno le da la sensación de que si lo necesitara no podría correr ni 30 metros. Puede ser rápido y preciso con su arma pero no intimida con su presencia, como sí lo hacían Lee Van Cleef o Clint Eastwood, grandes exponentes del género. Su capacidad, decíamos, es la de hablar bien, de convencer a los otros con la palabra, de mover los cuerpos que tiene delante para que hagan lo que él quiere. Eso lo diferencia de los otros, que en general quedan como brutos o directamente imbéciles. Por ejemplo Calvin Candie, el hombre que tiene en su finca a la mujer de Django. El personaje interpretado por Leonardo Di Caprio es un yanqui que quiere ser elegante y refinado pero que en realidad es un imbécil. Se hace llamar Monsieur Candy y no Mister Candy, aunque no sepa una palabra en francés, y se siente orgulloso de no poder estar ni dos semanas en Boston. El legado de Schultz sobre Django es su capacidad de hablar. Gracias a eso, el cowboy negro avanzará hacia el éxito y rescatará de la esclavitud a su mujer (que puede hablar en alemán, una cualidad que la diferencia de las otras esclavas).
En este punto Tarantino se aleja de Leone, director más inclinado a estirar los silencios, a detenerse en largas secuencias en las que los personajes sólo miran. Revisen sino una de las escenas iniciales de Érase una vez en el Oeste, cuando aparece por primera vez Charles Bronson y sostiene durante un tiempo largo la mirada sobre tres tipos que está por despachar; o el triple duelo de El bueno, el malo y el feo, cuando Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach se miran, se miden y se disparan con los ojos. Si en Django, sin cadenas la narración se detiene, alejándose del clasicismo, no sucede porque su director instale un clima de silencio sino porque el suspenso se construye a partir de largos diálogos. En ese sentido, la comparación más precisa sería con Howard Hawks, el director favorito de Tarantino. Hawks era un director que sabía hacer hablar a sus personajes. El ejemplo más claro es el de Cary Grant en His Girl Friday, una comedia en la que el protagonista a través de sus largos monólogos logra reconquistar a su ex mujer.
Pero en Tarantino la palabra no es lo único que se pone en marcha. La cinefilia del director, alimentada por una sobredosis de películas de distintas procedencias, se recicla y da como resultado algo más que una galería de citas. Su cine, como el Doctor Schultz o el mismo Django, puede parecerse a otros pero es único. Por su capacidad expresiva, por su despliegue de cuerpos, de duraciones y trayectos y por el uso que hace de la música. Muchos prefieren el gesto snob de denostarlo simplemente porque es un director popular y otros le sueltan condenas ideológicas porque su eterno motivo es la venganza. Todos ellos se están perdiendo a uno de los pocos directores de la actualidad que entienden que una película no es única cuando aborda grandes temáticas o cuando es repetitiva con ciertos recursos, sino cuando hace hablar a las imágenes con un lenguaje propio.