Del arte y otros demonios
Rodeado de obras de arte. Así es como pasa sus días Salvador Mallo, director de cine y protagonista de la última película de Pedro Almodóvar. Fuera de su zona de confort, el melodrama tragicómico, en este largometraje el cineasta inclina la balanza hacia el drama, en sintonía con Julieta, su antecesora, y se aleja definitivamente del vuelo acrobático en clave de comedia que significó Los amantes pasajeros.
El arte como catarsis o como un túnel que se atraviesa para pasar de un estado emocional a uno superador no es tema nuevo en la filmografía del manchego, que desde La piel que habito dio a este tópico un lugar más corpóreo. En Dolor y gloria la tesis es bastante clara: mediante una obra de teatro, un boceto, una película y, fundamentalmente, a través de la escritura, ese “don” que tiene desde chico, el protagonista logra descomprimir sus trabas emocionales pasadas y cambiar su presente.
Salvador vuelve a ver Sabor años después de su estreno porque le proponen una proyección. Este evento posibilita una reconciliación con el actor protagónico de su opera prima, a quien luego cede un guion autobiográfico para una puesta teatral que incidentalmente da lugar al reencuentro con su primer amor. Esta catarata de sucesos afortunados sacude al personaje y lo sacan de su abandono frente al dolor físico y también de su parálisis emotiva.
El encuentro fortuito con el retrato de un niño dispara en Salvador memorias de la infancia: cantar, escribir cartas, el pueblo, su despertar sexual. Una vez más el arte aparece como un catalizador. Si primero apresuró al protagonista para que construyera un futuro fuera de la enfermedad paralizante (que hasta ese momento definía su existencia), ahora lo demora en las semblanzas de su infancia para que recuerde qué fue lo que amó de la vida en las primeras horas. La compañera en este viaje de redescubrimiento es la madre, el arquetipo almodovariano por excelencia.
Es así que, después de ocuparse de sus dolencias físicas, Salvador recupera su pasión y vuelve a un set a hacer cine. La escena final de Dolor y Gloria nos informa al mismo tiempo no solo que el protagonista logró rodar una película sino que Almodóvar, una vez más, como en La mala educación, ofreció la ficción como si fuera realidad y, a cambio de que se le perdone esta mentira piadosa, revela el artilugio en el plano que cierra el film.
Con el golpe seco de la claqueta, como un péndulo que al quedarse quieto pierde su poder hipnótico, los dos personajes de esta escena de clausura, madre e hijo, son despojados del encantador halo de la representación para convertirse en simples actores que han terminado de interpretar. Al mismo tiempo, el espectador también sufre un cambio de estatuto: ahora sabe que mucho de lo que vio previamente forma parte de una película dentro de otra película.
Almodóvar enreda la madeja entre ficción y realidad. Las secuencias que corresponden a la película que Salvador está rodando son más efectistas, los núcleos narrativos son claros, el montaje sitúa en tiempos y espacios determinados a los personajes. En cambio, las de la vida cotidiana de Salvador resultan más difusas, el escenario siempre es en interiores, las acciones son reiterativas, los diálogos fútiles. La sensación es la de pasar el tiempo como un continuo, casi sin cambios ni inflexiones.
Más atractivo que el debate sobre si Dolor y Gloria es o no una autobiografía de la vida del director es pensar en otro teorema que sostiene la película, que es que el verdadero motor de la realidad es la ficción. En un diálogo Salvador asegura: “Sin rodar, mi vida carece de sentido”. En tiempos de consumos audiovisuales maratónicos y plataformas de video parece pertinente una pregunta: ¿será que no existe vida posible sin la ficción?