Lo primero que sorprende de Dolor y gloria es su aparente sencillez. Tras una serie de películas en las que Almodóvar le disputaba a Brian de Palma el céretro de los relatos enrevesados, de las historias interconectadas, llenas de cajones secretos ligados entre sí y construidos con manos de orfebre, he aquí una película que, de pronto, parece cristalina como el agua del río que la inicia. O, tal vez, increíblemente gaseosa. Como lo es esa familia, extraña y reducida, de películas de recuerdos ligados a una casa. Dos ejemplos: la hamletiana Morir, dormir, tal vez soñar (Manuel Mur Oti), o la más sacramental Visita o memorias y confesiones (Manoel de Oliveira). Y no creo que sea casualidad que Almodóvar haya, como se comenta, buscado recrear exactamente su apartamento para diseñar el de Salvador Mallo (Antonio Banderas). Porque, al igual que en esas dos películas, los flashbacks no parecen aquí, como cabría esperar, enhebrados en una compleja construcción, sino más bien como el fruto de resortes aleatorios, en un viaje flotante y opiáceo por el memory lane ficcional del cineasta.
Creo, en realidad, que Dolor y gloria es mucho más compleja de lo que parece, sólo que la complejidad es liviana, fluida, no pesa más que la ficción. Me explico relatando un momento clave: el personaje de Salvador se ha reconciliado con el actor protagonista de una vieja película suya, y éste descubre un guion que nunca filmó, una confesión íntima sobre un gran amor pasado, destruido por las drogas. Salvador le permitirá tomarlo y adaptarlo, en forma de monólogo, al teatro. Ese será el único momento de la película en el que cambiemos de punto de vista: tras seguir las deambulaciones de Antonio Banderas y sus recuerdos, de pronto, éste sale de la película. O mejor: sigue en ella, pero de prestado: es su narración la que se encarna en otro cuerpo. Y, en ese momento, en ese teatro, entre los espectadores y frente a ese otro cuerpo se encontrará, por casualidad, el amor perdido del relato (Leonardo Sbaraglia). Todos esos recuerdos invocados hasta entonces en la película por la cabeza de Salvador, de pronto, son invocados por el cuerpo de otro personaje que les da voz, y es ese momento el que hace que, al fin, el pasado se presente en la película, Leonardo en casa de Antonio, el verbo hecho carne. En un movimiento que parece totalmente natural (un personaje lee algo que otro ha escrito), el giro que Almodóvar opera en su narración y en la construcción de su película es mucho más radical que el más brillante giro temporal de La piel que habito o La mala educación.
Esa naturalidad aparente a todos los niveles, posiblemente provocada tras la decepción plástica de Julieta (en una entrevista de Almodóvar que pude realizar con Álvaro Arroba, este contaba su frustración en esa película por rodar en digital: “yo soy como un pintor que coloca colores no en un lienzo, sino ante una cámara, y sin celuloide, no sé qué sucede a mi materia”), casi milagrosamente, se encuentra puesta al servicio de Antonio Banderas. Resumir lo que Banderas hace aquí como actor llevaría demasiado espacio: intérprete de una versión posible de Almodóvar, increíblemente preciso en los ritmos, denso en la palabra, grácil en los movimientos, es casi un tipo de interpretación inaudita en el cine español. Su capacidad creativa es tal que nos da la sensación, por momentos, de que los actores frente a él resultan buenos gracias a él, que hay algo en el espacio que él crea que convierte en válido y emotivo cualquier gesto que pueda tener enfrente. De ahí que los trazos del cineasta parezcan más discretos, más cotidianos: incluso el giro final, que podría recordar al de Vida en sombras (Llobet-Gracia) o, por ejemplo, a El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami), resulta menos vertiginoso y revelador que estos. Hasta la ruptura fluye, aquí. Sin que esto signifique que no haya momentos de genio de puesta en escena (la fiebre del Salvador niño ante el cuerpo desnudo del joven obrero en su casa) y de concepción del relato (el encuentro de retrato de Salvador que ese mismo obrero había hecho: si el guion no filmado invocará al amante perdido, este dibujo, desaparecido, invocará al arte, al cine).
Esa idea del dibujo perdido, es una de las grandes ideas literarias Dolor y gloria. Pero es interesante pensar a qué se parecería ese libro, dónde podría inscribirse esta película en la literatura castellana. Hemos hablado de las confesiones, pero no se trata tanto de eso aquí; la película es demasiado amable con un personaje protagonista constantemente presentado como víctima (de sus propios excesos, pero víctima inocente), aquejado de numerosos dolores físicos (la película resulta la materialización de ese espectro que acecha el cine de Almodóvar y presente en prácticamente todas sus películas, llenas de hospitales, de enfermedad, de visitas a doctores, dentistas…). Tampoco se trata pues de una autoficción, en el sentido estricto de la palabra. Habría que buscar, creo, en un tipo de literatura melancólica, incluso pesimista. Por qué no en aquella idea que definió la gran escritora Ana María Matute respecto a la forma de escribir algunos de sus libros más autobriográficos: “Vivimos sólo una vez, pero morimos muchas, yo he pasado varias muertes, ya en mi vida”. Y creo que ahí se encuentra el genio literario de Dolor y gloria. Almodóvar no habla de sí mismo, sino de un Almodóvar que murió, y que quedó atrás, de un personaje del que puede por lo tanto hablar como si fuera otro. Aquello que vivió fue real, y los cuerpos de sus actores lo manifiestan para él. Pero si se ha podido llamar “pequeña muerte” al orgasmo, a la ruptura amorosa podríamos llamarla “gran muerte”: es de ese hombre sin vida que habla la película, el que reanima y describe Salvador, el que encarna y crea Banderas.