La historia del cine es algo más que una colección de nombres destacados (como quiere el autorismo). También hay una historia de las formas que surgen y se desarrollan en el tiempo más allá de la voluntad de directores, guionistas y productores. La película de superhéroes es una de esas formas. La madurez de un género puede medirse observando una relación inversamente proporcional entre el nivel general de sus productos y la presencia de directores famosos. Los últimos trabajos de Marvel están a cargo casi siempre de directores poco o nada conocidos por fuera de la industria que modelan con paciencia el mundo de sus ficciones sin preocuparse por dejar una marca autoral, y el resultado es un montón de películas notables. Distinto es el modelo de DC, que consiste en traer nombres importantes (como Nolan o Snyder) que aplastan a los personajes bajo el peso del propio estilo y la grandilocuencia. Doctor Strange supone un nuevo capítulo en esa feliz serie cinematográfica que viene alumbrando Marvel.
Stephen Strange es un neurocirujano canchero y ególatra que parece controlar a la perfección su vida y a quienes lo rodean. Pero en los relatos se suele castigar la arrogancia, así que la desgracia no tarda en visitar al protagonista: un accidente automovilístico le cuesta la movilidad en sus manos, que ahora son solo una masa temblorosa incapaz de realizar las proezas quirúrgicas del pasado. El personaje conserva en buen estado el resto del cuerpo, pero la pérdida del dominio táctil lo enloquece y conduce a la desesperación; la cámara hace incontables planos de esas manos inservibles; se ven manos que se niegan a obedecer a su dueño, que dejan caer cosas, que no pueden manipular una máquina de afeitar. Un drama bressoniano. Después vienen la conciencia del error propio, el cambio interno, el arribo a un lugar secreto resguardado del mundanal ruido y el esperado renacer como héroe improvisado que debe enfrentar a las fuerzas del mal, que traen consigo nada menos que una dimensión monstruosa que viene a la Tierra a devorarla y a sumarla a su reino tenebroso.
Scott Derrickson no parece haber dirigido otra cosa que terror, sin embargo, Doctor Strange se mueve con precisión a través de la magia, el exotismo y las peleas del cine de aventuras. Versatilidad del artesano que puede desplazarse a gusto por distintos géneros. La película es capaz de balancear el misticismo de la trama con el timing de la comedia sin que uno anule el otro: los diálogos sobre los planos astrales y el tono de sabiduría oriental que colma el santuario es un insumo que la película trabaja con cuidado sin llegar a la caricatura ni a vender un orientalismo new age. Por su parte, los gags funcionan a la perfección, aunque en forma bastante más discreta que en Ant Man, Deadpool o las Iron Man (las otras comedias de Marvel). La película encuentra ese tono anfibio de aliento típicamente clásico y puede sostenerlo durante casi dos horas; se trata de un virtuosismo cada vez menos frecuente que opera borrando sus propias huellas; la máquina del cine se oculta para dejar en el centro de la escena las peripecias del relato.
Sin embargo, hay algunos momentos donde la película se permite exhibir su propia factura, por ejemplo, cuando Strange es sometido a un tour intempestivo por los planos de la existencia, y sobre todo durante los combates, cuando los personajes manipulan el espacio y lo transforman en toda clase de trampas y obstáculos para sus rivales. Lo primero recuerda claramente a 2001: Odisea del espacio, aunque sin la seriedad ni el ascetismo exagerado de Kubrik, y las imágenes de los edificios colapsando unos contra otros, como si fueran un maravilloso mecanismo de piezas móviles, hace acordar a algunas imágenes de El origen, solo que allí los protagonistas gastaban más tiempo en explicar esos prodigios desde los diálogos que en utilizarlos de manera cinematográfica, mientras que en Doctor Strange se aprovecha el recurso y se lo transforma en un habitual campo de batalla en el que se miden los bandos de héroes y de villanos con poderes mágicos y técnicas de lucha sobrenaturales que ejecutan sobre escenarios mutantes e inestables. La generosidad visual de la película y el pudor del director a dejar ver su huella se perciben también en las performances de los actores, que saben mantenerse dentro de los límites de sus papeles: Rachel McAdams acepta componer a una enfermera algo gris y asustadiza, renunciando al brillo habitual de sus personajes; Benedict Cumberbatch respeta uno por uno los tics del héroe arrogante pero de buen corazón a lo Indiana Jones (o cualquier otro aventurero estereotípico); Mads Mikkelsen continúa investigando la manera de darle vida a malos despiadados reduciendo la gestualidad a niveles pocas veces vistos, en un minimalismo que remeda, aunque sea lejanamente, los “modelos” de Bresson; Tilda Swinton hace a una líder espiritual sin caer en la solemnidad y hasta se permite ser simpática, ofrece una buena cantidad de sonrisas y regala sus gestos andróginos de siempre. Todos ocupan el lugar que les corresponde sin correrse ni un milímetro, anteponiendo el funcionamiento general del relato por sobre cualquier lucimiento personal. Si no fuera por algunos efectos que delatan la técnica digital, uno podría pensar que está viendo una película clásica, de esas que rebozaban confianza en sus historias y que nunca se permitían dudar de la buena fe de los relatos.