No me gusta la autoficción, dice un personaje, en una escena particularmente emotiva de Dolor y gloria, la última, y más descarnadamente personal, película de Pedro Almodóvar. Que puede entenderse como una especie de autoficción cinematográfica, en uno de los múltiples meta-juegos que propone. Entre lo biográfico y lo imaginario, entre lo confesional y lo universal. Es la historia de Salvador Mallo (un extraordinario Antonio Banderas, profundo y vulnerable). Mallo es un director de cine al que hace un tiempo le pasó el cuarto de hora. En su piso de Madrid, todo colores y estética pop, almodovariano, el hombre se dedica a leer y a convalecer, entregado a una neurosis hipocondríaca y depresiva. No tiene ganas de nada. Casi se arrastra, moviéndose achacoso, hasta la casa de un viejo amigo actor, con el que no se ve desde que se pelearon, treinta años atrás. Lo empujan los pocos que lo rodean porque tienen una excusa para sacarlo de su ostracismo: la presentación de una versión restaurada de su película, ahora de culto, Sabor.
Almodóvar se rodeó de amigos para contar esta historia tan pegada a la suya. Algunos que, como los protagonistas, estuvieron distanciados del manchego durante largo tiempo, como el diseñador argentino Juan Gatti, a cargo de gráficas y animaciones. O Cecilia Roth, que tiene un breve papel al principio, como link para ese reencuentro. Puede pensarse que casi todos los personajes, junto al efecto de la droga que consume, operan como gatillo para que se abran capas de vida del protagonista. Mientras Mallo hace su viaje introspectivo: Dolor y gloria va y viene entre su pasado, su infancia, y este presente en pausa. Está escrita, además de con una gran carga emotiva, con inteligencia y sutileza. Las escenas de hoy y ayer como piezas que encajarán en e rompecabezas de una biografía en continuado. Una vida que aún sucede, aunque no parezca, y tiene capítulos por llenar.
Hay en ese relato momentos de gran belleza. Desde la primera imagen, con las lavanderas que cantan en el río (Rosalía, una de ellas). A la revelación del primer deseo, en una casa cueva donde el calor del verano marea. Mientras el guión baraja secuencias como cartas, en las que los recuerdos se mezclan con el azar. Como el que hace aparecer a un viejo amante (Leonardo Sbaraglia), acaso para despertar ciertas zonas muertas del protagonista. Pero no conviene, no hay que contar más. Si se lo piensa como autohomenaje, Dolor y gloria es uno que entrega exactamente eso. Y que después de La mala educación o La ley del deseo, en las que Almodóvar también ajustaba cuentas con su pasado, llega más lejos. Ahí donde duele.