Redención Antes de enfrentarse a Dolor y gloria conviene volver al final de la película inmediatamente anterior de Pedro Almodóvar, Julieta (2016), en el que el personaje del título recibía por fin una carta de su hija Antía, desaparecida desde hacía doce años. La carta, leída en off, relataba un suceso profundamente traumático, la muerte de un hijo, y cómo este hecho había provocado que Antía reconsiderase su postura frente a su madre, a la que culpaba indirectamente de la muerte de su padre. Una pérdida era la causa de su alejamiento, otra pérdida abría la puerta a la reconciliación. Como en El sur (Víctor Erice, 1983), película con la que Julieta comparte una modulación similar de la voz narrativa, incluso el recurso muy deus ex machina de una carta que desatasca el conflicto y que tiene un efecto liberador, Almodóvar deja en suspenso este reencuentro, abandonando a Julieta y Leonardo mientras conducen por un paisaje alpino. Dolor y gloria no tiene como eje ninguna pérdida, pero sí un largo y complejo proceso de reconciliación, la de un director maduro, Salvador Mallo (Antonio Banderas), con su pasado y con las personas de su entorno, las que lo han acompañado en sus peripecias vitales y en su carrera artística, a las que siente que ha defraudado. El cine español ha demostrado en el último año una querencia un tanto insólita por la figura del artista en pleno bloqueo creativo, ya sea la cantante que Nawja Nimri interpreta tanto en Quién te cantará, de Carlos Vermut, como en El árbol de la sangre, de Julio Médem, o el cineasta que Almodóvar retrata como un doble casi exacto de sí mismo, medio retirado por culpa de los múltiples dolores que lo atenazan. La estructura de Dolor y gloria puede ser la de un film testamentario, el retrato de un artista cuyo cuerpo ha envejecido prematuramente y al que ya solo le queda hacer las paces con los suyos y consigo mismo antes de abandonar el mundo. En efecto, Salvador Mallo se reencuentra primero con el actor de uno de sus primeros éxitos, Alberto Crespo (Asier Etxeandía), con el que había roto treinta años atrás, luego con el amor de su juventud, Federico (Leonardo Sbaraglia), con el que no ha vuelto a mantener contacto desde 1985, para finalmente, en forma de flashback, volver a revivir los últimos días de su madre (Julieta Serrano) y los reproches que todavía lo atormentan. Podría decirse que el último eslabón de este ajuste de cuentas con el pasado es el propio Salvador, acuciado por las enfermedades, esos dolores que intenta mitigar con un cóctel de ansiolíticos y paliativos y, tras su encuentro con Alberto, también con heroína. La estructura, decía, puede ser la de un film testamentario, pero Dolor y gloria no narra tanto una despedida como una suerte de renacimiento o, en sentido estricto, un proceso de redención. Todos estos personajes del pasado tienen algo de fantasmas, de figuras oníricas, algo que se cumple totalmente en el caso de la madre. Su personaje es en realidad la coprotagonista de la película, pues toda una sucesión de flashbacks nos devuelven a la infancia de Salvador (ahora Asier Flores) y su relación con su madre (ahora Penélope Cruz) durante la etapa en la que vivían en una casa-cueva de Paterna (Valencia). El sentido último de estas escenas se desvelará en la secuencia final posibilitando una relectura alternativa de toda la película. La gran paradoja es cómo este recurso metanarrativo acaba convirtiéndose en un argumento profundamente emotivo, quizás porque, como en Julieta, evita comprometerse en innecesarias explicaciones y la imagen de la claqueta final basta para suturar las diferentes partes de la película, ese constante ir y venir entre pasado y presente, entre la realidad y el imaginario creativo. También porque marca una definitiva vuelta a la vida que, ahora lo sabemos, se había ido sustanciando a medida que se sucedían esos reencuentros con el pasado, todos ellos, en realidad, detonantes de actos creativos: gracias al contacto con Alberto este pone en escena La adicción, lo que da pie al reencuentro con Federico; el hallazgo accidental de una acuarela hace que Salvador rememore una insolación infantil causada antes por el cuerpo desnudo del pintor y albañil (César