La última película de Pedro Almodóvar es un drama personal y reposado con una soberbia actuación de Antonio Banderas.
Salvador Mallo (Banderas) es un director de cine que ha conocido la fama pero hace tiempo ya que no filma. Las enfermedades que padece y la muerte de su madre parecen haberlo vuelto un ser ermitaño y poco social. La proyección restaurada por la Filmoteca de Sabor, una de sus primeras obras, lo pone inesperadamente en movimiento y ese regreso lo reúne con gente que hace tiempo no ve y especialmente con su propio pasado.
Dolor y gloria, la película número 21 de Almodóvar (tal como firma, ya apenas sólo un apellido que lo distingue), encuentra al manchego más sosegado y tranquilo en su mirada sobre su mundo y sobre sí mismo.
El director construye una autoficción -así se la denomina dentro de la misma película- con retazos de su vida y su filmografía pero también con una decisión ficcional pura. Sería un error perderse en leer o descifrar claves que den cuenta de a quiénes se refiere o si son reales todas las situaciones que se van desarrollando. Es cine y el verosímil buscado emociona con las mejores armas. Lo que no es poco.
Filmada con una clasicidad como ya no se estila y sin dejar de lado los toques autorales que ya son marca reconocida, Dolor y gloria transita, mediante flashbacks, la infancia de un niño diferente en tiempos franquistas y en provincias; a partir de diálogos y recuerdos enunciados, los ’80 libres y enloquecidos; y el presente de disputas callejeras, mendicidad e inmigrantes, todo con una mirada reposada y minimalista. Sin desbordes melodramáticos ni ritmos frenéticos pero con una sensibilidad siempre a flor de piel.
Más que un ajuste de cuentas consigo mismo y sus decisiones (¿de Almodóvar, de Mallo?), o con su madre o con un amor inolvidable, lo que se impone es menos una reconciliación que una aceptación con lo hecho, que no olvida las marcas que ello le ha provocado y hasta se permite el humor, pero lo que sí ha abandonado, totalmente, es el enojo, la ira y la rabia que eran, no niego que justificadamente, los motores de otros filmes (por ejemplo La mala educación).
El tono sereno predominante no desecha la fuerza de un soundtrack exquisito de Alberto Iglesias (que además incluye canciones de Mina, Chavela Vargas y hasta una versión de A tu vera realizada por Rosalía y Penélope Cruz), y se luce y consigue todo su poderío en un Antonio Banderas que hace del gesto y el detalle los pilares de una actuación descollante y reveladora por la que se alzó con el premio a Mejor Actor en Cannes (¿será el comienzo de su carrera al Oscar?). Acompañado, además, de un elenco superlativo.
Una película sensible y reflexiva que divierte y emociona, bellamente filmada y actuada soberbiamente. Sin duda, uno de los títulos del año.