Una cautiva que anda suelta Por más tentador que sea describirla como la historia criolla de Romeo y Julieta, el primer tiempo de Las Furias está más cerca de una versión con sed de venganza de Bonnie and Clyde. Y lo cierto es que una vez que avanza el relato, ya no importa el amor romántico de esa pareja tanto como salvar al fruto de su unión, que es la de dos mundos opuestos. Que la pareja no muera y que Lourdes continúe la historia es un desvío que despega a la trama de la romantización del amor prohibido y abre el sentido a un imaginario relacionado con otros temas: la fortaleza femenina y la herencia mestiza. De la puesta en escena del epílogo se entiende que madre e hijo, de espaldas al espectador, apuran el paso hacia un lugar lejos del pueblo-infierno del que venían. Si bien no se precisa el destino, el encuadre del paisaje abre una vasta pasarela natural que -opuesta a los interiores que siempre aluden a la prisión del cuerpo o del espíritu- da una sensación de viaje iniciático hacia una tierra prometida donde ninguna ley ciña las identidades diversas ni las otredades. En el primer encuentro entre Leónidas y Lourdes, Tamae Garateguy cristaliza la imagen de raíz más pictórica de la cautiva, vestida de color blanco y lánguida, desgarbada y desorientada (en este caso intoxicada). Pero ahí, donde acto seguido debería mostrar un rapto, filma un rescate. Y si el protagonista funciona como lo desconocido que salva, en contraposición el padre-patrón de Lourdes es el captor que acecha camuflado dentro del propio clan, en una lógica donde lo familiar se vuelve siniestro y lo ajeno una vía de escape. Otras películas argentinas que traen el tema, como las versiones de cautivas de Gastón Biraben o Adrián Caetano, reemplazan al indio del poema original de Echeverría por malones más contemporáneos: los padres apropiadores durante la dictadura militar o los delincuentes de la gran ciudad, respectivamente. Pero el trastocamiento que propone Garateguy -que habilita una lógica de redención del indio (y del masculino) decodificado casi siempre como lo amenazante- posiblemente sea lo más nutritivo de esta relectura, y no es menor que venga de la cámara de una directora. Las Furias lleva el mismo nombre que la primera película argentina sonora dirigida por una mujer, Vlasta Lah. Como contó Fernando Martín Peña en la última edición online del Bazofi, con un catálogo que incluyó esta y otras rarezas, en la versión de 1960 las mujeres salen un poco del rol de objeto de deseo del melodrama clásico para ocupar un lugar más protagónico en relación a los personajes masculinos e incluso ser dentro de la trama las artífices de su propio destino. Algo de ese linaje de ir al frente está en Garateguy; como una voluntad de salir del cautiverio que la propia cultura impone como una inevitabilidad, sea del mundo de Leónidas, del de Lourdes o de cualquier otro.
Del arte y otros demonios Rodeado de obras de arte. Así es como pasa sus días Salvador Mallo, director de cine y protagonista de la última película de Pedro Almodóvar. Fuera de su zona de confort, el melodrama tragicómico, en este largometraje el cineasta inclina la balanza hacia el drama, en sintonía con Julieta, su antecesora, y se aleja definitivamente del vuelo acrobático en clave de comedia que significó Los amantes pasajeros. El arte como catarsis o como un túnel que se atraviesa para pasar de un estado emocional a uno superador no es tema nuevo en la filmografía del manchego, que desde La piel que habito dio a este tópico un lugar más corpóreo. En Dolor y gloria la tesis es bastante clara: mediante una obra de teatro, un boceto, una película y, fundamentalmente, a través de la escritura, ese “don” que tiene desde chico, el protagonista logra descomprimir sus trabas emocionales pasadas y cambiar su presente. Salvador vuelve a ver Sabor años después de su estreno porque le proponen una proyección. Este evento posibilita una reconciliación con el actor protagónico de su opera prima, a quien luego cede un guion autobiográfico para una puesta teatral que incidentalmente da lugar al reencuentro con su primer amor. Esta catarata de sucesos afortunados sacude al personaje y lo sacan de su abandono frente al dolor físico y también de su parálisis emotiva. El encuentro fortuito con el retrato de un niño dispara en Salvador memorias de la infancia: cantar, escribir cartas, el pueblo, su despertar sexual. Una vez más el arte aparece como un catalizador. Si primero apresuró al protagonista para que construyera un futuro fuera de la enfermedad paralizante (que hasta ese momento definía su existencia), ahora lo demora en las semblanzas de su infancia para que recuerde qué fue lo que amó de la vida en las primeras horas. La compañera