Vicente) que por la exposición a la luz solar, pero es el desencadenante para que se siente de nuevo a escribir un guión titulado El primer deseo. El monólogo teatral con su evocación de los años de la Movida madrileña o la película dentro de la película retoman esos temas y elementos que han constituido la esencia del cine de Almodóvar, aquello que podríamos identificar como lo almodovariano. Esta operación de reciclaje recuerda en buena medida la practicada en Volver (2006), un retorno a los orígenes, a ese gen almodovariano, después de una película poco satisfactoria en lo comercial, entonces La mala educación (2004, la película inmediatamente posterior a sus dos mayores éxitos internacionales: Todo sobre mi madre y Hable con ella, de 1999 y 2002), ahora Julieta. El contraste de Dolor y gloria con esta última es notable, más que nada porque Julieta constituye el giro más radical en toda la carrera de Almodóvar, cuyo manierismo formal y nivel de autoexorcismo de sus fantasmas personales había alcanzado su cénit con La piel que habito (2011). Si Los amantes pasajeros (2013) le sirvió para soltar lastre y desgranar todos aquellos chistes que no tenían cabida en sus barrocos melodramas psicoanalíticos, en Julieta conseguía emerger un Almodóvar nuevo. Como fuere, puede que gracias al referente literario que le proporcionaba Alice Munro (por más que esta no fuese la primera adaptación de su carrera), lo cierto es en Julieta apenas se vislumbraban las huellas de lo almodovariano, una película sin desvíos humorísticos y en la que el drama no dejaba en ningún momento que asomase su sublimación, es decir, el melodrama. Todo ello derivaba en una transparencia narrativa que no sé si se podría denominar “clásica”, pero, como sucede con las últimas películas de Clint Eastwood (y La mula sería un buen ejemplo), parece el producto de una destilación estilística que ha conducido a una suerte de ascetismo en el que Almodóvar se ha despojado de cualquier tentación retórica. Lo verdaderamente sorprendente es que el estilo de Julieta haya conseguido sobrevivir dentro de una propuesta narrativa que no solo se construye en torno a lo almodovariano, sino que se configura como un autorretrato que en ningún momento pretende ocultar o siquiera disimular su condición, como si quisiese testar ese nuevo estilo en los materiales de toda la vida. Si ese cine que culminaba en La piel que habito hablaba del propio cineasta a través de intrincados mecanismos formales y narrativos, Dolor y gloria lo hace de una forma más directa, dejando que el relato fluya con naturalidad gracias a un guión muy controlado que logra equilibrar los diferentes tiempos narrativos y camuflar la indiscutible complejidad de su estructura. Sin el subterfugio de la ficción y en primera persona, Almodóvar se confiesa, sincera y expone a través del personaje de Salvador. No solo son sus temas, es su propia casa, sus objetos y sus gustos literarios, cinematográficos o musicales; también sus dolores. Y, a través de la caracterización de Banderas, es su pelo y su barba, sus gestos los que en algún momento rozan lo impúdico y pueden provocar hasta una cierta incomodidad cuando nos imaginamos al cineasta moldeando su autorretrato a partir de la materia prima que le proporciona el actor. Pero, incluso en los momentos que se aproxima a la autoparodia y que son también los más complacientes (la secuencia de la Filmoteca, lastrada en buena medida por el personaje de Julián López, o algunas réplicas marca de la casa y por eso mismo demasiado autoindulgentes), la portentosa interpretación de Banderas acaba por eclipsar buena parte de las demás virtudes de la película, hasta el punto qué se puede llegar a sospechar que toda la construcción narrativa está al servicio de su caracterización, que la finalidad de la propia película no es otra que encumbrar al actor y, a través de él, al personaje, a ese Salvador Mallo bajo cuya máscara (apenas) se oculta Pedro Almodóvar. Todo autorretrato tiene algo de gesto narcisista y Dolor y gloria es la demostración definitiva.
