ESCLAVO DE SU PROPIO EGO
Enredado en su propio laberinto narcisista, Tarantino ofrece aquí un mediocre pastiche de casi tres horas. El director dice haber traído algo nuevo, pero nunca se lo había visto tan viejo como aquí.
Tarantino siempre ha provocado algo con su cine, nunca ha resultado indiferente. Desde sus films más logrados a los más fallidos, QT despierta pasiones y fanatismos y, en consecuencia, también despierta odios. Por su banalidad vistosa es el ídolo ideal para cualquier acercamiento superficial al cine. Hace más daño que otra cosa con su vale todo y su arbitrariedad absoluta. Es su universo, es su estilo, es su planeta lleno de plagios y relecturas postmodernas. Ha logrado, qué duda cabe, conectar con los tiempos que corren. Y ha conseguido, hay que admitirlo, construir varias escenas memorables. Se podría decir que logra momentos, pero jamás le ha dado coherencia a un film completo. Tarde o temprano su egocentrismo, el enamoramiento con sus propias ideas se manifiesta en muchos casos y le termina jugando en contra.
En Django sin cadenas todos los defectos de Tarantino se hacen presentes y sus virtudes prácticamente no asoman. Dos o tres momentos de tensión bien logrados es todo lo que se puede rescatar de esta casi tres aburridas de película. Entre los actores, solo Christoph Waltz logra simpatía mecánica y demuestra oficio. Los demás están entre mal y peor, siempre con esa sobreactuación molesta propia del realizador. Pero discutir el estilo tal vez no sea lo más productivo en este caso, mejor es ir a explicar cómo esta vez, aun con sus propias reglas, Quentin Tarantino falla alevosamente.
Aunque no voy a contar detalles de la trama, es posible que algunos lectores consideren que estoy dando información clave sobre giros de la estructura dramática, así que si no han visto la película pueden dejar de leer ahora. Cuando la trama ya se ha sido extendida por demás, cuando ya se ha hecho algo largo todo, hay un momento que termina por destruir la película. En ese momento el personaje que interpreta Waltz, el Dr. King Schulz (de paso se amiga con los alemanes Tarantino), toma una decisión terrible. Es una decisión arrebatada, forzada por la trama, en contradicción con todo lo que el personaje es. Y produce, además, un baño de sangre enorme, además de poner en riesgo todo aquello por lo cual habían trabajado minuciosamente hasta ese momento. ¿Por qué ocurre algo tan forzado y estúpido? Porque Tarantino tampoco lo pudo evitar, porque enamorado de su propio cine, engolosinado de su estética, decide torcer la trama y alargar inútilmente una película que hasta ese momento ya resultaba agotadora. Para peor, la escena que sigue es un baño de sangre tan mal realizado, tan extendido y tan feo estéticamente que hubiera sido mucho mejor que lo evitaran, no solo en el guión, sino por la caída en picada de película toda.
El artífice de los films de Tarantino es él, no hay duda, pero hasta su film anterior había trabajado con Sally Menke, una montajista que lo había acompañado en toda su obra. En el documental The Cutting Edge, Menke y Tarantino cuentan como una escena torpe y demasiado extensa se había transformado en una escena brillante gracias al trabajo de Menke. Lamentablemente, ella falleció y su ausencia se percibe en la falta de ritmo de toda la historia. El montaje no hace milagros, pero sin duda puede ayudar. El montaje que le habría venido muy bien a Django sin cadenas para ser no sólo más corta en su metraje, sino para tener más fuerza y sentido.