Dogman

Crítica de Santiago Balestra - Alta Peli

Dogman, un relato potente por las peculiares actitudes de sus personajes.

El bullying está fundado en la idea de que la víctima no se va a defender. Esa quietud le da cabida al perpetrador de ver, por morbosa curiosidad, hasta dónde puede llegar. La víctima, por temor reverencial o al daño físico, lo acepta pasivamente, perpetuando el ciclo. Dogman toma este concepto y nos muestra cómo una víctima puede aprovechar las pocas luces de un abusador para su propio beneficio.

¿La cola mueve al perro? 

Simone, el abusador de la zona, se gana el desprecio inmediato del espectador por su absoluta brutalidad, arrogancia y egoísmo. No le importa el daño que provoque a otros siempre y cuando tenga su dinero y su droga; y si alguien se le opone, lo destruye, físicamente desde luego. Una fuerza imparable de intimidación y, por lo tanto, un antagonista perfecto.

Por otro lado tenemos a Marcello, el hombre de los perros, el Dogman al que alude el título, quien por contraste se gana nuestra simpatía por el cariño que les tiene a los animales que peina para ganarse la vida, e incluso los salva de las maldades perpetradas por Simone. Pero esto es un policial (o si no, le pega en el palo) y Marcello no es ningún santo: cuida perros amorosamente, pero vende cocaína a quien se lo pida; soporta estoicamente que Simone lo ataque, pero se suma a sus salidas con prostitutas; Simone lo obliga a ser cómplice de un robo, pero Marcello todavía quiere su parte del botín como si la complicidad hubiese sido su idea.

Si hay algo que atrae sobre esta bola de nieve abusiva que va creciendo y creciendo, es el hecho de que Marcello no haga nada para frenarla, incluso teniendo a mano los recursos para sacarlo del camino, tanto legítimos como ilegítimos. ¿Por qué el protagonista se inclinaría a este extremo de sumisión? En particular por una lealtad que no existe, por un tipo que no va a cumplir con su deuda, más allá de que exista o no.

Nada está puesto al voleo en esta película, y ese estoicismo responde a una clara necesidad: dinero. El dinero que necesita para llevar a su hija a navegar a lugares lujosos. Es precisamente este amor por el que atraviesa la prisión y el ostracismo de sus colegas comerciantes, quienes por otro lado tampoco son lo que se dice unos santos, ya que contemplan la contratación de un sicario cuando la policía no puede ofrecer otro freno para Simone que no sea la cárcel por dos meses.

No pocas veces el espectador sentirá impotencia de gritar a la pantalla y decir “Marcello, date cuenta, ese bruto no va a cumplir con su palabra”. Esa ingenuidad, más que cualquier inmoralidad, es lo que hace que el espectador le pase juicio al personaje, o como mucho sienta lastima. Una ingenuidad que no solo se basa en la esperanza de que los códigos sean respetados (cuando solo hay uno: “cada cual cuida su pellejo, los demás que se arreglen”), sino por la creencia de Marcello de que puede dominar a Simone.