Roma: El hogar y el mundo Dos de las secuencias centrales de Roma transcurren en un cine; o, mejor, cuando los personajes, Cleo (Yalitza Aparicio) y sus acompañantes, van al cine. En un caso los vemos en el interior de la sala, en el otro, en el exterior. En las dos ocasiones se ponen de manifiesto situaciones que han de desencadenar el melodrama, situaciones que son muy características del melodrama o de su derivación más popular, el folletín romántico y la telenovela. En la primera escena, Cleo y su novio Fermín están en una gran sala, el Metropolitan, viendo una producción bélica francesa, La fuga fantástica (La grande vadrouille), de Gérard Oury, momento que aprovecha Cleo para confesar que no le “ha llegado el mes”. Fermín se lo toma con mucha tranquilidad, demasiada. Aunque la película está terminando, dice que tiene que ir al baño. Nunca volverá. Cleo sale del cine sabiendo que el padre de su hijo se ha esfumado. En la segunda escena, Cleo acompaña al hijo mayor, Toño, y a un amigo a un cine cercano, Las Américas, y, en el revuelo que se produce a la entrada, descubre que el padre de la familia, Antonio, presuntamente en Canadá, en realidad está en México con otra mujer. También lo reconoce el amigo de Toño, por más que este lo niegue y le parezca imposible. En el cine de proyecta una película sobre astronautas, Atrapados en el espacio (Marooned), de John Sturges, en lo que parece un guiño a Gravity. Aquí Cleo es una simple testigo y conocedora en primera mano del drama que vive la Sra. Sofía (Marina de Tavira). Las dos secuencias ambientadas en el cine unen a las dos mujeres protagonistas, la nana y su señora, cada una con su drama particular. El de Sofía, que su marido la haya abandonado de facto, aunque toda la familia piense, o quiera creer, que está en Canadá llevando a cabo una investigación que se ha prolongado varios meses, incluso más allá de las navidades, nos llega siempre con indicios parciales, una conversación entrecortada, una llamada telefónica de la que solo escuchamos ecos, hasta que por fin Cleo puede corroborarlo visualmente. El drama de Sofía y de toda la familia por extensión es el trasfondo que enmarca el de Cleo, la protagonista absoluta, el personaje a través del cual somos testigos de esta historia. Uno y otro se retroalimentan y refuerzan los lazos entre las dos mujeres. Como decía, son materiales propios del melodrama más primario, materiales en ocasiones de derribo, y quizás este sea el gran acierto de Alfonso Cuarón, servirse de elementos populares para elaborar un gran fresco sobre el México de 1970-71, el México de la resaca post-Olimpiadas y post-Mundial de Fútbol, también de la matanza de Tlatelolco, que en Roma sigue resonando con una suerte de réplica. Su referente no parece otro que David Lean, tal es la ambición y grandilocuencia con la que Cuarón cuenta esta historia que, se nos ha dicho, parte de sus recuerdos personales de infancia (nacido en 1961, Cuarón bien podría ser el Toño de la película). Este sería el aspecto más singular de Roma. Cuarón no filma el desierto, sino que reconstruye el México de aquellos años, la colonia Roma. Ahí tenemos los grandes cines y el ambiente de las calles que los rodeaban, en franco contraste con el interior de la casa familiar, muy espaciosa y el territorio que domina Cleo, por eso mismo, muchas veces, un espacio vacío. Así se inicia la película, en una casa que solo ocupan Cleo y la otra criada, hasta que poco a poco van llegando los miembros de la familia, los cuatro hijos, la abuela, Sofía y, al final de la jornada, el padre, sobre el que pronto se nos dice que en unos días marchará a un congreso en Canadá. Y así será, lo veremos marchar y poco más, fuera de la escena del cine Las Américas. Antonio será una mera ausencia, alguien del que se habla y del que solo tenemos referencias indirectas, también cuando su relación con Sofía se rompe definitivamente: en la práctica su única huella es el desorden que deja en la casa al llevarse sus estanterías aprovechando un viaje de la familia. Cuarón filma la casa con grandes panorámicas circulares, posicionando la cámara en el lugar que ocupa Cleo en el hogar familiar, una posición central pero al mismo tiempo discreta y distante. Los ruidos del convulso México de la época podrían llegarnos como un eco, sin que la película saliese en ningún momento al exterior. El comienzo y el