en este viaje de redescubrimiento es la madre, el arquetipo almodovariano por excelencia. Es así que, después de ocuparse de sus dolencias físicas, Salvador recupera su pasión y vuelve a un set a hacer cine. La escena final de Dolor y Gloria nos informa al mismo tiempo no solo que el protagonista logró rodar una película sino que Almodóvar, una vez más, como en La mala educación, ofreció la ficción como si fuera realidad y, a cambio de que se le perdone esta mentira piadosa, revela el artilugio en el plano que cierra el film. Con el golpe seco de la claqueta, como un péndulo que al quedarse quieto pierde su poder hipnótico, los dos personajes de esta escena de clausura, madre e hijo, son despojados del encantador halo de la representación para convertirse en simples actores que han terminado de interpretar. Al mismo tiempo, el espectador también sufre un cambio de estatuto: ahora sabe que mucho de lo que vio previamente forma parte de una película dentro de otra película. Almodóvar enreda la madeja entre ficción y realidad. Las secuencias que corresponden a la película que Salvador está rodando son más efectistas, los núcleos narrativos son claros, el montaje sitúa en tiempos y espacios determinados a los personajes. En cambio, las de la vida cotidiana de Salvador resultan más difusas, el escenario siempre es en interiores, las acciones son reiterativas, los diálogos fútiles. La sensación es la de pasar el tiempo como un continuo, casi sin cambios ni inflexiones. Más atractivo que el debate sobre si Dolor y Gloria es o no una autobiografía de la vida del director es pensar en otro teorema que sostiene la película, que es que el verdadero motor de la realidad es la ficción. En un diálogo Salvador asegura: “Sin rodar, mi vida carece de sentido”. En tiempos de consumos audiovisuales maratónicos y plataformas de video parece pertinente una pregunta: ¿será que no existe vida posible sin la ficción?
El segundo largometraje de Martínez se sumerge en la vida de cinco actores sordos y su intérprete, o al menos eso es lo que en un primer momento se espera. Con una temática limítrofe a la de su película previa, Estrellas (2007), el director corporiza las historias de aquellos que ocupan un lugar inesperado, por fuera de lo previsto. Que se encasille a Sordo como un documental no es errado, pero tampoco le hace justicia a la complejidad de registros que conviven entreverados en cada secuencia, o incluso en cada plano. El quid de la cuestión no es ponerse la capa de detective y rastrear en qué escenas lo que transcurre es la pura verdad y en cuáles no, sino entregarse a ese régimen ficcional que es el que finalmente da forma a la película. El juego con los límites entre ficción y realidad le da otro espesor al tema de base y, afortunadamente, es lo que garantiza que Sordo no sea un alegato simplista sobre las capacidades diferentes. El largometraje muestra puntos de conflicto y resolución, por ejemplo, en las relaciones interpersonales entre los actores, en el proceso creativo de la obra de teatro que quieren montar y hasta en las secuencias más autobiográficas, en las que los protagonistas son filmados en su cotidianeidad. Ese ritmo que progresivamente se va generando se opone a cualquier defensa panfletaria de las minorías y logra construir una poética propia. Además, si hay algo que la película deja en claro desde la primera secuencia es que esa lástima bienpensante la tiene sin cuidado. Por suerte, hay muchos recursos en Sordo que contradicen su tesis inicial, que es alcanzar un tipo de expresión teatral en la que los oyentes deban adaptarse al lenguaje de señas de los actores y no a la inversa. Por ejemplo, la película misma está subtitulada, hay primerísimos primeros planos (lo cual indica que la cámara no está supeditada a captar el sistema gestual mediante planos más abiertos) en general, todo está dado como para que el oyente pueda entender a pesar de no manejar el mismo código. Tampoco se diviniza la figura de los protagonistas por su discapacidad, y se los muestra con los prejuicios que cualquier otro ser humano tiene. Suponer, como lo hace la declaración de principios de la apertura, que el objetivo del trabajo de estos actores será una obra que se cierra en su propio lenguaje de señas es, sin duda, un callejón sin salida, por lo que esta idea –que solo se usa en un primer momento por su alto poder de impacto– se va matizando cada vez más. Lo que queda es la construcción de un nuevo código compartido y equitativo al que todos podamos acceder. Ese es el horizonte de la obra de teatro con la que los protagonistas sueñan y la gran utopía que se desarrollaría en la última escena de la película, que acaso queda fuera de campo por estar aún en construcción.
