Dolor y gloria

Crítica de Jaime Pena - A Sala Llena

Redención

Antes de enfrentarse a Dolor y gloria conviene volver al final de la película inmediatamente anterior de Pedro Almodóvar, Julieta (2016), en el que el personaje del título recibía por fin una carta de su hija Antía, desaparecida desde hacía doce años. La carta, leída en off, relataba un suceso profundamente traumático, la muerte de un hijo, y cómo este hecho había provocado que Antía reconsiderase su postura frente a su madre, a la que culpaba indirectamente de la muerte de su padre. Una pérdida era la causa de su alejamiento, otra pérdida abría la puerta a la reconciliación. Como en El sur (Víctor Erice, 1983), película con la que Julieta comparte una modulación similar de la voz narrativa, incluso el recurso muy deus ex machina de una carta que desatasca el conflicto y que tiene un efecto liberador, Almodóvar deja en suspenso este reencuentro, abandonando a Julieta y Leonardo mientras conducen por un paisaje alpino.

Dolor y gloria no tiene como eje ninguna pérdida, pero sí un largo y complejo proceso de reconciliación, la de un director maduro, Salvador Mallo (Antonio Banderas), con su pasado y con las personas de su entorno, las que lo han acompañado en sus peripecias vitales y en su carrera artística, a las que siente que ha defraudado. El cine español ha demostrado en el último año una querencia un tanto insólita por la figura del artista en pleno bloqueo creativo, ya sea la cantante que Nawja Nimri interpreta tanto en Quién te cantará, de Carlos Vermut, como en El árbol de la sangre, de Julio Médem, o el cineasta que Almodóvar retrata como un doble casi exacto de sí mismo, medio retirado por culpa de los múltiples dolores que lo atenazan.

La estructura de Dolor y gloria puede ser la de un film testamentario, el retrato de un artista cuyo cuerpo ha envejecido prematuramente y al que ya solo le queda hacer las paces con los suyos y consigo mismo antes de abandonar el mundo. En efecto, Salvador Mallo se reencuentra primero con el actor de uno de sus primeros éxitos, Alberto Crespo (Asier Etxeandía), con el que había roto treinta años atrás, luego con el amor de su juventud, Federico (Leonardo Sbaraglia), con el que no ha vuelto a mantener contacto desde 1985, para finalmente, en forma de flashback, volver a revivir los últimos días de su madre (Julieta Serrano) y los reproches que todavía lo atormentan. Podría decirse que el último eslabón de este ajuste de cuentas con el pasado es el propio Salvador, acuciado por las enfermedades, esos dolores que intenta mitigar con un cóctel de ansiolíticos y paliativos y, tras su encuentro con Alberto, también con heroína. La estructura, decía, puede ser la de un film testamentario, pero Dolor y gloria no narra tanto una despedida como una suerte de renacimiento o, en sentido estricto, un proceso de redención.

Todos estos personajes del pasado tienen algo de fantasmas, de figuras oníricas, algo que se cumple totalmente en el caso de la madre. Su personaje es en realidad la coprotagonista de la película, pues toda una sucesión de flashbacks nos devuelven a la infancia de Salvador (ahora Asier Flores) y su relación con su madre (ahora Penélope Cruz) durante la etapa en la que vivían en una casa-cueva de Paterna (Valencia). El sentido último de estas escenas se desvelará en la secuencia final posibilitando una relectura alternativa de toda la película. La gran paradoja es cómo este recurso metanarrativo acaba convirtiéndose en un argumento profundamente emotivo, quizás porque, como en Julieta, evita comprometerse en innecesarias explicaciones y la imagen de la claqueta final basta para suturar las diferentes partes de la película, ese constante ir y venir entre pasado y presente, entre la realidad y el imaginario creativo. También porque marca una definitiva vuelta a la vida que, ahora lo sabemos, se había ido sustanciando a medida que se sucedían esos reencuentros con el pasado, todos ellos, en realidad, detonantes de actos creativos: gracias al contacto con Alberto este pone en escena La adicción, lo que da pie al reencuentro con Federico; el hallazgo accidental de una acuarela hace que Salvador rememore una insolación infantil causada antes por el cuerpo desnudo del pintor y albañil (César Vicente) que por la exposición a la luz solar, pero es el desencadenante para que se siente de nuevo a escribir un guión titulado El primer deseo.