final de la película parecen coquetear con esa idea: el avión que surca el cielo y que, al principio, se refleja en el suelo mojado y, luego ya al final, vemos entre los edificios que circundan la casa. Pero Cuarón opta desde el primer momento por salir al exterior, por acompañar a Cleo, tanto en sus salidas con la familia, con Fermín o en solitario. De hecho, el tema del embarazo de Cleo es un asunto que se desarrolla casi siempre fuera del espacio familiar y con el que Cuarón compone algunos de los grandes frescos de la película, desde aquella escena del cine Metropolitan al momento en el que Cleo va a buscar a Fermín fuera de la ciudad a un gran campo en el que cientos de jóvenes ensayan rituales de artes marciales. Si Cuarón se sirve en todo momento de la gran profundidad de campo que le posibilita el filmar su película en 65mm, el mayor partido se lo saca, claro está, en las grandes escenas en exteriores, tanto las de la hacienda de los De la Bárcena, como en este espacio en el que se ejercitan -pronto lo sabremos- fuerzas paramilitares. La cámara de Cuarón potencia las dimensiones del espacio, privilegiando los planos generales. Ante nuestros ojos emerge todo un mundo que no precisa ser sugerido y en el que confluyen, como si se tratase de un cuadro renacentista, la historia individual y la colectiva. Toda la planificación está al servicio de esa grandilocuencia y ambición sin límites en la que la cámara, como la de Gravity, parece tener una autonomía plena. Que atienda en primer lugar a la historia de Cleo parece algo meramente circunstancial. En pantalla bien podrían estar sucediendo cientos de historias, tal es el detallismo que el formato propicia. El siguiente reencuentro de Cleo con Fermín es mucho más inesperado y es el momento de mayor virtuosismo de la película. Cleo ha ido con la abuela, la Sra. Teresa, a una tienda de muebles a comprar una cuna. En la zona se suceden las manifestaciones estudiantiles y estas, lo que en un primer momento bien pudiera parecer un mero elemento ambiental, acaban por provocar un giro dramático en la historia. Oímos gritos y disparos y la cámara nos muestra a través de los ventanales de la tienda lo que está sucediendo en la calle, las carreras de los manifestantes y personas armadas con barrotes metálicos que los persiguen. La cámara gira por los ventanales a los que se asoman Teresa y Cleo para ver qué sucede abajo en la calle cuando los gritos llegan hasta la misma tienda. Unos estudiantes se refugian en ella huyendo de unos hombres armados. Uno de ellos resulta ser el mismo Fermín que, con una pistola en la mano, apunta a los clientes, a la misma Cleo (su mano empuñando el revólver en primer plano, al fondo otros paramilitares disparan a un estudiante), hasta que al verse reconocido y reclamado por sus compañeros huye con ellos. Roma se compone de grandes set-pieces de este estilo, profundamente detallistas, en las que el tiempo parece detenerse. Sin embargo los meses pasan y los cambios en la familia se intuyen detrás de grandes elipsis. El embarazo de Cleo ha progresado hasta el punto de que en la mueblería rompe aguas y ha de ser llevada al hospital. La ciudad es toda ella un monumental atasco, pero, aún cuando somos conscientes de la urgencia, Cuarón no se recrea en este suspense. De repente ya estamos en el hospital y Cleo es subida al paritorio. Ahí se desarrolla lo que de verdad importa al cineasta, algo que Cuarón muestra con toda la crudeza, sin escudarse detrás de ninguna elipsis ni subterfugio metafórico: el parto, la niña que nace muerta pese a los esfuerzos por reanimarla y cuyo cuerpo Cleo agarra con todas sus fuerzas. Estamos en el territorio del melodrama, recuerden, y Cuarón no quiere hurtarnos ese momento que representa de algún modo la culminación de la tragedia. ¿Es un momento lacrimógeno? No lo creo. En toda la película, tanto en su estructura como en su puesta en escena, parece prevalecer una distancia con sus personajes, apenas piezas de un gigantesco y virtuoso mecano que el espectador contempla con más asombro que empatía emocional. Sucede lo mismo en la secuencia climática de la película, la de la playa, que Cuarón filma en un solo plano. Dos de los niños, Paco y Sofi se