Pedro Almodóvar concreta, en “Dolor y gloria” su película más autorreferencial. El director manchego regresa a la gran pantalla luego de 3 años de ausencia, su última incursión había sido en la exquisita “Julieta” (2016). Esta etapa de su carrera encuentra a un Almodóvar reflexivo, sutil y dispuesto a hurgar en los intersticios de su memoria. Sabemos que los recuerdos a veces pueden traicionarnos…
En “Dolor y gloria”, el realizador manchego pone en marcha una poderosa maquinaria intertextual: film y metafilm, realidad y ficción, recreación biográfica y referencias contextuales, coyuntura política y social, guiños literarios, musicales y cinéfilos. Almodóvar ambienta la historia en el mundo del negocio cinematográfico e inunda la pantalla de colores estridentes y chillones, decoración rocambolesca y kitsch y vestuario tan estrambótico como elegante, al tiempo que nos cuenta varias historias en paralelo.
Sabe dirigir Antonio Banderas vomo nadie, extrayendo del actor español el talento que suele malgastar en sus incursiones en el cine de habla inglesa. Antonio, sin estridencias ni forzar en lo más mínimo su registro dramático, se convierte en Pedro, en su realidad espejada, en su alter ego. Nos brinda una actuación poderosa, a través de la radiografía de un director frustrado, inseguro de de su arte, viviendo de los despojos de un éxito pasado y vetusto, sumido en sus adicciones y enfrentando una espiral autodestructiva el cual parece no encontrar escapatoria. Al tiempo que reconstruye los pedazos rotos de su ser, busca recuperar la inspiración para eludir el síndrome de la página en blanco (una pesadilla para todo autor) y poder finalizar una especie de obra maldita.
A través de este cuadro de situación, “Dolor y Gloria” se permite reflexionar sobre el cruel paso del tiempo en las otrora estrellas del celuloide. Buceando en las profundidades de su propia esencia, la película se convierte en un loable ejercicio intelectual sobre el dolor físico, acaso un primordial disparador traumático. Indudablemente constreñido en una cárcel mental, que aprisiona recuerdos, inhibiciones, privaciones y mandatos, el Almodóvar que habita en Salvador Mallo (el personaje de Banderas) nos habla del dolor que se manifiesta en el cuerpo, como una cruel condena, como un ineludible estímulo-respuesta de aquello que atormenta la mente. Lograda metáfora para llegar a la gloria aliándose del dolor. O exorcizándolo. Quizás, lo dolorosamente bello de la gloria. Tal vez, lo bellamente doloroso de la exposición, el éxito y la codicia. Pecados de fama.
Salvador se calza su propia corona de espinas y peregrina en su cotidiano padecer. Antaño creador prolífico de mundos de ficción, se ve imposibilitado de poner en orden su propia vida. Se enfrenta a sus manías, huye de sus fantasmas, trafica droga barata con dealers inmigrantes y merodea barrios bajos. Son horas de autodestrucción. Un coctel de pastillas y unos chinos en Madrid, quizás, puedan aliviar la pena. Recuerda el descubrimiento de su identidad sexual como un hecho traumático y, de modo fortuito, un amor del pasado no resuelto -recreado en un memorable pasaje junto al personaje qué con absoluta precisión interpreta Leo Sbaraglia- lo sacude en su faz más íntima.
Bajo un cambio de registro, alterando la temporalidad, Almodóvar decide sondear en la humilde infancia de un joven, en un pequeño pueblo español de comienzos de los ’60, a la pesquisa de rastros que nos ayuden a comprender la génesis del quebranto que aqueja a Salvador. Así, aparecerá la fuerte presencia de su madre (la siempre radiante Penélope Cruz), su precoz sensibilidad artística siendo niño y una evidente ausencia paternal. A través de un relato alterno, la película nos cuenta dos tiempos históricos en la vida de Salvador: el director de cine que busca resucitar su carrera al tiempo que hacer las paces con su pasado, en un ejercicio introspectivo que persigue establecer un orden lógico a su caótica existencia, como si de ordenar piezas de un rompecabezas se tratara.
Al respecto, el autor de “Carne Trémula” (1996) se guarda un as bajo la manga: el descubrimiento de un cuadro firmado en su reverso -a modo de dedicatoria- funciona como un efecto dominó, otorgando a la búsqueda existencial del personaje interpretado por Banderas un cierre circular. Colocándonos como espectadores desde su misma perspectiva y punto de focalización, Almodóvar consigue un perfecto pase de magia, deslumbrándonos con su habilidad para articular los sentidos del artificio cinematográfico, echando mano a un recurso bajo cuya revelación puede comprenderse la total existencia de nuestro amedrentado héroe.
Los retazos del maestro ibérico se reservan para el final un par de referencias cúlmines: la conversación que el personaje de Salvador entabla con su madre anciana refiere directamente a un acontecimiento qué el propio Pedro viviera con su madre -Dominga- en los últimos instantes de su vida, previo al estreno de “Todo sobre mi madre” (1999). Este conmovedor homenaje maternal se enlaza con la escena final, que nos devuelve -con profundo espíritu neorrealista- una íntima secuencia entre la madre y el joven-niño de mirada deslumbrada: las aspiraciones y fantasías de éste como anhelo de vida. Acción. Corte. Un hábil juego de planos coloca a los protagonistas como despojados elementos dentro de un rodaje cinematográfico; cine dentro del cine. Almodóvar ama al cine y respira mundos de celuloide, poniendo en marcha su eterna fábrica de sueños.
El abrupto desenlace sacude nuestro interior interrogándonos acerca de lo que acabamos de presenciar: los bordes de la realidad se desintegran, entregándose a la deliciosa travesía de está profunda y magistral gema almodovariana. Tomando una página del libro de “La noche americana” (1973), de F. Truffaut, este inagotable cineasta reformula la máxima explorada por tantos exponentes del sub-género: burlarse de las fútiles manías del oficio cinematográfico, revelando su atribulado e inseguro ser interior. Bravo Pedro.