Aprendiendo a volar es la opera prima del holandés Boudewijn Koole, ganadora en el Festival de Berlín y con otras nominaciones en su haber, que nos sumerge en la vida de un niño que debe afrontar el duelo por la muerte de su madre. La temática de la ausencia o la pérdida de los padres parecería ser un tema recurrente de algunos de los mediometrajes y cortos del director, como sucede en Drawn Out Love (2007) o en Off Ground (2013). La película es bella y, aunque intentemos retener el llanto, logra que las lágrimas salten involuntariamente como resortes desde los ojos. Los momentos más emotivos son los que se detienen en el vínculo filial que establecen el niño con el animalito, un pájaro que termina siendo el mejor elemento narrativo de la película, pero no exageremos, que tampoco estamos hablando de la audacia narrativa del cuervo de Pajaritos y pajarracos. La psicología de los personajes de Koole es Freud de bolsillo. Esto carcome la verosimiltud de los personajes que sin duda responden a un cine que prioriza las relaciones causales claras y guarda recelo frente a la posible ambigüedad de las situaciones que expone. Todos los vínculos que se van presentando a lo largo de la película tienden a la simplificación, entonces se puede predecir muy fácilmente qué es lo que va a pasar y no hay lugar para la intriga, que no puede concretarse por los problemas de construcción de la trama. La forma en que se muestra por primera vez a la madre del protagonista —sólo en imágenes— y el tipo de interacción que se plantea entre ellos —unilateralmente telefónica, ya que sólo habla el niño— refuerza un tipo de ausencia más análoga a la de la muerte que a la de una gira musical. Algo así pasa con la escena de la muerte del pájaro: la abrupta resolución sólo sirve para que el padre se redima con el hijo y no vuelva a maltratarlo nunca más. El desenlace del vínculo que se recompone de un momento a otro hace que las escenas de violencia (la cachetada, la trompada, la indiferencia, la olla de fideos estrellada contra la pared) sean un golpe bajo efectista que linda con la indecencia. Los desencuadres y los primerísimos primeros planos son puro deleite visual, y aunque cumplen a la perfección con lo estéticamente bello, se olvidan de que pueden decirnos algo más. Aprendiendo a volar construye un discurso conservador (resuena el eco del there’s no place like home, quizás una de las frases más reaccionarias del cine) disfazado de, para seguir con las expresiones políticas, una visualidad progre.
El futuro que deja entrever Her se muestra como un porvenir cercano y verosímil. No hay autos que vuelen a toda velocidad, ni viajes a Marte, y ningún ser extraterrestre amenaza con destruir el planeta Tierra. Es un mundo donde parecería que proliferan las apps y los sistemas operativos que acompañan al hombre en su vida diaria; nada demasiado distinto a lo que vivimos hoy, se puede pensar. La ciudad tiene los mismos edificios que se pueden ver hoy, la gente viaja en subte, se embelesa con publicidades en los grandes malls, va a la playa… en fin, no se hace nada que escape a los límites de la experiencia posmoderna. Este tipo de puesta en escena y el conflicto amoroso que se va desarrollando a lo largo de la película buscan mantener cierta empatía que genere un efecto de credibilidad cuando el argumento se pone más del lado de la ciencia ficción y el OS1 desarrolla sus propios sentimientos y voluntades. Este recurso hace de Her un lugar tibio que no se juega a pactar completamente con ninguno de esos dos registros y que elige ir boyando de uno otro, algo que hace que sea una sucesión de acciones forzadas, sin un desarrollo, o que siempre vuelven a lo mismo: cuando un pseudo sindicato de OS1 decida fugarse a un espacio físicamente indecible, o cuando por décima vez el montaje se esfuerza por caracterizar a un Theodore apocado y solitario, todo huele a un patchwork medio berreta. En definitiva Her hecha mano a ciertas retóricas establecidas de un género como la ciencia ficción -la creación que supera al creador, el amor humano-androide, la inteligencia artificial, entre otras- que quedan flotando como un engañoso halo de innovación para terminar dando cátedra sobre el tema más tradicional del mundo: las relaciones amorosas. Y