Marvel suma un nuevo personaje a su repertorio y, esta vez, expande un poco más su universo cinematográfico agregando un toque de mística al conjunto. El resultado es la misma fórmula de siempre: una fórmula que no maravilla, ni agrega nada a un género que, ahora sí, parece estancado.
Scott Derrickson, acostumbrado al cine de terror de bajo presupuesto, es el director encargado de presentar en sociedad al doctor Stephen Strange (Benedict Cumberbatch), un cirujano con aires de grandeza, brillante, aunque un poquitín megalómano. A Cumberbatch el papel le calza a la perfección porque está acostumbrado a este tipo de personajes, pero la historia la vimos mil veces, con otros colores, otras formas y otros villanos.
Marvel no puede (y no quiere) escapar de la estructura de fábula heroica, del chiste forzado y los antagonistas genéricos. “Doctor Strange: Hechicero Supremo” (Doctor Strange, 2016) tiene todos los elementos para convertirse en un gran relato dramático y, de paso, jugar con el universo mágico, pero se queda en el personaje y en un par de trucos visuales que, a pesar de ser impresionantes, no justifican el todo.
Derrickson y su coguionista Jon Spaihts nos cuentan una historia de origen a medias, la de Strange que, tras un accidente automovilístico pierde el uso de sus manos -su herramienta fundamental de trabajo- y hará lo que sea para recuperar su prestigio. Tras descubrir que un ex paciente parapléjico recuperó la movilidad, Stephen se dirige a Kamar-Taj en los Himalayas para aprender un tipo de curación muy diferente. El buen doctor debe dejar su ego de lado e intentar abrir su mente a un mundo de posibilidades y dimensiones alternas. Un poco renuente al principio, el Ancestral (Ancient One) –Hechicero Supremo, interpretado por Tilda Swinton- se niega a introducir al doctor en las artes místicas debido a su falta de fe y arrogancia, por así decirlo. Strange está destinado para convertirse en mucho más que un simple galeno, aunque él no lo vea todavía.
Mientras Stephen se entrena junto a otros y va adquiriendo habilidades, Kaecilius (Mads Mikkelsen), un hechicero renegado y sus seguidores, están urdiendo un plan para desatar el poder de la Dimensión Oscura sobre la faz de la Tierra. El resto, pueden imaginárselo.
Lo más interesante, desde le aspecto visual, son las diferentes dimensiones que construye Derrickson. Las comparaciones con “El Origen” (Inception, 2010) son inevitables, aunque acá todo se exacerba a la enésima potencia y con bastante psicodelia de por medio.
Molesta que el villano sea tan chato, que Strange sea todo un superdotado a la hora de aprender estas nuevas disciplinas y que el humor, casi infantil, arruinen los menores momentos de la trama.
Por lo demás, Doctor Strange es una película correcta, como todo en el universo cinemático de Marvel. La diferencia es que acá no hay superhéroes con poderes, sino un planteo muy diferente para combatir las fuerzas oscuras.
La historia no puede escapar a la moraleja, y a la falta de un personaje femenino de peso. Swinton no cuenta porque cumple el papel de mentor y hechicero, y a Rachel McAdams apenas le dan unos insignificantes minutos en pantalla. Una película de origen, a la altura de “Ant-Man: El Hombre Hormiga” (Ant-Man, 2015), que promete mucho más para el futuro (o sea, una infinidad de secuelas) y la posibilidad –muy cercana- de conectarse con sus compañeros superheroicos.
Marvel se vuelve a dormir en los laureles y pierde una nueva oportunidad para contarnos una gran historia, diferente, y dejar que sus directores se la jueguen también desde lo narrativo.