La película más personal y autobiográfica del realizador de “Atame” muestra al protagonista, un cineasta afligido físicamente después de una operación, reencontrándose –en el presente o vía recuerdos– con personas que fueron importantes en su vida. Una película dolorosa y directa, casi confesional.
Lo primero que atraviesa la pantalla es el dolor. Uno sabe, en cierto modo, que la película es bastante autobiográfica pero no sabe cuánto, de qué modo, en qué. Y la imagen de Antonio Banderas flotando en una piscina mostrando las marcas de las que –creo yo– son sus operaciones a corazón dan también a entender que no solo vamos a hablar del cineasta que él encarna (esta versión franca de Amodóvar llamado Salvador Mallo) sino del propio actor. O de sus dolores compartidos. En la película más directa del director de VOLVER nos queda claro de entrada, en una metáfora que quizás no sea demasiado sutil pero que sí marca el territorio, que estamos ante un relato a corazón abierto. Y que no hay vuelta atrás ni forma de escaparle al sufrimiento.
La película de Almodóvar recoge el guante de otros maestros del cine, especialmente europeos, que han intentado en ciertos momentos de sus carreras, hacer una suerte de memoir de varios momentos que marcaron su vida. Aquí el juego (o la memoir) es doble o si se quiere triple. Almodóvar filma a Banderas claramente haciendo del director un tiempo atrás (no busquen relaciones biográficas exactas, los tiempos no coinciden, pero los modos del actor son idénticos) en el que una operación de columna lo ha dejado sin posibilidades de filmar y ni siquiera de sentarse a pensar y escribir a futuro. Está sufriendo todo tipo de dolores y traumas que el propio film describe en una serie de imágenes y animaciones que casi serían risueñas de no ser tan terribles. El tipo tiene todas las aflicciones del mundo. Mallo, al menos. Seguramente Almodóvar comparte varias.
Antonio Banderas
En pleno parate creativo, la invitación de la Cinemateca de Madrid a mostrar una película suya de 32 años atrás, SABOR (que, parece bastante obvio, es en “la vida real”, LA LEY DEL DESEO) lo lleva a rever ciertos momentos de su pasado. Primero se contacta –a través de una charla con Cecilia Roth, en breve cameo que arranca con la autorreferencia– con el actor de aquel film, Alberto Crespo (Asier Etxeandia, quizás “versionando” a Eusebio Poncela), con quien está peleado desde entonces. Es que se llevaron muy mal en el rodaje y no han vuelto a hablar. El problema, dice Salvador, es que el actor hizo lo que quiso y jamás interpretó lo que él le pedía. Pronto se entenderá porqué y aquí entra a jugar un segundo elemento: las drogas.
DOLOR Y GLORIA habla de drogas pero en un sentido muy distinto al que se hablaba en las películas de los ’80 del propio Pedro. Aquí se trata de potentes combos que Salvador utiliza para calmar lo que, en principio, parecen dolores físicos, en especial los de su columna operada. Con Alberto prueba, por primera vez dice, heroína. Y luego lo veremos en su casa hacer un literal puré de medicamentos para calmar su cadena de dolencias. Pero la heroína funciona aquí también como disparador de una segunda memoir (la primera es la que estamos viendo) en la que Mallo rememora su infancia con su madre (Penélope Cruz). Y allí aparecen sus penurias económicas y sacrificios, su complicada educación religiosa, su pasión por el cine y la literatura, y un primer deseo sexual.
Penélope Cruz
Esos recuerdos se van intercalando con el presente en crisis de Mallo, quien sigue revisitando otros momentos de su vida (con la madre, pero mucho después) y se reencuentra con otros personajes de su pasado (uno de ellos muy bien encarnado por Leonardo Sbaraglia), siempre acompañado por su fiel y sacrificada asistente que lo lleva de médico en médico y trata de reencauzar su vida, que parece haberse detenido en una suerte de estado de repaso permanente, un hombre excesivamente medicado que no hace más que echarse a rememorar su pasado sin casi salir de su casa.
Banderas (que en sí mismo es una autorreferencia al cine de Pedro) hace una versión de este medicado Almodóvar en modismos, vestuarios y habla, pero va más allá de la imitación obvia. Y también los demás elementos de la vida de Mallo están casi calcados de la de Pedro: los posters y títulos de sus películas son idénticos a los suyos, al parecer su casa es igual y hasta tiene los mismos cuadros. Y es asumible que buena parte del resto de lo que sucede y se ve en DOLOR Y GLORIA tiene mucho de esta “autoficción” de la que el propio realizador ha hablado en entrevistas. Muchas veces Almodóvar ha hablado de sí mismo y de su familia en su cine (de hecho, su madre ya anciana se queja de eso en un flashback), pero nunca ha sido tan descarnado y directo.
Antonio Banderas y Julieta Serrano
Lo que más llama la atención en la película es que no tiene ninguna de las complejas vueltas narrativas de gran parte del cine suyo y hasta estéticamente es un tanto menos estilizada, en especial en la parte del presente narrativo, ya que los flashbacks sí son un tanto más “almodovarianos” si se quiere. La puesta en escena es más plana, menos afectada, más sencilla y simple, por momentos casi “japonesa” en el sentido Ozu del término. Conversaciones se mezclan con recuerdos, intimidades del pasado se combinan con anécdotas simpáticas del presente (la escena de la charla en la Cinemateca es un gran momento humorístico, lo mismo que verlo mirar LA NIÑA SANTA tras consumir heroína) pero el tono general es pesadumbroso, casi funéreo, con un aroma de desazón que recorre todo el metraje. Es el retrato de un hombre cansado, dolorido y desesperanzado, que lidia con sus imposibilidades físicas y traumas psicológicos. Y si bien trata, a su modo, de salir de ellas y poder volver a la actividad, no le estaría resultando sencillo hacerlo. El dolor, parece, está siempre más a mano que la gloria.