en esta materia no se priva de ningún vicio. El vínculo entre el protagonista y Samantha atraviesa las etapas representativas de una pareja; se conocen, se gustan, tienen sexo -la pantalla se va oscureciendo hasta fundirse a negro en el clímax, como si la película asumiera que no hay una imagen que corresponda a este hecho, justamente, porque no hay nada corpóreo para observar- aparecen los celos y la infidelidad y, por último, se concreta el abandono que es, al mismo tiempo, una sublevación de los sistemas operativos. Los diálogos que Theodore mantiene con Samantha y con sus semejantes son una serie de frases hechas que empalman con una mirada melanco-catastrófica del amor que predica “te enamores de un humano, o de un sistema operativo, vas a pasarla horrible”. Además, Her adscribe a la mitología de una sociedad tecnológica hiperconectada que paradógicamnete se sume en el aislamiento y la incomunicación. La película toma postura frente a la tradición de un pasado: no es casual que el trabajo de Theodore sea escribir cartas. Desde su actividad se reivindica el valor de una práctica en desuso como la correspondencia epistolar escrita a mano adjudicándole una cualidad artesanal y emotiva de la que carecería, por ejemplo, un mail. El recurso mejor explotado de la película es el uso de la voz de Scarlett Johansson; desde el trabajo sobre las tonalidades y su correspondencia con los estados de ánimo que poco a poco Samantha desarrolla hasta la canción que el OS1 le dedica a Theodore, llenan de misterio y seducción a un personaje que se define por su ausencia corpórea. Desmaterializar a una femme fatale de la industria cinematográfica es quizás el gesto más innovador de Her, teniendo en cuenta todos los lugares comunes en los que recae argumentalmente.
En su nueva película el cordobés Santiago Loza construye un relato dividido en secciones que acompañan el devenir de la vida de Liso, un chico que sale de una internación psiquiátrica, hasta llegar al último de ellos, “La Paz”, que no sólo se trae a cuento como un lugar geográfico sino como un estado en la vida del protagonista. La puesta en escena del entorno de Liso parecería querer justificar su inestabilidad emocional y su inercia en la vida. Papá y Mamá: gente “bien” que no vive al día, casa con un hermoso jardín, perro y una pileta. Mamá le da órdenes a la doméstica, arregla las flores, fuma como un escuerzo, pinta naturalezas muertas y fomenta la endogamia de su hijo. Papá maneja una empresa, tiene una afición por el tiro al blanco y pretende arreglar los problemas del nene –los cuales niega– con plata. Las mujeres para Liso son otro de sus obstáculos, le prestan su cuerpo pero nunca quieren comprometerse sentimentalmente con él por miedo a sus brotes o a ser lastimadas. Los únicos oasis para el protagonista son su abuela y la mucama boliviana que trabaja en su casa –cabe destacar el preciso y emotivo trabajo de ambas actrices– que lo hacen sentir un poco menos fuera del mundo. En una encrucijada entre la sobreprotección y el mandato paterno Liso no hace nada, o mejor dicho, no sabe qué es lo que tiene que hacer, no puede accionar. Atraviesa una turbulencia existencial, perdió el norte (o nunca lo encontró), parece no saber qué lugar ocupar en la vida… todos eso sentimientos que se le atribuyen a la juventud actual, por no decir a todas las juventudes de todos los tiempos. Pero llega el milagro: la persona menos esperada, su mucama, sin siquiera proponérselo concientemente, lo ayuda a encontrar una salida. A pesar de que esta vuelta de tuerca por la que el protagonista puede encontrar algo que lo motiva para finalmente abandonar el nihilismo de clase alta sea un poco exasperada, ya que a fin de cuentas este camino a la redención no se percibe como un cambio progresivo sino como algo que sucede de la noche a la mañana, lo valioso de La Paz es que visibiliza la vida y el pensamiento de una clase social completamente opuesta a la de Liso y la iguala a una fuerza con posibilidades transformadoras. El personaje de la mucama funciona como la heroína que establece la paz no sólo para el protagonista sino para el resto del núcleo familiar: es ella quien revoluciona la vida de este hombre y le allana el camino para que logre encontrarse consigo mismo.