quedan bañándose en la orilla, mientras Cleo se retira junto al pequeño de los hermanos. Desde allí ve cómo los otros dos niños se están adentrando cada vez más en el mar. Los ve ella, no nosotros, pues la cámara está con Cleo y son sus llamadas, su mirada hacia el océano y su caminar en dirección al mar los que nos alertan de lo que está sucediendo. El movimiento de la cámara es siempre lateral, primero hacia la playa y ahora, sin corte alguno, de nuevo hacia el mar, en paralelo a los movimientos de Cleo. Que no haya montaje, que no veamos a los niños, implica que Cuarón, de nuevo, renuncia a crear el suspense del modo más tradicional. El suspense, la tensión que genera la acción, deriva más bien de nuestro conocimiento de que Cleo no sabe nadar. Aún así se adentra con decisión en el mar, sorteando las olas y en su avance rescata primero a Paco y después a Sofi, para volver con ellos hasta la orilla, siempre en el mismo plano, ahora en dirección inversa, de nuevo hacia tierra firme. Si había alguna duda de que Roma era la historia de Cleo, muy por encima de la de Sofía y su familia, esta escena la disipa. Hasta el punto de que, con esa renuncia al suspense, a Cuarón podría incluso reprochársele que se desentienda de la vida de los dos niños. Cleo acaba de perder a su bebé, pero no creo que deba entenderse esta escena desde una perspectiva metafórica (Cleo salvando a los hijos de otra mujer, que en buena medida son también sus hijos). Tampoco como un momento de superación personal ni mucho menos de redención. Al contrario, el de Cleo es un gesto sacrificial y el propio movimiento de cámara, que parece impulsar a la joven, se diría que emana de algún poder sobrenatural, como si Cuarón estuviese escenificando un milagro. Combinando lo íntimo con lo colectivo, Cuarón reconstruye el mundo de su infancia, no tanto a la medida de su memoria como a la de su cámara. Hay algo de narcisismo en este gesto, tan arriesgado como insólito, que, en cierto modo, y pese a lo que pueda parecer, relega a los personajes a un segundo plano, supeditándolos a la propuesta formal. En los tiempos de Netflix (sic), los guionistas y los showrunners, aún con sus dudas, ambigüedades y contradicciones, hay mucho que celebrar en una película concebida desde la puesta en escena.
No hay futuro en Isla Basura Hay pocas técnicas que sean tan propicias al cine de Wes Anderson como la animación. Lo demostró en Fantastic Mr. Fox, y hasta cierto punto también en alguna película posterior, caso de El gran hotel Budapest, contagiada por un modelo de representación antinaturalista que debía mucho al mundo del comic. Al fin y al cabo, a un creador de mundos tan excéntricos y naifs como Anderson la animación, y más concretamente la stop-motion, le proporciona la oportunidad de controlar el universo: un mundo creado a su imagen y semejanza. Lejos del minimalismo de Fantastic Mr. Fox, lejos también de su ternura y calidez, debida en buena parte al original de Roald Dahl, Anderson crea en Isla de perros un mundo extraordinariamente complejo, un universo que, en su horror vacui, parece más cercano a un cuadro renacentista que a una película del propio Anderson. Son solo dos escenarios principales, ambos japoneses, una ciudad liderada por un despótico alcalde y una isla cercana en la que se acumula la basura y a la que han sido desterrados todos los perros, portadores de una enfermedad incurable que algún día podría contagiarse a los humanos. Pero solo la presentación de ambos espacios requiere un importante consumo de información. Todo en Isla de perros precisa de distintas capas de datos, como si Anderson, más que articular un relato, quisiera proponer una taxonomía de ese mundo surgido de la imaginación de los cuatro guionistas: Roman Coppola, Jason Schwartzman, Kunichi Nomura y él mismo. En Isla de perros se respetan los idiomas de sus personajes, lo que quiere decir que los japoneses hablan en japonés y los ladridos de los perros se “representan” en inglés. El japonés no se subtitula, pues la película recurre a “traductores” o comentaristas que participan de la misma historia, ellos mismos conformando una de esas muchas capas de información que la película necesita para traducir todo su