Otra película Marvel de superhéroes, pero también otra cosa. Más allá de que el director Scott Derrickson tiene muy buenos filmes sobre lo sobrenatural y lo místico (El exorcismo de Emily Rose, Sinister, por ejemplo), no es aún un “autor”, pero sin dudas cuaja con este personaje quizás desconocido en nuestro país, uno de los más delirantes (gracias al dibujante Steve Ditko) creados por Stan Lee. El superpoder de este señor es la magia: ha sido un cirujano playboy y egocéntrico, perdió el uso de sus manos y viajó a Oriente a convertirse, magia mediante, en otra cosa. Y uno puede pensar que va a haber superpoblación de misticismo, pero no: esta es una de las películas más físicas, literalmente, realizadas en mucho tiempo. Porque es no sobre lo metafísico, sino sobre la propia materia y el tiempo del mundo, lo que permite que la ironía estalle en humor muchas veces disparatado y deudor del cine mudo (la capa de levitación es el gran comic relief de 2016). Pero lo que hace que Strange valga la pena, más allá de cómo se divierten Cumberbatch y Swinton, son las secuencias de acción donde se tuercen el espacio y el tiempo de modo vertiginoso y psicodélico sin que el espectador deje de compender lo que sucede. Esas ciudades multiplicadas, dobladas, retorcidas, o la secuencia en la que nada es más peligroso para la integridad física que el mundo andando hacia atrás en el tiempo son proezas no solo técnicas, sino también narrativas. En ese placer abstracto y puro de lo extraordinario radica el motivo para ver el film.