EL CIELO Y EL INFIERNO
Hay en el comienzo de Dolce fine giornata una reunión en una bella casa de la Toscana italiana, encuentro social plagado de intelectuales, donde se habla de política, de arte y de las dos cosas juntas, que sigue la tradición de cierta parte del cine italiano (aunque se trate de un film polaco, dirigido por Jacek Borcuch) de ofrecer una mirada entre existencialista e ideológica de su sociedad y a partir de una verborrea que suele ser divertida. Pero es una secuencia, además, que sirve como síntesis del universo que habitaremos los próximos 90 minutos, sus personajes, el mundo que los alberga y el que intentarán detonar con sus ideas. Este prólogo culmina con una secuencia musical, en la que todos marchan hacia el parque bajo la luz de la luna, bailando y moviéndose ampulosamente. Parece, sin dudas, un pasaje dirigido por el Paolo Sorrentino que quiere ser Federico Fellini, y uno empieza a temblar. Pero no, es apenas una mera ilusión, tal vez la falsificación propia de un director extranjero que filma en otro país con códigos que le son ajenos. O tal vez Borcuch quiera decir algo sobre su protagonista, la escritora polaca Maria Linde (Krystyna Janda), quien abrazó Italia cuando su país fue sometido por el comunismo y tuvo que aprender a vivir y simular esa otra identidad europea que no siente como propia.
Linde fue reconocida con el Premio Nobel y es, por eso mismo, una suerte de celebridad en la pequeña campiña donde vive con su marido, y en la que recibe circunstancialmente a su hija y sus dos nietos. También recibe a su amante, un ciudadano egipcio que será clave en el giro que tomará la película posteriormente: porque un atentado terrorista en Roma sacará a relucir ese odio anti-islámico y el miedo al diferente, algo propio de una Europa opulenta que ve cómo determinados valores se derrumban de la misma forma que caen los edificios atacados por las bombas. Lo que surge ahí, especialmente a partir de la postura que toma Linde, quien rechaza las distinciones recibidas y califica al atentado como “una obra de arte”, es la posición que los círculos intelectuales y progresistas han tomado en relación al terrorismo, y cómo los pensamientos y acciones más reaccionarias se han visto justificadas por los adalides de cierto mundo libre.
No deja de ser interesante el guiso que cocina Borcuch, que puede pasar de lo más prosaico de la historia de engaño amoroso a los comentarios más sesudos sobre la realidad, retorciendo todo y mezclando lo público con lo privado hasta ser una cosa sola, demostrando límites borrosos entre lo que pensamos y lo que hacemos. En eso ayuda mucho la actuación de Janda, con una actitud distante, casi cínica, respecto de todo aquello que lo rodea, en un personaje que es por momentos un enigma encuadrado en planos generales que la encuentran pensativa, fumando un pucho, escondida detrás de sus lentes oscuros. Lo que no ayuda, en todo caso, es la gradual deriva en la que va ingresando el relato, que como manotazo de ahogado termina cerrando todo con una metáfora más grosera que una canción de Arjona. El cielo y el infierno de la intelectualidad y la burguesía que parece querer señalar el director, termina siendo representando involuntariamente por la misma película con un último plano que quiere ser simbólico y ejemplar, y termina siendo no mucho más que una obviedad pasmosa y victimizante de la protagonista.