La mejor película de Pedro Almodóvar en mucho tiempo es también la demostración cabal del talento de Antonio Banderas a la hora de componer personajes con aristas y múltiples detalles. El actor malagueño encarna a Salvador Mallo, un cineasta retirado desde hace bastante tiempo, primer indicio de que los posibles componentes autobiográficos deDolor y gloria tienen sus límites: el director de La ley del deseo y¡Átame! nunca cejó en su movimiento creativo.
La vida cotidiana de Salvador está aquejada por las mil y una dolencias físicas y psicológicas: a unos terribles dolores de cabeza y de espalda se les suman unos extraños atragantamientos y la posibilidad siempre latente de la depresión. La historia lo encuentra discutiendo los detalles de una presentación especial de su largometraje "Sabor", producido tres décadas atrás y recientemente restaurado por la Filmoteca Española, punto de arranque de un acercamiento con el actor protagónico de esa película -con quien no ha tenido contacto desde aquellos tiempos, consecuencia de un desaire- y la primera y tardía relación con el "caballo", la heroína, esa sustancia ubicua en tiempos de juventud, durante la movida madrileña de la cual formó parte. No será el único reencuentro, físico o emocional: los recuerdos de infancia junto a sus padres en un pueblo blanco de Valencia, la compleja relación con su madre, el retorno de un amante signado por las casualidades, la posibilidad de retomar la carrera, son algunos de los elementos que movilizan la historia y sus reverberaciones.
Resulta difícil no reconocer enDolor y gloria una suerte de 8 ½almodovariano, un repaso y puesta a punto de ese universo artístico que, a fuerza de presencia y personalidad, ha transformado un nombre propio en adjetivo. En esta ocasión, el realizador ha optado sabiamente por un tono reposado, melancólico, con escasos tintes humorísticos.
De estructura imbricada pero siempre diáfana, el relato circula hacia atrás y hacia adelante, va y viene en el tiempo, dibujando con cada nueva escena otra capa del protagonista. No faltan momentos genuinamente emotivos: si bien la idea de melodrama -tantas veces acariciado por el manchego- está disponible entre los pliegues para quien quiera encontrarla, las instancias más emotivas de la película no son tanto consecuencia de los excesos sentimentales como de la comprensión de las complejidades del alma humana. ¿Alma humana? "Los días que tengo dos o más dolores creo en Dios; aquellos en los que solamente me afecta uno solo soy ateo", afirma Salvador, palabras más, palabras menos, respecto de sus afinidades religiosas.
De una gran elegancia y clasicismo formales, Dolor y gloria termina de cerrar el círculo durante las escenas finales. Es entonces cuando la vida real y la ficción, el universo artístico y el cotidiano, los recuerdos vívidos y la fantasía creativa terminan de darle forma a una estupenda parábola sobre la vida, la muerte, el arte, la pasión, las pérdidas, el duelo y varias cosas más. Temas grandes, gigantes, transitados con simpleza y humildad, sin solemnidades ni impostaciones. Los últimos dos planos de la película, de una contagiosa luminosidad, perfectos en su simpleza y más potentes aún por esa razón, reelaboran la idea de obra-testamento e indican el camino de un palpable resurgimiento.