A pesar de que en las últimas décadas haya caído en desuso el concepto de "autor" como sinónimo de director con impronta propia, lo cierto es que a nivel mundial aún perduran realizadores con marcas temáticas y formales distintivas que atraviesan sus filmografías. Desde Lucrecia Martel a Hirokazu Koreeda, pasando por Clint Eastwood o Quentin Tarantino, hablamos de artistas que siguen un permanente camino de evolución, profundizando sus universos cinematográficos a medida que las arrugas van avanzando sobre sus rostros. Algunos otros, como Tim Burton, quedan bajo la sombra del esplendor de su pasado, replicando un estilo visual inconfundible, pero sin alcanzar las cimas de sentimiento de sus orígenes.
Con Dolor y gloria, Pedro Almodóvar viene de compertir por la Palma de Oro en el Festival de Cannes, premio principal que pierde por sexta vez en dicho certamen. A punto de cumplir 70 años, el manchego no solo conquista una obra maestra en la que resume con absoluto refinamiento los tópicos que ha desarrollado a lo largo de más de cuatro décadas, sino que da en la tecla con su película más elevada y cercana. Al igual que en títulos como La ley del deseo y La mala educación, nuevamente un director de cine ocupa el centro de la escena. Salvador Mayo (Antonio Banderas) es un aclamado realizador que vive encerrado en su elegante departamento, preso de diversas dolencias y trastornos de salud. Una invitación de la Filmoteca de Madrid para proyectar su ópera prima en versión restaurada a 32 años de su estreno, será el detonante para que este hombre inicie un periplo de reencuentros que van más allá de la idea de saldar cuentas con el pasado.
El piso que habita Salvador fue prácticamente calcado del mismísimo hogar de Almodóvar. De hecho, los cuadros colgados en las paredes son las obras que Pedro tiene en su casa. Por supuesto, el asunto autorreferencial no se agota en uno de los escenarios de Dolor y gloria. La película entera está atravesada por los planteos medulares de su creador. El deseo, el vínculo madre/hijo, el deterioro físico y el envejecimiento; son algunos de los temas que vuelve a poner en órbita el cineasta español más aclamado a nivel internacional. Pero a diferencia de otros tiempos, en los que ese abordaje aparecía teñido de pretensiones y hasta de cierta arrogancia, este nuevo film se erige como una experiencia absolutamente conmovedora, que tiende puentes hacia esa platea que ha seguido incondicionalmente la obra de aquel desfachatado agitador que emergió en tiempos de "la movida madrileña", y que hoy lejos de transitar el letargo del personaje central de su nueva obra; ha ganado la madurez suficiente como para amalgamar una variada paleta de conflictos desde un pulso tan honesto como sensible.
Varios teóricos sostienen que la diferencia entre el nostálgico y el melancólico radica en que el primero está anclado en una era de oro que quedó atrás en el pasado, mientras que el segundo observa con cierta añoranza algunos acontecimientos distantes en el tiempo, pero desde una perspectiva que siempre está ubicada en el presente. Dolor y gloria, con sus flashbacks y reencuentros, logra desplazarse desde la nostalgia a la melancolía. Estamos frente a una película de absoluta precisión e inmensa profundidad, que fluye con unos niveles de calidez cada vez más ausentes en el panorama del cine actual. Como un artesano que atravesó el umbral de la sabiduría, Almodóvar ya no necesita de ningún despliegue de altanería. Hoy lo suyo consiste en entretejer un relato cristalino que le regala a su público una generosa cantidad de escenas inolvidables, y a sus protagonistas un puñado de momentos que quedarán marcados a fuego en sus carreras actorales.
El trabajo de Antonio Banderas, muy merecido ganador del premio a Mejor actor en el Festival de Cannes, es de un linaje descomunal. Una de las interpretaciones más viscerales que haya dado el cine en los últimos tiempos, con un dominio de los tiempos y la mirada, que hace que más allá de la centralidad de su personaje, el resto del elenco termine brillando a la par de él. El abrazo entre el director que interpreta y un ex novio al que no ve desde hace décadas (superlativo Leonardo Sbaraglia), es uno de los tantos instantes que traspasan la pantalla en este sentido relato confesional.
Más allá de que Dolor y gloria cuenta con una logradísima concisión narrativa en la que no sobra ni un diálogo ni una escena, también hay que destacar un par de puntos para nada menores. Uno tiene que ver con el hecho de que Almódovar recupera algunos pasajes de juguetona comicidad, como el que acompaña a la mencionada presentación de la ópera prima de Salvador Mallo. Y otro con el desafío de mostrar el despertar sexual de un niño, en tiempos en que la corrección política dominante ha llevado a que la mayoría de los autores esquiven estos temas. Esa pulsión, ese primer deseo, es retratado con una magistral mixtura en la que convergen el erotismo y la mirada poética. En absoluto estado de gracia, Pedro concibe su film más noble e inmanente. La confirmación de que aquel joven que coqueteaba con la estridencia y la desmesura kitsch, supo transitar hacia la madurez y el clasicismo manteniendo siempre en foco su distintiva sensibilidad.
Dolor y gloria / España / 2019 / 114 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Pedro Almodóvar / Con: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Cecilia Roth, Nora Navas, Julieta Serrano, Raúl Arévalo.