artificio. Hasta los créditos y todos los rótulos temporales o de situación están en japonés e inglés. Súmesele a esto los subtítulos en castellano y uno podría llegar a pensar que quizás una buena versión doblada (la francesa incorpora las voces más representativas de su cine, incluso a Jean-Pierre Léaud) podría solventar muchos de estos problemas. El virtuosismo de la operación es innegable, la inteligencia de muchas soluciones visuales, por no hablar de los diálogos cáusticos y desencantados, no pueden ponerse en cuestión… y, sin embargo, Isla de perros parece querer imponerse en todo momento por aplastamiento, como si se tratase de una de esas películas que lo fían todo a la acumulación de superhéroes. Con respecto a Fantastic Mr. Fox el número de escritores se ha multiplicado por dos, pero la impresión es que los personajes lo han hecho incluso en mayor medida: no solo sobran perros (fuera de Spots y Chief, ¿eran necesarios más?), buena parte de los problemas de Isla de perros radican en la escasa empatía que genera el protagonista humano, Atari. Quedan, eso sí, momentos puntuales en los que se trasluce un inspirado homenaje a los pioneros Chuck Jones y Tex Avery (las peleas entre nubes de polvo-algodón) y alguna escena construida sobre el rescate de alguna bella canción olvidada (“I Won’t Hurt You”, de The West Coast Pop Art Experimental Band), una de las especialidades de Anderson, lo que nos hace añorar, precisamente, el tan entrañable espíritu musical de Fantastic Mr. Fox.
HUEVOS DE PASCUA En Columbus Kogonada retrataba la utópica urbe de Indiana que ha logrado constituirse en una especie de meca de la arquitectura moderna, una suerte de paraíso en el que el urbanismo y las artes en general se han integrado en perfecta armonía con la naturaleza. En Ready Player One Steven Spielberg se traslada 300 kilómetros al este y se adentra casi 30 años en el futuro para retratar una distópica Columbus, en el vecino estado de Ohio, ciudad en la que vive Wade Watts (Tye Sheridan), huérfano de 18 años, habitante de un barrio marginal, las Torres, en el que los pequeños habitáculos se han desarrollado en altura, conformando una colmena que sería la pesadilla de cualquier urbanista. Casey, la protagonista de Columbus, estaba atada a su ciudad por un lazo umbilical, un sentimiento de apego y responsabilidad hacia su madre que le impedía escapar y progresar en su vida académica o profesional. Wade, como toda su generación, ha encontrado una vía de escape en la realidad virtual, en concreto en un videojuego llamado OASIS en el que él o su avatar, Parzival, puede aspirar a heredar toda la fortuna de su creador, James Halliday (Mark Rylance), si supera distintas pruebas y finalmente, gracias más a la astucia que a la habilidad o a la valentía, descubre el Easter Egg que se encuentra escondido en el corazón del videojuego. Si OASIS es un mundo alternativo que conjuga las características de un avanzado videojuego con las de una red social tipo Facebook, la realidad no es más que un trasunto prosaico de ese mundo virtual: en OASIS se explicitan las batallas que en el mundo real se libran de manera subterránea, de ahí que una voraz empresa financiera, IOI, quiera hacerse con el control de OASIS, al fin y al cabo controlar OASIS podría significar controlar el mundo. La gran paradoja de Ready Player One es que ese mundo global es en realidad glocal: tanto la empresa como todos y cada uno de los personajes residen en Columbus, Ohio, lo que en realidad contradeciría la promesa de las redes sociales (y de Internet) de un universo ilimitado en el que habrían desaparecido las distancias. IOI pretende convertir a todas las personas en clientes, lo que en su argot quiere decir algo así como rehenes hipotecarios, esclavos que han de sacrificar su libertad para trabajar para los intereses de dicha corporación. Esta crítica a las entidades financieras y al capitalismo corporativo no es muy sutil, nunca lo fue en este tipo de distopías y las metáforas políticas no son la principal virtud del cine de Steven Spielberg (los sucesivos finales de The Post, recalcando el discurso sobre la libertad de prensa, como ejemplo más reciente). Y en este caso, además, resulta un tanto