Después de ajusticiar a los nazis en una de las más bellas ucronías paridas por el cine, Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino opta por un relato más convencional. Django sin cadenas es la historia de un esclavo que se transforma en cazador de recompensas y que tiene, como único norte, rescatar a su esposa -también esclava- de una plantación en Mississippi. Tarantino siempre opta por núcleos narrativos simples, porque lo que le interesa está en los márgenes, en las disgreciones del relato tradicional. En esos recodos es donde hace su magia: tomar un personaje arquetípico de un género cinematográfico -en este caso el western, y no el “spaghetti-western”- y mostrar lo que tiene de humano, lo que se conecta con nosotros. En Django, un film que alterna los grandes diálogos y las situaciones irónicas con (demasiado) respeto por el género y estallidos precisos de violencia, Tarantino construye un film entretenido pero demasiado ambicioso: quiere contar demasiado, mostrar demasiado y el “mensaje” políticamente correcto (a no engañarse: siempre fue un cineasta políticamente correcto que utiliza la provocación como disfraz) salta demasiado a la vista, incluso arruinando buenas secuencias. Por momentos, el realizador parece tan enamorado de su material que elude la síntesis. Pero muchas imágenes son poderosas, y el trío Foxx-Waltz-Di Caprio funciona de manera excelente. Film menor de un director mayor.