Reflexiones existenciales de un creador sobre el mundo contemporáneo
No hace falta presentar a Pedro Almodóvar a esta altura del partido y, sin embargo, aún los más fanáticos seguidores de su filmografía tendrán una razón más para amarlo, disfrutarlo y acaso redescubrirlo. Por otro lado, si todavía queda alguien que no haya visto nunca una película del castellano-manchego encontrará el motivo principal para, luego de ver “Dolor y gloria”, ir corriendo a buscar su filmografía: estar frente a la obra de un enorme director de cine.
Tener presente en la memoria todos sus opus, recordarlos, recorrerlos; es como estar frente a un gran mural contemporáneo y kitsch en donde los colores, los personajes, las historias, son el gran happening de las miserias y virtudes humanas. Todo está ahí. El sexo libre, el tabú, las obsesiones de la gente, la droga, las chicas grotescas, los tipos inescrupulosos, la vergüenza absurda, la rabia, el matrimonio divorciado de los mandatos, y España, por supuesto, su gran aldea con la que pinta el mundo. A más de cuarenta años de su opera prima, cuando el franquismo empezaba a ser herida expuesta, Pedro Almodóvar salía al cruce como abanderado de la contra cultura, y mientras José Luis Garci plasmaba la gran reflexión de todos los tiempos en “Solos en la madrugada” (1978), del mismo lado y sin tapujos ni concesiones llegaba esa “Folle… folle… fólleme Tim!” (1978), filmada en Súper 8. Un alzamiento contra el moralismo hipócrita de una sociedad que estaba despertando a nuevas libertades.
A punto de cumplir 70, el creador no necesita reinventarse porque claramente ha estado varias veces adelantado a su momento, pero sí necesitaba, a juzgar por que transmite en esta última pieza, parar la vorágine que se vive en su cine y reflexionar sobre su vida, su recorrido, los viejos amores y rencores, la soledad y ver si con todo eso se puede construir una mirada hacia adelante.
Luego de títulos dentro de una placa blanca con fondos caleidoscópicos, “Dolor y gloria” abre con un presente. Salvador (Antonio Banderas) está sumergido en una pileta como parte de una terapia de reconstrucción física. En paneo vertical vemos una cicatriz que recorre casi toda su espalda a la altura de la espina dorsal. La estructura sobre la cual se yergue el ser humano está dañada en su interior. Tan dañada como el alma. Sumergido ahí en ese útero voluntario, el recuerdo lo lleva a su niñez. A la orilla de un río acompañando a su madre (Penélope Cruz) y otras mujeres al oficio de lavanderas que canturrean la tradición. Sobre este ping pong entre su niñez y su estado actual es donde se apoya un relato que de a poco nos va mostrando la radiografía espiritual de un hombre que básicamente se ha quedado solo por propia voluntad.
Hace mucho tiempo que no ejerce su profesión de director de cine, entronizado por crítica y fanáticos como un director de culto, pero el lanzamiento de una copia restaurada de un de sus mayores éxitos comienzan a relacionarlo con ese pasado sobre el cual se construyó su aquí y ahora. Vuelve a tomar contacto con su actor protagonista (Asier Etxeandia) con quien está distanciado a muerte, una vieja amiga (Cecilia Roth) que le indica cómo encontrarlo y como consecuencia de las decisiones artísticas habrá un reencuentro con algún viejo amor.
La puesta en escena del director es un fabuloso resumen de la estética pastiche y ecléctica que ya es su marca registrada. Todas las concesiones valen. Los personajes se sientan en alrededor de una mesa para hablar y el encuadre no puede sino relacionarse con el estudiante de cine que fue y ahora celebra lo aprendido proponiéndolo otra vez. Ruptura de ejes y planos conjuntos a media luz conviven armónicamente con un primer plano oblicuo o animación de la anatomía humana en clave de documental sobre enfermedades crónicas. Y por supuesto el infaltable rojo carmesí en una cocina o un living. Ese rojo que tanto le gusta al autor de “Matador” (1986) y que siendo el color característico de la pasión, sirve esta vez para contrastar a un hombre desapasionado de la vida.
Cine en estado puro se propone en “Dolor y gloria” porque el desarrollo del título, que por poco no parece referirse a dos personajes, tiene hasta coloraturas muy definidas entre el blanco del recuerdo y lo sombrío del ahora. Si la búsqueda estética tiene su punto alto en el equilibro entre el drama y el melodrama con un humor agridulce, es gracias al modo de ver la vida a través del lente, sí; pero le debe casi todo al trabajo actoral.
En su noveno proyecto a lo largo de más de treinta años, Antonio Banderas y Pedro Almodóvar alcanzan tal vez uno de los mayores grados de madurez entre director y actor que puedan haberse visto en la historia del cine español. La profundidad del trabajo en cámara no solamente excede lo autobiográfico con un material que convierte al protagonista en una suerte de avatar del creador; también es la versión en carne viva del alma de Almodóvar. El vínculo entre ambos se convierte en arte simbiótico. Tal vez no se pueda pensar en otro actor para este papel porque solamente conociéndose tanto mutuamente es que se podría llegar a ese nivel de conexión. Lejos de la exacerbada y exagerada gestualidad de su carrera Hollywoodense, Banderas se conecta con una sutileza corporal notable que le brinda a su personaje matices de expresiva melancolía. Toda la secuencia de un reencuentro con un amigo (Leonardo Sbaraglia) es para sacarse el sombrero.
“Dolor y gloria” es una vía directa a la reflexión a partir la de la exposición cruda de los planteos existenciales. Los diálogos y situaciones van horadando el alma de éste personaje hasta dejarla expuesta en su alucinante soledad. Acaso porque toda la gloria que esta pudiese alcanzar, no es sino conviviendo con el dolor de transformarla