contradictoria, pues el premio final no es otro que la propiedad de la empresa más valiosa, es decir, hacerse multimillonario. Ready Player One no crítica a las grandes corporaciones, sino su modelo de gestión: el cómo y no el qué. Muchas películas se han servido de esta dicotomía entre la realidad y una realidad paralela o alternativa, fundamentalmente en el campo del fantástico y la ciencia ficción, desde The Matrix a Jumanji, pasando por Avatar o buena parte del anime japonés. Sin embargo, la particularidad de Ready Player One, tanto de la novela original de Ernest Cline como de la película, reside en esas pruebas que ha de superar su protagonista, que no son otra cosa que una traslación de los gustos de su creador, Halliday, su particular isla desierta, un universo referencial que bebe de la cultura pop de los setenta, ochenta y noventa: los primeros videojuegos, el cine de esos años, la música de finales de los setenta y principios de los ochenta. Una discusión entre Wade y el malvado presidente de IOI, Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn) (me gustaría pensar que el nombre esconde una referencia a Christopher Nolan y Paolo Sorrentino, cineastas malvados per se, pero ya figuraba tal cual en la novela de Cline), puede versar en torno a las películas de John Hughes, una de las pruebas les obliga a adentrarse en el hotel Overlook de El resplandor, además de en los personajes y la trama de la propia película de Kubrick, mientras que en un discoteca sonarán, sin solución de continuidad, Blue Monday y Stayin’ Alive y a Samantha (Olivia Cooke) se la presenta con una camiseta con la portada de Unknown Pleasures (las referencias a videojuegos son incluso mayores, pero, más allá de las evidentes, se me escapan: soy de esa generación que aún se resistió a esa moda en los ochenta y luego ya no supo cómo subirse al carro). La acumulación de citas y el virtuosismo con el que se integran en el relato provocarían la envidia de un Tarantino, pero en realidad, más que citas, son el pavimento que permite que el relato avance, los huevos de Pascua que los espectadores (los personajes) van descubriendo como si se tratase de una novela en clave en la que el conocimiento de la materia (los guiños entre conocedores) son directamente proporcionales al disfrute de la trama. Desde los tiempos de Sherlock Jr., la pantalla de cine en el marco de una película siempre ha sido un espacio de evasión, un mundo fantasioso en el que los personajes de la ficción dejaban atrás los problemas de una realidad mucho más sórdida. Salvo en Pierrot le fou, en la que Belmondo recomendaba ver por tercera vez Johnny Guitar para así educarse, lo habitual es que los personajes de las películas que entran en un cine lo hagan para evadirse y buscar un lugar en el que los sueños se puedan hacer realidad, aunque solo sea virtual o imaginariamente (último ejemplo: La forma del agua), es decir, como los propios espectadores de esa ficción. Buena parte de la filmografía de Spielberg se ha sustentado sobre esta búsqueda del placer, de un ideal que entendía el cine como la plasmación material, aunque fuese sobre una pantalla bidimensional, de mundos imposibles (¿qué es sino Jurassic Park?). Esta sería también la función que cumplirían la realidad virtual y los videojuegos en Ready Player One. Pero en esta ocasión Spielberg se topa con una imposibilidad conceptual. El cine nos propone siempre un relato unidireccional, un trayecto decidido de antemano por su creador en el que los atajos o las derivas para buscar posible huevos de Pascua están prohibidos. Los videojuegos se sustentan en la interacción, entre varios jugadores o entre el jugador y el propio juego, en la posibilidad, siempre contemplada, de que nunca se llegue hasta el final. Ready Player One, como cualquier película sobre videojuegos, aunque en este caso se trate de una película que adapta una novela, no un videojuego, requiere de espectadores, no de jugadores, por lo tanto de un destinatario pasivo y no proactivo que nunca podrá ser partícipe de la experiencia de sus personajes. Hacer una película sobre un videojuego es como escribir sobre música o bailar sobre arquitectura.
Publicada en la edición digital de la revista.