Abriendo las puertas de la percepción.
La película de Scott Derrickson revitaliza el alicaído subgénero de superhéroes con su incursión en el universo de la psicodelia.
Toda energía tiende a agotarse con el tiempo. Es una ley física, una de las que rigen el universo y que también puede aplicarse al cine. Por ejemplo, a las películas de superhéroes, ese virtual subgénero que reúne en sí mismo elementos de lo fantástico, del pulp, de la ciencia ficción, a veces también de la comedia o del drama –incluso ambas a la vez– y hasta del relato mítico. Las hay buenas, otras mediocres, varias bastante malas y un puñado de ellas son grandes películas. Dentro de ese selecto grupo debe incluirse a Doctor Strange, hechicero supremo, de Scott Derrickson, construida con un poco de todos los elementos enumerados más arriba, pero que también le aporta a la fórmula, como detalle distintivo y novedoso, la inclusión de lo místico.
Claro que habría que definir qué significa “una gran película” y qué es lo que se entiende cuando se califica así a alguna de ellas. Aunque es imposible acordar una definición absoluta, para el caso alcanza con decir que una gran película puede ser aquella que consigue poner los recursos técnicos y narrativos del cine al servicio de contar con eficiencia una historia, sin manipular ni subestimar al espectador y aportando una mirada propia y original, ya sea desde el relato o desde su forma, aún cuando su punto de partida no necesariamente lo sea. Todo eso se cumple acá.
El doctor Stephen Strange es un neurocirujano estrella, una celebridad de la medicina, a quien un accidente de tránsito que casi le cuesta la vida le deja las manos arruinadas. Como un pianista, las manos son instrumentos vitales en su profesión y el narcisista doctor Strange siente que sin ellas su vida dejó de tener sentido. Hasta que se entera que en un áshram en el Tíbet puede encontrar una solución para su problema más allá de las ciencias en la que confía. Interpretado por el inglés Benedict Cumberbatch, el doctor Strange comparte muchas de las características con las que Robert Downey Jr. construyó su Tony Stark en Iron Man. El humor, el sarcasmo y grandes dosis de egomanía son las herramientas de seducción que hacen que el personaje resulte a veces algo irritante, pero siempre encantador.
Junto a títulos como Guardianes de la Galaxia (2014), Ant-Man (2015) o Deadpool (2016), Doctor Strange forma parte de la última camada de films de superhéroes producidos en base a personajes de esa fábrica de la historieta que es Marvel Cómics. Todas ellas parecen una respuesta a la crisis producida con el estreno de Los Vengadores: La era de Ultrón (2015). Dirigida por Joss Whedon, aquella película marcó un punto de quiebre que parecía indicar que en efecto toda energía tiende a agotarse y que eso era lo que estaba pasando con el género. Esquemática y reiterativa, La era de Ultrón puso en apuros al modelo del relato de superhéroes, repitiendo recursos y estructuras que hacían evidente que en ella había más cáscara que contenido. Para pasar el mal trago, los responsables de las franquicias de Marvel en el cine (los estudios Disney y Fox se reparten el catálogo del sello) empezaron a apostar por personajes menos populares que les permitieran renovar las formas y aportarle aire fresco a los relatos.
Original y estimulante, Doctor Strange aborda el universo de lo místico y lo espiritual, territorio virgen dentro del género. Si en la mayoría de los personajes el poder se vincula a la potencia física o mental, en el caso de Strange tiene su origen en la capacidad de aprender y en la voluntad de aceptar la finitud para trascender el mundo material. Un trabajo arduo para quien se formó en el terreno de las ciencias fácticas. O como le dice a la milenaria maestra interpretada por Tilda Swinton: “Viste el mundo a través de un agujero y te pasaste toda la vida tratando de agrandar ese agujero”. Uno de los aciertos del film reside en su habilidad para abrir las viejas puertas de la percepción de las que hablaba Aldous Huxley e ilustrar el universo al otro lado del agujero. Para ello se permite recurrir a la psicodelia, estética propia de los años ‘60 en los que el personaje fue creado. El resultado es visualmente asombroso y permite disfrutar de una experiencia infrecuente en el cine. Otro enorme punto a favor tiene que ver con el lúdico desenlace en el que, para derrotar a un enemigo invencible, Strange pone a su favor la forma en que el tiempo es percibido, como si se tratara de Bill Murray en Hechizo de tiempo. Y toda cita a Hechizo de tiempo, cuando está bien realizada, representa en sí misma un enorme valor agregado.