Juventud divino tesoro La película número treinta de Raúl Perrone se estructura en tres actos y una coda a la manera de una ópera y, en gran parte, es también el universo musical el que revitaliza emotivamente la sucesión de sus planos. P3ND3JO5 rescata características del cine primitivo como el uso del blanco y negro, las placas de diálogos y los mezcla con la ralentización de las acciones, planos extensos o yuxtapuestos y el naturalismo de la Ituzaingó natal del director, esa de la que emergen estos pendejos que adolecen sobre un skate. Todo en ella es magnánimo, gigante, sagrado. Lo que podría parecer un abuso de los primeros planos se percibe como un ritual: los rostros, encuadrados o no, y su claroscuro se transforman en una oda a los pequeños gestos cotidianos, totalmente imperceptibles si no fuera por el uso de la cámara lenta. Así, los personajes dejan de ser comunes y se camuflan con la iconografía de santos, vírgenes o mártires…y sí, la adolescencia es trágica. En relación a esto, no es casual que una de las citas a la historia del cine en esta película sea la Juana de Arco pergeñada por Dreyer. Quizás tampoco es una casualidad ese primer plano del revólver que recuerda mucho al de El nacimiento de una nación de Griffith, film que no sólo sistematiza todos los recursos narrativos sino que descompone una acción muy breve extendiéndola en el tiempo, un recurso central en P3ND3JO5. Hay otras referencias cinéfilas, pero la más divertida es aquella que emula en clave nacional la escena del concierto de los Yardbirds con Jimmy Page y Jeff Beck en Blow-Up de Antonioni, aunque Perrone suplanta el clavijero de la guitarra por un anacrónico disco de pasta. En la película el sonido y la música están utilizados de una manera muy particular ya que ambos elementos en vez de funcionar como un ornamento de la imagen se ubican a su misma altura y la completan. No se usa un sonido ambiente que ilustra los ruidos que podrían existir en ese plano sino un sonido extradiegético (o no tanto) que es el repiqueteo de los skates sobre la pista de patinaje. La música clásica y la cumbia, un híbrido entre lo académico y lo popular, ejemplifica la pacífica convivencia entre los opuestos y además acompaña el clímax de algunas escenas, como aquella en la que los pibes, con una estética muy propia del videoclip, toman carrera para tirarse sobre los colchones una y otra vez. Las tres historias son mínimas, simples. Y los pocos diálogos que hay en ellas se subtitulan manteniendo total fidelidad con el dialecto adolescente. Lo interesante de P3ND3JO5 está a un nivel que no es el temático sino el formal, aunque la radicalidad y dulzura con la que está filmada se exprese en todos los aspectos de la película. Un gran amor por la imagen y sus misteriosos poderes son la garantía de un cine que vale la pena.
La ópera prima de César González es una fábula sobre los sectores menos visibles de nuestra sociedad. Diagnostico esperanza es una película que se clasifica dentro de lo ficcional, pero que por momentos revela un registro documental, no solo por el manejo de una cámara inquieta o desprolija, sino también por el uso de un dialecto propio de las clases más humildes, que incluso es subtitulado. El subtítulo es algo que generalmente se asocia con una lengua que, al ser desconocida, debe traducirse. En esta película, esa traducción cobra un significado especial porque puede ser entendida como un gesto o una declaración de principios: presuponer que una gran parte de los destinatarios no conocen o no tienen relación con ese lenguaje que se exhibe. Entonces, la lengua pasa a ser algo invisible, o desconocido, como el contexto de los protagonistas. La trama central de Diagnóstico esperanza es la de un robo frustrado, pero la película se detiene más en la caracterización de los personajes para trazar sus historias particulares y, principalmente, sus frustraciones. Sin embargo, en general, González consigue sortear el lugar común de mostrar a los protagonistas como víctimas, o de presentarlos de una manera que genere empatía. De hecho, sucede lo contrario: algunas escenas y diálogos persiguen una crudeza tal que son bastante difíciles de ver, y, además, reenvían a esa veracidad documental que recorre toda la película. En Diagnóstico esperanza todos están unidos por el deseo de consumo. Ni la extracción social, ni la ocupación de los personajes importan a la hora de mostrar cómo se sumergen en una carrera por tener; un par de zapatillas, un auto, unas buenas vacaciones, no importa qué, el objetivo es que sus bienes materiales los definan y hablen por ellos. El único personaje que escapa a esta dinámica es el chico que quiere ser cantante, que cuando su madre le dice que quiere comprarle zapatillas, le responde que prefiere un micrófono. No es casual que la película empiece y termine con él, primero deambulando solo por la villa y, al final, con un videoclip de una canción propia. El mensaje de esperanza no es tan complicado: tener deseos que transciendan lo material y tratar de concretarlos. Ahí es donde la ficción se cruza con la biografía del debutante director.
