En una pileta, bajo un tipo de soledad esencial, un hombre permanece sumergido en el agua. Y así, en estado de sumersión, ajeno a la realidad que lo circunda, ese hombre tan solo recuerda. La concisa primera escena de Dolor y gloria (2019), la extraordinaria nueva película de Pedro Almodóvar (Mujeres al borde de un ataque de nervios, 1988; ¡Átame!, 1990; La flor de mi secreto, 1995; Todo sobre mi madre, 1999; Volver, 2006) es perfecta. Y lo es porque señala con absoluta eficacia, mediante un gran poder de condensación simbólica, la circunstancia anímica que atraviesa el protagonista, un reconocido y premiado director de cine que se encuentra, precisamente, inmerso en una profunda depresión.
La puesta en escena del film de Almodóvar conservará hasta el último plano, casi como nunca en su extensa filmografía, una precisión asombrosa, sin perder por eso fluidez narrativa ni sensibilidad. Todo lo contrario. Desde el comienzo, desde esa primera escena, el cineasta español conquista una forma magnifica para significar, a partir de la contundencia de una imagen, un trastorno psíquico y sus consecuencias, tanto físicas como mentales. Sobre todo, la influencia emocional que dicha alteración de la conciencia suscita. La película trabajará durante su desarrollo sobre distintas variantes de esa forma inaugural.
El estado de ánimo determina el presente de Salvador Mallo (Antonio Banderas). Un cineasta que no filma, que no escribe. Apocado, deambula en una encantadora casa en penumbras, como si fuera una cueva sombría, dolorido por fuertes padecimientos físicos. Una escena brillante por su sobriedad le alcanza a Almodóvar para describir la (pre) disposición del personaje a caer bajo un régimen sufriente de enfermedades diversas que hacen centro en un punto neurálgico de su cuerpo, la unidad exacta de su dolor: la vértebra principal.
A la deriva entonces, librado casi por completo a sus recuerdos, a los reenvíos que impone su memoria, el relato propone un pasaje dialéctico de una instancia a otra, del presente abismado del personaje a las breves evocaciones de su pasado. Es admirable el manejo de los tiempos narrativos. Lo antedicho: el trabajo de la puesta en escena es, en su conjunto, notable. Hay en esta película un tratamiento magistral del color.
La depresión promoverá en Salvador la recuperación –en plan de reconstrucción imaginaria, tal como trabaja la memoria– de escenas de su infancia. En particular, de aquellas que tienen como centro afectivo la relación amorosa –y conflictiva– con su madre, encargada de sobrellevar sola y con mucho esfuerzo una crianza limitada por un contexto económico adverso. A su vez, la educación en un bachillerato religioso, la profusión lectora, la temprana pasión por el cine, la emergencia afiebrada del deseo.
Circunstancias diversas trasladan al protagonista hacia otros recuerdos. El reencuentro con conflictos pretéritos no resueltos, con intensas historias de amor. Ciertas sustancias le permitirán reiniciar –sumergirse una y otra vez– el desplazamiento retrospectivo. Reminiscencias de su biografía como fundamento organizador de la trama. Marca reconocible del cineasta: la vinculación entre una trayectoria vital y su materialización creativa.
Dolor y gloria expone, acaso como ninguna otra de sus películas, la capacidad narrativa de Almodóvar. Al mismo tiempo, revela una evidencia indiscutible: la actuación de Antonio Banderas es sorprendente. La contención de sus gestos, su mirada, el tono de su voz. Banderas logra una caracterización amorosa y emocionante, siempre ajustada, de un hombre que experimenta una crisis profunda, pero que encuentra justo allí, en el tránsito mismo de la tristeza, una oportunidad de emerger y lograr, después de todo, trascenderla.