Tiempo de revancha
Algunos le critican a Quentin Tarantino haber elegido un spaghetti western para abordar la esclavitud en los Estados Unidos. Es al revés: Tarantino eligió la esclavitud -como hecho contrafáctico, no como objeto de revisionismo- para abordar un spaghetti western, lo que siempre quiso hacer y, de alguna forma, siempre hizo. Claro que la venganza, motor de este subgénero, toma en Django sin cadenas una dimensión histórica, como la que tomaba la revancha contra el nazismo en Bastardos sin gloria.
Pero Tarantino no pretende ser didáctico ni arrojar luz sobre temas “importantes”, sino transmitirnos su goce primario, visceral, por el cine de acción. No sólo a modo de homenaje, que suena a remedo, sino ejerciendo su desmesurado talento narrativo, en diálogo con viejos filmes, sin resultar nostálgico. En Django...consolida su modo de hacer cine clase B de calidad clase A: con puestas en escena desbordantes de ideas; diálogos ingeniosos y digresivos; imaginación desenfrenada, torrencial; ultraviolencia y humor; gran manejo del tempo del relato, y cierto grado de locura.
Con recursos formales retro, nos cuenta -en casi en tres horas, más lineal que en otras películas- el derrotero conjunto del Dr. Schultz (brillante Christoph Waltz) y del esclavo Django (Jamie Foxx). Schulz es un dentista alemán que, en Texas, a mediados del siglo XIX, antes de la guerra civil, hace fortuna como cazarrecompensas. En la secuencia inicial libera a Django, cuya mujer está cautiva en una plantación algodonera del Mississippi, para que lo ayude a encontrar a unos convictos.
Esta primera parte, una suerte de buddy movie , los muestra matando forajidos. Waltz, que descree de supremacías raciales, es solidario con Django, aunque despiadado a la hora de lograr sus objetivos. Django, héroe negro al que todos miran con asombro y odio montado en su caballo, ejerce su venganza violenta, matizada por algunas duda morales.
En la segunda parte, otros dos personajes funcionarán como sus enemigos/espejos deformantes: el cruel terrateniente Calvin Candie (Leonardo Di Caprio), “amo” de la mujer de Django, y Stephen (Samuel L. Jackson), su ladero negro, que combina genuflexión, síndrome de Estocolmo y fanatismo de converso. Muchos famosos aparecen en papeles secundarios o cameos de tributo. Los más ostensibles son Franco Nero, protagonista de la Django original (1966), de Sergio Corbucci, y Don Johnson. La poderosa y ecléctica banda de sonido, usada de un modo deliberadamente artificial, va de Ennio Morricone al tema Django, de Luis Bacalov.
La ironía de Schultz confronta con el cinismo de Candie. La parca valentía de Django, con el locuaz servilismo de Stephen: el primero profesa una lealtad libertaria hacia Waltz; el otro, una lealtad de esclavo (que además es esclavista) hacia Candie. En un ámbito atroz, se repite la expresión nigger, tan ofensiva como “negro de mierda”. Pero la posición de Tarantino -detrás de sus excesos, más correcta de lo que se supone- se cuela, sutil, en una par de frases. Cuando Django dice que Waltz no tolera una escena terrible porque “está menos acostumbrado que yo a los norteamericanos”. Y cuando Waltz le pregunta a un desconcertado Candie, que se jacta de ser francófilo, y bautizó D’Artagnan a un esclavo, si le suena Alejandro Dumas. Dos pinceladas para retratar una poderosa idiosincrasia.