Hace ya muchísimo tiempo que las artes se inclinan hacia lo interdisciplinario y a la colaboración entre diferentes lenguajes en una misma obra. A pesar de que Los posibles se presente como una versión en cine de un espectáculo de danza, trasciende esta denominación y logra una síntesis superadora gracias al fluido intercambio de los elementos cinematográficos con los del movimiento. La película encuentra sus propios puntos de vista de la puesta en escena y de las coreografías, por lo que no hay una preocupación por ser sumamente fiel a la obra original, y esta libertad que la cámara se otorga en relación a lo que la rodea es la piedra angular del mediometraje. Así, muchos de los encuadres descomponen en primeros planos los movimientos de alguna parte del cuerpo de los bailarines, provocando un efecto en el que se deja de pensar en que lo que se está viendo es un hombro o una espalda, para comenzar a admirar esa forma por sí misma que, desarraigada de su totalidad, se vuelve autónoma gracias a la cámara. La escenografía y la iluminación, conservadas tal como fueron planteadas en la obra de danza, son otros recursos con los que la película se permite experimentar: la secuencia en la que se muestra una gran placa circular iluminada sobre la que se ubica un cuerpo de perfil, primero en un plano muy cerrado que va abriéndose de a poco para revelar la totalidad de la escena, sumada al sonido de un dialecto ininteligible más extraterrestre que humano, es un momento que habilita el imaginario del género de terror y que nos retrotrae a una estética visual asimilable a la de Encuentros cercanos del tercer tipo. En la vereda opuesta a esta pulsión por la fracción de la imagen, un gran acierto es el uso de los planos de referencia no sólo para dar una idea del espacio sino también para construirlo; así, el espacio en el que se encuentran los bailarines queda dividido en un arriba –deshabitado, luminoso– y un abajo, en penumbras, pero lleno de vida y movimiento. De esta manera, Los posibles genera nuevas series de sentido que juegan a confundir o a correr los límites de las expectativas previas que se tienen sobre una película que pretende plasmar una coreografía de baile. Además, cada lenguaje va aportando sus virtudes en sincronía y, por ejemplo, el dispositivo cinematográfico le permite a la danza abandonar ese punto de vista único, frontal y generalmente lejano desde el cual los espectadores la observan, mientras que la coreografía, montada en un subsuelo que funciona como un detrás de escena, habilita que la cámara trabaje con la premisa de un espacio que, desde el vamos, se encuentra ubicado en un fuera de campo. Los posibles no cuenta ninguna historia o, por lo menos, ningún relato lineal. Sí es cierto que sin decir una sola palabra dice mucho, pero es poco probable que eso que dice esté directamente ligado con la solemnidad de un encriptado mensaje social. También es innegable que muchos pasajes de la película se prestan a esta interpretación, el ejemplo más obvio es esa oposición entre un arriba y un abajo. Sin embargo esa dimensión social, que es a la vez presencia y ausencia, sólo se puede inferir por datos que se encuentran por fuera del mediometraje, es decir, por su contexto de producción que, por otra parte, merece ser nombrado: Los posibles se empieza a cocinar en Casa Joven, un centro educativo para jóvenes en riesgo de exclusión ubicado en González Catán, donde Juan Onofri da un taller de iniciación a la danza. Con algunos de estos pibes del riesgo –tan frecuentes por estas latitudes– y dos bailarines profesionales, Alfonso Barón y Pablo Kun Castro, se forma el grupo de danza Km29 y se monta esta obra que, un tiempo después, encuentra una nueva vida en su pasaje al cine.
