Se estrena Doctor Sueño, de Mike Flanagan, la esperada adaptación de la secuela de El resplandor, ambas escritas por el prolífico Stephen King. Ewan McGregor protagoniza este film más cercano a un thriller convencional que al relato de terror que inspiró la mítica obra de Stanley Kubrick.
A Stanley Kubrick nunca le interesó El resplandor. Le interesó construir una escenografía gigante que le proporcionara desafíos técnicos para instalar al espectador en un universo propio y calculado, rompiendo con los estereotipos del cine de horror y creando una caricatura animalizada sobre un personaje con traumas psicológicos. ¿Una metáfora sobre las consecuencias del alcohol en un padre de familia? No, el personaje es un alcohólico y además está loco y además quiere asesinar a su esposa e hijo… porque son insoportables.
Kubrick fue único. Y a Stephen King nunca le gustó lo que hizo con una de sus novelas más intimistas y personales. Quizás, para que la adaptación protagonizada por Jack Nicholson no fuese el último recuerdo que el lector ideal del autor tuviese sobre el universo de El resplandor, en 2013 salió a la luz Doctor Sueño. Y su transposición a la pantalla era inminente.
De la mano de Mike Flanagan, que venía de adaptar para Netflix El juego de Gerard y la serie La maldición de Haunted Hill (hay un divertido gag en referencia a la plataforma streaming), Doctor Sueño es, ante todo, una película con la impronta de Flanagan: una historia sobrenatural sobre personas en crisis que deben reconciliarse con su pasado para pensar en el futuro.
Por supuesto que en una era donde se pregona la cultura de la nostalgia como estrategia de marketing, las citas al film de 1980 no podían faltar, pero Flanagan es inteligente y cinéfilo. No desea ser Kubrick. En ningún momento esta secuela pretende tener los climas, el tono o, incluso, la estructura narrativa de su predecesora, pero cuando se trata de flashbacks o del reencuentro del protagonista con el Hotel Overlook, Flanagan se pone meticuloso y reconstruye la escenografía, los vestuarios, el maquillaje y emula planos y angulaciones con un nivel de detalle asombroso. Los efectos digitales ayudan mucho, pero Flanagan no abusa de ellos. Todo tiene una justificación narrativa. Es la cabeza del protagonista que junta los pedazos de su pasado.
La narración sigue tres relatos paralelos. Por un lado a Danny Torrance, desde que vuelve con su madre Wendy a su casa y debe superar los traumas que aún lo persiguen, hasta la madurez, convertido en un hombre sin rumbo y alcohólico. Danny encuentra la redención cuando conoce a Billy, otro ex alcohólico que le consigue un hogar, un trabajo y lo inserta en un programa de desintoxicación. El personaje, además, comprende a convivir con su don («el resplandor») y lo usa caritativamente.
Paralelamente, y desde el comienzo del film, Flanagan presenta a la “villana”: Rose the Hat, una especie de vampiro que se alimenta de los vapores de los resplandecientes. Rose lidera un grupo de seres como ella, nómades (¿hippies? mal año para el hippismo), que buscan niños con poderes sobrenaturales para asesinarlos y, mientras tanto, comer su dolor y miedo (¿cualquier conexión con Pennywise es pura coincidencia?). Los vapores les otorgan juventud a lo largo de varios siglos, incluso milenios. Pero Rose empieza a ser perseguida mentalmente por Abra, una adolescente mucho más poderosa que ella. Abra descubre los crímenes de Rose y decide detenerla, pero para eso necesita a Danny, el único que la puede ayudar.
Lejos de tener la estructura típica de un film de terror, Doctor Sueño es, ante todo, un thriller de persecuciones metafísicas. Un juego de gato y ratón trasladado a un terreno fantástico. Abra quiere atrapar a Rose, pero Rose va tras ella. ¿Quién va a llegar primero? El juego mental de una con la otra se ve interrumpido por la participación de Danny, quien decide confrontar sus miedos pasados y presentes, en pos de un futuro esperanzador, en el lugar donde nacieron todos sus temores: el Overlook.
Flanagan prioriza el suspenso, la evolución y arco narrativo de cada personaje y de las diversas subtramas, por sobre la estética y la innovación audiovisual. Se diferencia de varios de sus contemporáneos en el género como Aster o Peele, excluyendo la mirada irónica sobre la sociedad para abocarse a traumas más universales o íntimos como el alcoholismo o las relaciones padres-hijos. A Flanagan le interesa que el cuento se entienda, que la narración fluya funcionalmente, que no queden huecos. Le interesan y empatiza con los conflictos de los protagonistas, no importa en qué bando estén.
El cuidado de la puesta lo deja para el final, principalmente, con el reencuentro con el hotel que fue un personaje fundamental en la película de Kubrick. Pero no lo hace desde la nostalgia (como sí lo hizo Spielberg en Ready Player One), sino desde las sensaciones que le dejan estos espacios a su protagonista. Flanagan es listo, justifica aquello que desde los papeles podría sonar forzado o esquemático. Hay alma en Danny Torrance, y Ewan McGregor (como una especie de Obi Wan Kenobi que en algún momento de su vida tuvo una etapa Renton de Trainspotting) le aporta la suficiente expresividad y calidez para conseguir la identificación con el público.
Del otro lado, como Rose, se encuentra Rebeca Fergusson, demostrando que puede cargarse al hombro casi un protagónico, cómoda en el rol, carismática como villana y caracterizada como Linda Perry (la cantante de 4 Non Blondes). Entre Fergusson y McGregor se sucede el principal duelo interpretativo, aunque hay sólidos trabajos secundarios de la joven Kyliegh Curran, Cliff Curtis y el siempre brillante Zahn McClarnon (de la serie Fargo).
Si bien la narración es fluida, las dos horas y media de extensión, por momentos, se hacen notar. Flanagan cuida que ningún detalle quede afuera e intenta no volverse explícito ni redundante pero, posiblemente, 15 minutos menos de película hubieran sido ideales. Aun así, el relato nunca decae y la película atrapa de manera clásica, con recursos nobles y herramientas simples desde el primero hasta el último minuto.
Lejos de ser la obra maestra visual y trascendental que fue el film de Kubrick (tampoco pretende serlo), Doctor Sueño es simplemente una historia sólidamente narrada e interpretada. Evita prácticamente los golpes de efecto (aunque tiene momentos bastante tétricos y tensionantes) y prefiere darles prioridad, sin regodeos, a las emociones que son comunes en el universo y a la esencia de King, pero no del director de La naranja mecánica. Y, aún con cierta autonomía visual, consigue ser un notable homenaje a aquella obra de culto que inmortalizó Jack Nicholson, en el rol de Jack Torrance.