El monólogo teatral con su evocación de los años de la Movida madrileña o la película dentro de la película retoman esos temas y elementos que han constituido la esencia del cine de Almodóvar, aquello que podríamos identificar como lo almodovariano. Esta operación de reciclaje recuerda en buena medida la practicada en Volver (2006), un retorno a los orígenes, a ese gen almodovariano, después de una película poco satisfactoria en lo comercial, entonces La mala educación (2004, la película inmediatamente posterior a sus dos mayores éxitos internacionales: Todo sobre mi madre y Hable con ella, de 1999 y 2002), ahora Julieta. El contraste de Dolor y gloria con esta última es notable, más que nada porque Julieta constituye el giro más radical en toda la carrera de Almodóvar, cuyo manierismo formal y nivel de autoexorcismo de sus fantasmas personales había alcanzado su cénit con La piel que habito (2011). Si Los amantes pasajeros (2013) le sirvió para soltar lastre y desgranar todos aquellos chistes que no tenían cabida en sus barrocos melodramas psicoanalíticos, en Julieta conseguía emerger un Almodóvar nuevo. Como fuere, puede que gracias al referente literario que le proporcionaba Alice Munro (por más que esta no fuese la primera adaptación de su carrera), lo cierto es en Julieta apenas se vislumbraban las huellas de lo almodovariano, una película sin desvíos humorísticos y en la que el drama no dejaba en ningún momento que asomase su sublimación, es decir, el melodrama.

Todo ello derivaba en una transparencia narrativa que no sé si se podría denominar “clásica”, pero, como sucede con las últimas películas de Clint Eastwood (y La mula sería un buen ejemplo), parece el producto de una destilación estilística que ha conducido a una suerte de ascetismo en el que Almodóvar se ha despojado de cualquier tentación retórica. Lo verdaderamente sorprendente es que el estilo de Julieta haya conseguido sobrevivir dentro de una propuesta narrativa que no solo se construye en torno a lo almodovariano, sino que se configura como un autorretrato que en ningún momento pretende ocultar o siquiera disimular su condición, como si quisiese testar ese nuevo estilo en los materiales de toda la vida. Si ese cine que culminaba en La piel que habito hablaba del propio cineasta a través de intrincados mecanismos formales y narrativos, Dolor y gloria lo hace de una forma más directa, dejando que el relato fluya con naturalidad gracias a un guión muy controlado que logra equilibrar los diferentes tiempos narrativos y camuflar la indiscutible complejidad de su estructura.

Sin el subterfugio de la ficción y en primera persona, Almodóvar se confiesa, sincera y expone a través del personaje de Salvador. No solo son sus temas, es su propia casa, sus objetos y sus gustos literarios, cinematográficos o musicales; también sus dolores. Y, a través de la caracterización de Banderas, es su pelo y su barba, sus gestos los que en algún momento rozan lo impúdico y pueden provocar hasta una cierta incomodidad cuando nos imaginamos al cineasta moldeando su autorretrato a partir de la materia prima que le proporciona el actor. Pero, incluso en los momentos que se aproxima a la autoparodia y que son también los más complacientes (la secuencia de la Filmoteca, lastrada en buena medida por el personaje de Julián López, o algunas réplicas marca de la casa y por eso mismo demasiado autoindulgentes), la portentosa interpretación de Banderas acaba por eclipsar buena parte de las demás virtudes de la película, hasta el punto qué se puede llegar a sospechar que toda la construcción narrativa está al servicio de su caracterización, que la finalidad de la propia película no es otra que encumbrar al actor y, a través de él, al personaje, a ese Salvador Mallo bajo cuya máscara (apenas) se oculta Pedro Almodóvar. Todo autorretrato tiene algo de gesto narcisista y Dolor y gloria es la demostración definitiva.