Patchwork de una vida Planetario es la recopilación y selección de grabaciones caseras en las que incursionan algunos padres de diferentes partes del mundo filmando a sus hijos. Las imágenes de las primeras palabras del niño, sus primeros pasos y su estar en el mundo modelan, junto con los testimonios paternos que funcionan como notas al pie sobre la crianza, algunos de los retazos que componen los mundos familiares. Lo primero que la película buscar es una respuesta a esta compulsión por el archivo que los progenitores padecen: ¿por qué y para qué filman a sus hijos? Los motivos de cada padre son diversos, pero todos coinciden en querer que sus hijos recuerden su infancia de una determinada manera: con la claridad que sólo puede alcanzar la fidelidad de una imagen; claridad a la que, por otra parte, la memoria jamás podría aspirar. La memoria es imperfecta y, al igual que el relato oral, nos devuelve una imagen de contornos borrosos, que no da cuenta de la totalidad de los hechos sino de ciertos fragmentos que ordena y resignifica a su gusto. Entonces, en el corazón del acto de documentar la vida de un hijo, Planetario exhibe una preocupación por recordar absolutamente todo y muestra que para estos padres la forma de hacer concreta esa súper-memoria es a través de la imagen filmada, a la que le adjudican una precisión y completitud que la palabra y el recuerdo no tendrían. Así, la película abre una reflexión sobre esta práctica social y el objetivo que la impulsa que no es, como podría pensarse a simple vista, solo el intento de congelar el paso del tiempo sino también el anhelo por trazar un mapa filial y emotivo de exactas coordenadas. Constelaciones. Planetario se inaugura con una suerte de prólogo de dos escenas que condensan uno de los temas con más peso en el relato y que vuelve a retomarse hacia el final del largometraje: cómo transmitir o explicar la lógica de la vida a un ser que recién comienza a dar sus primeros pasos en el mundo. La secuencia inicial nos conduce a un río en el que un padre y su hijo encuentran y observan animales y, en este propicio escenario, se presenta la ocasión para hacer un didáctico paralelo metafórico entre la naturaleza que nace y muere en un perpetuo ciclo y la vida del hombre, que experimenta el mismo proceso. Luego, la película nos introduce a cada una de las familias que participan en el documental intercalando los testimonios de los papás con fragmentos de las grabaciones de sus retoños. Esta sucesión de imágenes de archivo junto con las palabras de los padres permite conocer el imaginario de los distintos núcleos familiares en relación a las inquietudes que se generan durante la crianza de los hijos y también sobre cómo la paternidad cambia la manera en que vemos y entendemos el mundo. Así se va trazando un inventario de prototipos familiares que quizás pueden llevar a pensar que Planetario se encarga de hacer visible la pluralidad de familias que se configuran alrededor del mundo, cuando en realidad la película se ocupa de los sentimientos y deseos de los padres más que de los de sus hijos. Mirada sobre la mirada. A pesar de que Planetario tienda en muchos momentos a ser un listado que recopila las miradas parentales sobre los hijos, la película se enriquece cuando toma posición frente aquello que muestra. Es el caso de esas emotivas secuencias en las que, después de presenciar imágenes de un hijo recién nacido o apenas dando sus primeros pasos, lo vemos más grande en una escena posterior y con una vida autónoma, como sucede en la historia de la familia de Maimará, en la que los padres cuentan el nacimiento del hijo mientras esa narración se intercala con las grabaciones caseras del bebé acompañadas por una música de fondo, para mostrarnos en una última escena que quien interpretaba la canción era el hijo unos cuantos años después. También la película toma partido cuando la imagen pone en controversia el discurso de los padres, como en la escena del relato de la madre norteamericana que mientras dice que no entiende por qué hay guerras y violencia en el mundo se muestra una imagen de su hija más pequeña jugando con una pistola de plástico, o bien cuando los padres declaran las expectativas que tienen de sus hijos y esas palabras se acompañan con la filmación de sus niños recién nacidos, balbuceantes, logrando poner en contraste los grandilocuentes deseos paternos frente a esos seres indefensos y dependientes que son sus bebés. De esta manera Planetario consigue evitar ser un mero atlas de obsesiones humanas porque juega hábilmente con estos y otros recursos que reconfiguran las palabras e imágenes con las que el metraje trabaja, dándoles un sentido nuevo y propio.